El Kremlin impone el silencio sobre los incidentes nucleares y militares, como el ocurrido en una base del norte del país el pasado 8 de agosto.
Primero fueron dos muertos, luego cinco. Al principio se
afirmó que los niveles de radiactividad eran normales, luego se ordenó una
evacuación a la que al final se dio marcha atrás. La información contradictoria
y a cuentagotas ha rodeado la misteriosa explosión el 8 de agosto en una remota
base militar del norte de Rusia, junto al mar Blanco. Días después de la
deflagración, Moscú acabó reconociendo que el accidente estuvo vinculado con
pruebas de “nuevas armas”. Para entonces, la población que vive en la zona de
la base militar, en Nionoksa, se apresuraba a comprar pastillas de yodo, que se
usan para limitar los efectos de una exposición a la radiación. El caso ilustra
el secretismo en el que el Gobierno ruso envuelve los incidentes relacionados
con sus instalaciones nucleares y de armamento.
¿Qué prueba estaban realizando los rusos? Aún no se sabe
con certeza, como tampoco el peligro real para la población, especialmente la
de Nionoksa. El Ministerio de Defensa del país informó de que la explosión
causó dos muertos y seis heridos, y aseguró que no había contaminación
radiactiva y que el nivel de radiación estaba “dentro de lo normal”.
Sin embargo, en la cercana Severodvinsk (185.000
habitantes), Ksenia Yúdina, portavoz del Ayuntamiento, precisaba que sí se
había registrado un pequeño aumento, aunque más tarde se informó de que solo
había durado unos 40 minutos. Aun así, las autoridades cerraron temporalmente
la navegación en una parte de la bahía de Dvina, en el mar Blanco, y algunos
medios rusos informaron de que la detonación había sido causada por la mala
manipulación de algún tipo de arma.
Cuatro días después del accidente, la agencia atómica
rusa (Rosatom) reconoció que el incidente estaba relacionado con pruebas
armamentísticas. Lo hizo durante las exequias de las víctimas, calificadas de
“héroes nacionales” y que al final resultaron ser cinco científicos. Tuvieron
lugar en Sarov (95.000 habitantes), una ciudad cerrada a los extranjeros y uno
de los centros de investigación nuclear más importantes del país. Rosatom
aseguró que el accidente ocurrió cuando se llevaban a cabo pruebas con “fuentes
de isótopos” de un sistema de propulsión líquido, pero no aclaró más. Los
científicos del Centro Federal Nuclear declararon, sin embargo, que lo que se
probaba era un reactor nuclear pequeño que forma parte del sistema propulsor de
un “equipo militar”.
Esto llevó a concluir a la mayoría de especialistas que
las pruebas eran las de un tipo de misil de crucero ultramoderno del que había
informado orgullosamente el presidente, Vladímir Putin, durante el discurso del
estado de la nación en 2018. El llamado Skyfall por la OTAN y Burevéstnik por
los rusos tiene un pequeño reactor nuclear en su sistema propulsor que le
permite volar a alturas relativamente bajas; además, puede maniobrar en pleno
vuelo, lo que lo hace imperceptible para los sistemas de defensa antiaérea.
El experto militar independiente Alexander Goltz comenta
que “es lógico suponer que lo que explotó el 8 de agosto fue un Burevéstnik”,
ya que el polígono donde ocurrió “está destinado a pruebas de misiles” y “es
poco probable que el Ministerio de Defensa trabaje simultáneamente en
diferentes tipos de misiles que usan equipos energéticos nucleares”.
El pasado martes, las autoridades reconocieron que los
niveles de radiación sí se mantenían por encima de los niveles habituales. En
Severodvinsk, la radiación gamma oscilaba entre 4 y 16 veces la tasa normal,
aunque son niveles lejanos a los considerados letales. En Nionoksa, el
epicentro del suceso, se anunció una evacuación, y luego se matizó que era una
simple recomendación.
Desde los tiempos de la Unión Soviética, Moscú ha
convertido en una tradición ocultar información cuando se trata de sucesos
graves, aunque en algunos casos puedan tener consecuencias serias para la
población. El caso más conocido es la catástrofe de la explosión del tercer
reactor nuclear de la central de Chernóbil (actual Ucrania) en 1986. El Kremlin
trató de ocultar por todos los medios la envergadura de lo ocurrido y las
consecuencias que tuvo para las poblaciones cercanas, tratando de minimizar el
grado de contaminación incluso cuando alcanzaba cotas letales. Para los
expertos, la explosión en Nionoksa parece diminuta en comparación.
Falta de información
El Gobierno trató de ocultar inicialmente la tragedia del
submarino nuclear Kursk en 2000 —118 muertos—, y declaró secreta la
investigación del fuego en el sumergible Losharik, también de propulsión
atómica, en julio pasado, que dejó 14 muertos.
La desconfianza hacia esa estrategia de silencio no es
solo del exterior. Tras la explosión de Nionoksa, los ciudadanos reaccionaron
como les dicta la experiencia: no creyeron la información tranquilizadora y
corrieron a comprar yodo.
La ecologista Svetlana Babenko, que vive en la zona del
suceso, afirma por teléfono que la situación ahora es “normal”, que “no hay
preocupación”. Alexandr Yufrakov, del Laboratorio de Ecología de la Academia de
Ciencias, sostiene que en Severodvinsk y Arjánguelsk, donde reside, ya no hay
temor, pero “sí un gran malestar por la falta de información”. Y Alina,
estudiante también de Arjánguelsk, comenta: “No tenemos la sensación de estar
sentados sobre un polvorín”.
No todos lo tienen tan claro. “Desconocemos qué cantidad
de sustancias radiactivas cayeron al medio ambiente”, dice el analista militar
Pável Felgengauer. Tampoco se sabe “de qué isótopos se trata, ya que las
autoridades no dan esta información”. De tratarse de uranio-232 y de una
contaminación de aguas costeras, podría afectar a la cadena alimenticia y “las
consecuencias se harían sentir durante muchos años”.
https://elpais.com/internacional/2019/08/17/actualidad/1566065979_126857.html