¿Cómo se puede reconocer a simple vista si una persona es rica o pobre? En México, el color de piel es un atajo efectivo para ubicar a las personas en la jerarquía social: las personas indígenas (con tonos de piel oscuros) tienen cuatro veces más probabilidad de vivir en pobreza [Esquivel 2015], y una probabilidad casi seis veces menor de alcanzar la educación superior [Solís, Lorenzo y Güémez, en prensa] que las personas no-indígenas (de pieles claras). Al mismo tiempo, más del 60% de las personas blancas se encuentran en el quintil más rico del país.
Estas observaciones acerca de oportunidades y resultados
socioeconómicos diferenciados según el color de piel de las personas van en
contra del mito fundador de México como país de mestizaje, sin “razas” y sin
racismo. Aunque existen pocas narrativas sociales en México tan persistentes
como aquella del mestizaje —que el país es resultado exclusivo de la mezcla
(biológica o cultural) de nobles indígenas con poderosos españoles, culminando
en una ‘raza de bronce’ generalizada— la realidad es que la pobreza tiene
rostro moreno, mientras que la élite sigue viéndose blanca.
Para entender mejor el rol que juega el color de piel
como marcador social resulta revelador analizar las percepciones de apariencia
y jerarquía social entre las élites. Sus “estrategias de reproducción y de
distinción de clase y cultura, cuerpo y color” [Alicia Castellanos Guerrero en
Iturriaga] no sólo funcionan como restricción para el acceso a los estratos
altos de la sociedad, sino también perpetúan un racismo subyacente, ya que para
gran parte de la sociedad las preferencias simbólicas de las élites representan
una referencia legitimadora. Aunque existen discriminados y discriminadores a
todos los niveles socioeconómicos (y muchas veces en una misma persona), en un
contexto de extrema desigualdad de recursos y oportunidades como México,
explorar la perspectiva que mantienen los económicamente privilegiados frente
al racismo nos ayuda a esclarecer la dimensión generalizada, y subestimada, del
problema.1
Irónicamente, la premisa del mestizaje (que surge como
proyecto anti-colonial) como estrategia de unificación nacional, como una
promesa, en última instancia, de igualdad social, cultural y racial, juega un
rol importante en los patrones de acumulación de privilegios. Como toda buena
narrativa social, aparte de satisfacer algunos de nuestros deseos innatos, el
discurso del mestizaje delinea reglas de pensamiento y acción que allanan la
navegación en un mundo complejo. En la búsqueda de guías acerca de cómo vivir
volteamos hacia estas reglas, y encontramos un camino coherente a seguir. El
problema es que estas narrativas llanas son engañosas y se transforman en
trampas narrativas que mistifican una realidad mucho más enrevesada. Porque,
como tal, el mestizaje no es un concepto ni igualitario ni anti-racista. Aunque
nominalmente (casi) todos serán “iguales” (mestizos), en efecto no lo son,
porque la idea del mestizaje trae consigo una posibilidad de cambio a nivel
colectivo e individual: al elegir oportunamente los “ingredientes” principales
(los padres), con el tiempo se puede “mejorar la raza”. Esto implica una promesa
de ascenso social a través del “blanqueo”. En vez de eliminar la jerarquía
social, el mestizaje proporciona una justificación conveniente a una condición
estructuralmente desigual, dañina para todos:2 una ilusión de movilidad social
racial dentro de un sistema altamente estratificado. Parafraseando el resultado
de otro proyecto igualador y supuestamente emancipador donde algunos resultan
más iguales que otros: entre una nación de mestizos, algunos terminan siendo
más mestizos que otros.
