Los bolcheviques querían transformar radicalmente la sociedad.
En mi colaboración anterior, referida a las izquierdas,
expliqué cómo a causa de la Revolución Rusa la izquierda marxista se dividió en
dos grandes tendencias: la socialista democrática o socialdemócrata y la
comunista.
El régimen revolucionario de Rusia, convertida en Unión
Soviética, se convirtió en un poderoso centro de irradiación ideológica que
ilusionó a muchos miles de militantes de izquierda en el mundo. El entusiasmo
que despertó el régimen bolchevique, autodefinido como un Estado proletario,
entre muchos intelectuales y obreros del mundo, se explica por el deseo de
hacer realidad la utopía marxista, y también por el aislamiento de la Rusia
soviética, que dificultaba ver lo que realmente sucedía en ese imperio
multinacional heredado del zarismo. Los bolcheviques encabezados por Lenin
querían transformar radicalmente la sociedad: suprimir la explotación
capitalista, edificar una economía en manos de los trabajadores y, con el
tiempo, abolir las diferencias de clase. Querían, ni más ni menos, superar “el
reino de la necesidad” e implantar “el reino de la libertad”, según una fórmula
consagrada de Marx.
Pero “construir el socialismo” les resultó a los
comunistas rusos mucho más difícil que lo que habían imaginado. De hecho, los
textos de Marx hablan de destruir el capitalismo, pero dicen muy poco de cómo
organizar a la nueva sociedad. Una de las pocas ideas marxistas para el
proyecto poscapitalista, que Lenin aprendió y aplicó muy bien, fue el de la
dictadura del proletariado. Así que apenas se hicieron del poder en noviembre
de 1917, los bolcheviques emprendieron frenéticamente la hazaña de destruir
todo el orden político, económico, social y cultural anterior (no sólo el
zarista, sino también el de la efímera república democrática que había nacido
en marzo del mismo año): expropiaron latifundios para repartir tierras a los
campesinos, nacionalizaron los ferrocarriles, confiscaron todas las industrias,
estatizaron el comercio exterior, suprimieron la libertad de prensa,
disolvieron la Asamblea Constituyente a sólo un día de haberse integrado,
prohibieron a los demás partidos, combatieron el hambre con la confiscación de
los productos del campo y con el racionamiento.
Pero el esfuerzo de destrucción del viejo orden era mucho
más eficaz que los intentos de reemplazarlo por un orden nuevo. En unos cuantos
meses, el hambre se había extendido por toda Rusia como nunca en toda su
historia, la industria estaba paralizada, el comercio languidecía, los
campesinos se resistían al despojo de sus cosechas; el orden se sostenía a fuerza
de represión generalizada: detenciones por millares, fusilamientos sin juicio y
deportaciones masivas a campos de concentración. El régimen del zar parecía muy
tolerante al compararlo con el terror bolchevique. Era un cambio de régimen,
sin duda, porque el viejo era destruido rápidamente, pero el nuevo se parecía
más al caos, la violencia y la miseria que a la utopía prometida.
El “comunismo de guerra”, como se le conoció al primer
periodo de la dictadura bolchevique, duró sólo tres años, pero paralizó la
industria, empobreció al campo y causó millones de muertes. Le siguió un breve
respiro de liberalización económica que permitió la recuperación parcial del
comercio y la agricultura, y se reanudó la industrialización. Pero pasarían 25
años antes que Rusia recobrase el nivel de producción que tenía en 1914. Lo que
nunca recobró fue la breve experiencia de libertad y democracia de marzo a
octubre de 1917. Antes bien, se asentó una dictadura totalitaria que nada
envidiaba al fascismo. Como suele suceder con los experimentos revolucionarios,
fue mucho más fácil destruir que construir.