La democracia misma está bajo fuego y no habría que descartar su caída si los demócratas no defienden decididamente sus valores y sus instituciones.
El valor de la igualdad ha sido la idea central y común
de las corrientes ideológicas identificadas como de izquierda, sin embargo,
entre ellas hay diferencias en algunos principios, objetivos y métodos, de ahí
que sea más exacto hablar de “izquierdas”, en plural, que de una sola
izquierda. Durante el siglo XIX, el ideal igualitario de las izquierdas las
acercó al liberalismo por el principio de igualdad ante la ley; más tarde, las
izquierdas se unieron a la democracia por el reclamo de derechos políticos para
todos y de acceso a servicios sociales básicos, pero lo que se afianzó como
seña de identidad propia fue la búsqueda de igualdad social y económica, o sea
el socialismo. Pero aun dentro de las corrientes socialistas hay mucha
variedad. En el siglo XIX florecieron diversas escuelas como el cooperativismo
de Owen y Lassalle, la propuesta de falansterios de Fourier, el sindicalismo,
el anarquismo, el marxismo, el laborismo inglés, entre otros.
En los albores del siglo XX, el marxismo ya era la
escuela socialista más exitosa doctrinal y políticamente en toda Europa,
encarnada en grandes y medianos partidos socialdemócratas. A medida que se
fortalecieron y conquistaron reformas sociales y espacios democráticos de
representación en los parlamentos, los partidos socialdemócratas fueron
relegando la idea de revolución a un futuro remoto, y se concentraron más bien
en reformas que habrían de mejorar notablemente las condiciones de vida de los
trabajadores.
Pero la Primera Guerra Mundial y dentro de ella la
Revolución Bolchevique en Rusia provocó una crisis y fractura irreparable en
las filas socialistas. Deslumbrado por su propio triunfo, Lenin convocó a los
socialistas del mundo a abandonar sus partidos reformistas y formar unos
nuevos, revolucionarios, que se denominarían en adelante comunistas. Así la
izquierda marxista se dividió entre comunistas, por un lado, y socialistas
democráticos, por el otro. Los comunistas se alinearon con la Unión Soviética y
sus métodos dictatoriales; apoyaban incondicionalmente al líder soviético del
momento (Lenin, Stalin o sus herederos) y se preparaban para el gran día de la
Revolución. Los socialdemócratas, en cambio, aceptaron la economía de mercado,
ampliaron las libertades y la democracia, ganaron elecciones, dirigieron
gobiernos, reformaron el capitalismo y crearon el llamado Estado de bienestar.
Los frutos de uno y otro modelo de socialismo están a la
vista de todo el mundo. Entre 1989 y 1991, todos los regímenes comunistas de
Europa se desmoronaron como castillos de arena sin que casi nadie los llorase.
En cambio, la socialdemocracia europea (y también la de otros continentes) ha
sido un factor decisivo del crecimiento económico capitalista con un amplio
sistema de bienestar social. Alemania, Suecia, Dinamarca, Francia, Gran Bretaña
y otros países tienen todavía el sello del Estado de bienestar, aun cuando
muchos sean gobernados hoy por partidos de centro-derecha.
Es cierto que, en los últimos años, la socialdemocracia y
otras formaciones políticas liberales y democráticas están amenazadas por el
ascenso de líderes populistas, ultranacionalistas y autoritarios. La democracia
misma está bajo fuego y no habría que descartar su caída si los demócratas no
defienden decididamente sus valores y sus instituciones. Sobre todo, no
deberían olvidar la amarga experiencia de la izquierda comunista, que con
métodos autoritarios pretendió una transformación social radical y acelerada,
pero a fin de cuentas destruyó mucho, construyó poco y terminó hundiéndose ella
misma.