El supuesto del mestizaje de crear una sociedad sin
racismo es, por tanto, falso.3 ¿Pero cómo se traduce la dimensión étnico-racial
en desigualdad socioeconómica? Hablando de racismo, primero hay que enfatizar
que no hay justificación científica para la existencia de “razas humanas” como
realidad biológica o como grupos que se distinguen entre sí por sus atributos
genéticos.4 Al contrario, se trata de construcciones históricas y sociales, que
se basan en la creencia errónea de que existen diferencias genéticas o
biológicas, que no sólo se expresan en ciertas características físicas (reales
o imaginadas), sino que también se traducen en jerarquías supuestamente
‘naturales’ entre grupos y personas [Iturriaga, 2018]. Es en este proceso de
“racialización” que los rasgos físicos adquieren relevancia como criterios de
discriminación y exclusión social, volviéndolos factores determinantes de las
desigualdades sociales [Solís, Lorenzo y Güémez]. Es decir, las características
personales, como el tono de piel, se convierten en predictores de destinos
socioeconómicos.
Al igual que otros sistemas de estratificación social, el
racismo está gobernado por relaciones de poder y privilegio, que establecen su
legitimidad para distribuir recursos con el pretexto de que las diferencias
humanas existen. Se expresa como una serie de prácticas diversas, estructurales
y sistemáticas de explotación e injusticia que se activan en respuesta a los
valores que se adscriben a características físicas racionalizadas que
subordinan unos a otros. Por ejemplo, la repetición constante de estereotipos
racializados populares como aquel de los bebés “morenitos pero bonitos” ancla
los discursos racistas en el subconsciente desde temprana edad, y transforma en
aspiración social colectiva encontrar estrategias para “mejorar la raza”. Otra
práctica poderosa es la reproducción mediática de una imagen “güera” de los
exitosos y deseables [Iturriaga, 2018], tanto por los discriminados como por
los discriminadores. Creencias “históricas” que intuitivamente sobreponen las
dimensiones raciales y sociales al estilo de que “a las criadas hay que
tratarlas mal porque si las tratas bien se vuelven igualadas” [Barabas, 1979],
se internalizan y normalizan al reproducirlos en el tiempo.
Entonces, tanto el éxito tremendo del mestizaje como
narrativa social, como su fracaso en términos de nivelación real alcanzada, se
tienen que entender a partir de la contradicción inherente del concepto de
proporcionar al mismo tiempo una promesa de igualdad, otra de movilidad social,
y los obstáculos intrínsecos para cumplir ambas. Estos obstáculos son difíciles
de superar porque “como hemos construido la sociedad en México, todos trabajan
para que no suceda eso” (#19). Desde la perspectiva del privilegio, hay dos
limitantes poderosas. Por un lado, superarlos iría en contra del interés propio
de conservar los privilegios, por lo que el sentido común dicta un “gusto” por
una interacción limitada:
“En México, los ricos y los pobres son completamente
separados. No es sólo un tema de dinero. Es un tema cultural, racial, social:
yo no soy así, pero a la mayoría de la gente que está en un estrato social
alto, no le gusta llevarse con gente que considere como indígena o india” (#1).
Por otro lado, la compartimentalización espacial de la
sociedad misma inhibe la interacción con grupos diferentes, fortaleciendo estos
estereotipos que racializan la pobreza y, por extensión, también a la riqueza:
“Siempre pensarías que alguien que tiene rasgos
caucásicos está en universos económicos medio-alto o alto. Es lo normal en
México. Yo creo que es algo que viene a nivel sociológico desde la colonia de
México” (#4).5
Las asociaciones entre estatus socioeconómico y rasgos
racializados les parecen tan obvias y naturales a mis participantes que
escasamente las consideran como algo en lo que valga la pena elaborar. Aunque
aclaran que, como sociedad, “todavía no hemos querido reconocer hasta qué punto
seguimos siendo racistas y seguimos teniendo prejuicios y discriminaciones”
(#19), no necesariamente ven la blancura del privilegio como un mecanismo de
exclusión potente. La sutileza de tales prejuicios y discriminaciones se visibiliza,
además, en la observación de que el disgusto es hacia personas consideradas
indígenas; es decir, que existen criterios para juzgar quién pertenece a cada
grupo y quién no. En conjunto, estos criterios permiten crear un catálogo para
la clasificación social de insiders y outsiders, “obvio” y “fácil de
reconocer”, y reconocido por los respectivos grupos (#20).
En consecuencia, México no es una sociedad daltónica, ya
que es altamente probable que una persona rica sea blanca. De mis
participantes, sólo dos se auto-identificaron como “morenos”, comparado con más
de 80% de la población a nivel nacional [Peralta, 2017]. Aunque mi metodología
no pretendió llegar a una muestra representativa de “la élite” a nivel
nacional, otros autores confirman la superposición de dinero y rasgos
racializados [Nutini, 1995; Iturriaga, 2018; Solís, Lorenzo y Güémez, en
prensa]. A esta mezcla se suman aspectos culturales,6 identificados como los
“paradigmas y filtros” que “uno tiene como adulto” para respetar ciertas convenciones
a las que hay que atinarle para ser parte de ciertos estratos socioeconómicos,
como explica este empresario:
“Tengo un amigo que es de una clase muy humilde. ¿Pero
qué pasa si lo quiero invitar a un restaurante con mis amigos? (Yo: ¿Qué pasa?)
No debería pasar nada, excepto que si yo tengo la preocupación de que cómo me
van a juzgar mis amigos, los demás clientes del restaurante, los mismos del
restaurante —y eso me genera miedo, voy a tender a no invitarlo… (¿Cómo se dan
cuenta los demás?) No sé, porque es un restaurante que tienes que ir de saco, y
esa persona no tiene un saco… Los distintos grupos socioeconómicos hablan
diferente, se ven diferente” (#19).
La apariencia y el habla son temas recurrentes. Muchas
veces son indicadores suficientes para establecer la posición del individuo en
la jerarquía social, aseguran los participantes. Pero también hay
características más indirectas, como fluidez en referencias culturales “típicas
de nuestro estrato” (eso es, “aquellos contextos de clase alta”), como son
“leer Shakespeare” (#15), que ayudan a constituir barreras a la membresía de
élite fácilmente reconocibles, envueltas por este director en la preocupación
por cómo se sentirá el otro si no “encaja”:
“Yo tenía un
maestro que vivía en una colonia del centro de la Ciudad de México. ¡Me caía
muy bien! Pero nunca tuvimos más relación, porque si yo le hubiera invitado a
una fiesta con mis amigos él no se hubiera sentido cómodo (¿Por qué?) Cuando
alguien llegaba y le preguntaba algo, él se incomodaba. Porque a lo mejor no
había vivido eso, porque a lo mejor él era más tímido… Se manejan diferentes
códigos en diferentes estratos” (#1).
Combinándolos, estos “códigos” agrandan la distancia
entre los que hablan, se visten y se ven “apropiados”, y aquellos que no. Los
resultantes patrones culturales y segregaciones sociales se consolidan a través
de hábitos de assortative mating, que “blanquean” a una élite que se queda
entre sus pares: “las familias se casan con mismos niveles de escolaridad,
mismos niveles culturales, y hasta mismos niveles socioeconómicos, de la pareja
y de los padres. Entonces reafirman esos niveles, esa estratificación” (#31).
Por un lado, se usa la discriminación como herramienta para identificar a
quién, dónde y cómo excluir, siguiendo criterios de un racismo estructural. Por
el otro lado, la segregación restringe con quién, dónde y cómo interactuar,
utilizando mecanismos de clasismo y normas culturales. Gracias al refuerzo
mutuo de estos controles de acceso, se elevan las barreras entre los grupos,
consolidando la identificación del individuo con sus pares socioeconómicos y
“culturales”.
Los participantes sienten que el trato “especial” va en
ambas direcciones. Podemos considerar las historias muy distintas de dos
participantes explicando las consecuencias de su apariencia. A la pregunta que
si usa el transporte público un director en el sector público responde:
“Por mi facha no
es tan fácil; mi facha no me ayuda mucho. El otro día le pregunté a la policía
de mi oficina “Oye, ¿dónde puedo comprar una Coca Cola?” Y me dice “No, mejor
no salga”. ¡Aquí mismo! Y yo, “¿De plano?” y me dice “Mejor no”. Pues por la
zona, es una zona difícil, una zona dura, y ven un tipo así como yo, y dicen,
¡seguro es multimillonario! Por “güerito”, digamos” (#9).
Uno de los pocos participantes que no cumple con los
rasgos estereotípicos cuenta su historia personal, confirmando las
preconcepciones, pero también señalando que, en su experiencia, la posición
social supera hasta los prejuicios racistas tan internalizados:
“Yo soy muy
negrito. Tampoco excesivo, pero sí soy muy moreno. En mi adolescencia había
ambientes donde, pues, había cierta segregación. No sé si se eso cambió, o
empezó a influir más la posición [económica]. No es lo mismo hacerle el feo a
un morenito como yo que llega caminando, o al que llega al súper restaurante en
cochezote y trae a cuatro personas al lado, ¿no? De adolescente, si iba a una
disco, pasaban todos mis amigos que son así como tú [“güeros”] y a mí: “No,
pues éste no pasa”. Ya ahorita si llego a cualquier lugar es lo contrario,
hasta me dicen: “Tú, ven”. Yo creo que ahora es más fuerte el clasismo que el
racismo en México” (#20).
Por lo pronto, quedará pendiente un juicio concluyente
sobre la prevalencia de un tipo de discriminación por encima del otro,
considerando la íntima relación entre los prejuicios racistas y clasistas. Sin
embargo, quizá es más interesante identificar la aparente existencia de un
efecto multiplicador entre las dimensiones, que decidir cuál es el peor entre
dos males. Ambos relatos ofrecen un vistazo a la configuración de contextos
sociales “homogéneos” en entornos de nivel socioeconómico muy alto, donde el
trato se adapta al lugar y a las características de la persona: “Tendemos a ser
muy racistas con el tema del color de la piel. Tengo amigos que son muy
morenos, y me ha tocado ver cómo son tratados distinto en ciertos lugares
porque son morenos” (#19).
Como tener amigos y contactos de orígenes diversos reduce
los sesgos en las percepciones, la homogeneización de los espacios es
problemática porque informa los juicios y las preferencias de los individuos y
sus grupos de referencia [Dawtry et al 2015]. Al igual que las narrativas
sociales, los grupos de referencia son heurísticas (atajos mentales para hacer
sentido de algo) tremendamente útiles para organizar nuestros juicios acerca
del mundo. Sin embargo, los sesgos de disponibilidad (la tendencia de
generalizar con base en información cercana) se vuelven problemáticos cuando la
información accesible por cercanía difiere significativamente de otra
información y, de forma relacionada, cuando corre a lo largo de líneas de
diferencia (Khan 2015); es decir, de una forma simplificada, cuando cada grupo
es su propio mundo. Esto pasa bajo condiciones de segregación, donde se
disminuye la superposición de los respectivos “mundos”, resultando en patrones
predictivos de la pertenencia de “clase” basándose en rasgos “racializados”.
Así, finalmente, la desigualdad alimenta los prejuicios racistas. Un participante
expone esa amalgama de discriminaciones estructurales al mencionar, de forma
casual —porque le parece obvio—, que “alguien que baja de la Sierra Tarahumara
no podría llegar a ser presidente de Televisa” (#4).
Las respectivas oportunidades de una persona indígena
pobre de las montañas norteñas y el CEO de Televisa, uno de los individuos más
ricos del país, difieren desde el principio. Viven en mundos distintos,
gobernados literalmente por leyes distintas ya que “cuando tienes una posición
económica fuerte, puedes comprar justicia” (#13A). A pesar de una narrativa
social predominante que promete igualar oportunidades y resultados, las
diferencias empiezan incluso antes de que nazcan las personas: el hogar de
origen es decisivo para los destinos económicos alcanzables, tanto en relación
con los orígenes socioeconómicos como étnico-raciales. Por todo lo atractivo y
la conveniencia que pueda implicar el mito del mestizaje, urge desbancarlo
porque mantiene un sistema colectivamente nocivo: nos separa y divide como
individuos y grupos; nos confunde acerca de quiénes somos; limita las
posibilidades de movilidad social. El problema del racismo en México persiste
porque las diferencias racializadas son tan profundamente normalizadas en todos
los niveles de la sociedad que deslumbra el daño que hace a todos. En vez de
cultivar el privilegio de ser blanco, hace falta crear espacios para convivir,
conocernos, y fomentar la tolerancia. Sólo así se podrá lograr una sociedad
menos desigual, y más justa.
https://economia.nexos.com.mx/?p=2153
***Alice Krozer, Doctora en Estudios de Desarrollo por la
Universidad de Cambridge. Actualmente es investigadora postdoctoral en El
Colegio de México.
***Referencias
Esquivel, G. Desigualdad Extrema en México: Concentración del Poder Económico y Político. Oxfam México, 2015.
Solís, P., Lorenzo Holm, V. y Güémez, B. Por mi raza hablará la desigualdad. Oxfam México. En prensa.
Castellanos Guerrero, A. (2018). Prólogo. pp. 15-25, en Iturriaga, E. (2018) Las élites de la ciudad blanca. Discursos racistas sobre la otredad. Mérida: UNAM, 2018.
Iturriaga, E. Las élites de la ciudad blanca. Discursos racistas sobre la otredad. Mérida: UNAM, 2018.
Barajas, A. Colonialismo y racismo en Yucatán. Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, núm. 97, 1979, pp. 105-139.
Peralta, L. (2017). ‘El INEGI reveló nuestra pigmentocracia’. Huffpost Mexico, 19 Jun 2017.
Nutini, H. G. The wages of conquest : the Mexican aristocracy in the context of Western aristocracies. 1995.
Lomnitz, L. A. D. y Pérez Lizaur, M.. Una familia de la élite mexicana, 1820-1980: parentesco, clase y cultura. México: Alianza Editorial Mexicana, 1993.
Dawtry, R. J., Sutton, R.M. and Sibley, C. G. “Why Wealthier People
Think People Are Wealthier, and Why It Matters: From Social Sampling to
Attitudes to Redistribution”. Psychological Science. Julio 2017, pp.1 –12.
Khan, S. “The Counter-Cyclical Character of the Elite”. En Glenn Morgan, Paul Hirsch, Sigrid
Quack (ed.) Elites on Trial (Research in the Sociology of Organizations, Volume 43). Emerald
Group Publishing Limited, 2015, pp.81-103.
1
Para este análisis, me basaré en mi reciente estudio de la élite
mexicana y su relación con la desigualdad, que forma parte de mi tesis
doctoral Inequality in Perspective: Rethinking Inequality Measurement, Minimum Wages and Elites in Mexico (University of Cambridge, 2018). Para mantener el anonimato de los participantes al citarlos, se le asignó un número a cada entrevistado.
2
Castellanos Guerrero (2018) alude al “desgaste de energía que
representa el racismo para ambas partes de la relación, esto es, para
los sujetos que racializan y los que son racializados” por la constante
atención que requiere cumplir con las expectativas y el costo de la
desconfianza hacia el otro en toda la sociedad.
3
También es un discurso falso, e hipócrita, entre otras razones más,
porque ignora a las comunidades afrodescendientes; explícitamente
excluye a los chinos; junta a pueblos indígenas muy diversos en un
bloque homogéneo de “indios”; y los pone en oposición a “los españoles”
como sinónimo de “blancos”, temas importantes que no serán tratados
aquí.
4 Como explica Mónica Moreno,
“la idea de raza es sólo eso, una idea”, ya que biológicamente la
“raza” cuenta por sólo 0.012% de diferencia en nuestro material
genético. Es decir, como seres humanos nuestros cuerpos, mentes,
etcétera, comparten más de 99%.
5
Adler and Perez (1987) observan que, en México, los españoles
frecuentemente se describían como güeros y de ojos azules. La mayoría de
los europeos sin duda los describirían como predominantemente morenos.
6
La extensa literatura del neo-racismo, o racismo simbólico, argumenta
que una versión menos cruda pero extendida del racismo contemporáneo es
aquel que pretende justificar diferencias esenciales/ fundamentales
entre humanos basados en las culturas.