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25/08/2019 | Argentina - Opinión: Producir lo inesperado

Santiago González

El presidente Macri tiene una última oportunidad para incidir en el rumbo aparentemente inexorable de las cosas. El enojo de los votantes con el gobierno nace principalmente de dos vertientes: una, la principal, es económica; la otra es política.

 

Las primeras encuestas realizadas tras las PASO anticipan para las elecciones de octubre una polarización todavía mayor en perjuicio del oficialismo, que quedaría rezagado hasta 20 puntos respecto de su rival. Esto significa que en diciembre Mauricio Macri se vuelve a su casa, pese a las fantasías de algunos fervientes cambiemitas que todavía creen posible alterar el rumbo del viento. Por supuesto, ni en la política, ni en la vida que la envuelve, las cosas están escritas en piedra, pero parece muy difícil que el escenario cambie. A menos que suceda lo inesperado, o que se produzca lo inesperado.

Lo inesperado puede simplemente suceder, conducido por la mano indiferente del azar, o puede producirse, detonado por la mano atenta de la acción humana. Fue inesperada la decisión de Cristina de relegarse voluntariamente a un lugar secundario, fue inesperada la decisión de Macri de convocar a Miguel Piccheto para que lo acompañara en la fórmula. Pero ambas decisiones produjeron deliberadamente lo inesperado, alteraron la escena política, y confluyeron en inesperada sinergia para alumbrar el resultado de agosto.

En diciembre Macri volverá a su casa, y eso hoy por hoy parece como dijimos inevitable. Pero hay maneras y maneras de volver a casa. El presidente puede retirarse derrotado, agobiado tras la comprobación definitiva de que no es una figura querida, acompañado por el recuerdo de sus traspiés más bochornosos, que lo seguirán como la sombra tal como le ocurrió a Fernando de la Rúa. O puede hacerlo erguido, respetado, e incluso con poder como para ejercer influencia e intentar si es su deseo, lo que no creo, un regreso en el 2023. Para eso debe producir lo inesperado.

INTRIGANTE RAREZA

El escenario planteado por los estrategas gubernamentales para las primarias de agosto proponía polarizar la elección contra una sola fuerza, el kirchnerismo, convencidos de que la única preocupación de un pueblo en caída libre hacia la pobreza era la Cámpora, la corrupción o el cepo cambiario. Una intrigante rareza: la futura presidencia habría de dirimirse entre las dos figuras políticas con más alto rechazo entre la población. Cristina Kirchner supo entonces replegarse a un segundo lugar; Macri fue incapaz de hacer lo propio cuando sus consejeros más avisados y menos escuchados le sugirieron ceder la candidatura a la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal, por entonces la dirigente de cualquier signo con mejor imagen en todas las encuestas.

Tampoco escuchó Macri la sugerencia de separar la elección bonaerense de la elección nacional, cosa que –al permitirle centrar la campaña en las cuestiones provinciales y librarla del peso muerto de la mala gestión del gobierno nacional– habría colocado a Vidal en condiciones mucho más competitivas para reclamar un nuevo mandato, y habría permitido que el presidente llegara a las primarias nacionales con al menos un triunfo significativo en la mochila. Así fue como la cúpula gobernante sacrificó inútilmente en la provincia de Buenos Aires el único capital político que Cambiemos lograra sumar desde su llegada a la Casa Rosada en 2015: el de la capital federal lo tenía desde antes, y el de Córdoba y otras provincias era en gran parte prestado, como se vio en las primarias.

El enojo de los votantes con el gobierno nace principalmente de dos vertientes: una, la principal, es económica y tiene que ver con la parálisis económica, la pérdida de empleos, la inflación y el empobrecimiento general, y la otra es política, y está relacionada con su incapacidad de diálogo, sus deserciones culturales, su falta de arraigo e impronta nacional, su abandono irreflexivo a la marea relativista que azota a Occidente, traducida en cuestiones como el aborto, las ideologías de género y de derechos humanos, la banalidad, y la destrucción sistemática de los soportes identitarios.

Aunque es legítimamente posible atribuir la mayoría de los problemas económicos a las torpezas del ex ministro de hacienda Nicolás Dujovne y de los problemas políticos al mesianismo del jefe de gabinete Marcos Peña, la responsabilidad de la derrota electoral cae sobre la cabeza del presidente, que se resistió a desembarazarse de uno y otro pese a los consejos de sus allegados más prudentes. Probablemente la plana mayor de Cambiemos y el votante de Cambiemos ya se han dado cuenta a esta altura que su problema se llama Mauricio Macri, y si alguno tenía alguna duda el mensaje que dirigió al país en compañía de Piccheto al día siguiente del comicio ayudó a disiparla. Allí se lo escuchó a Macri hablar sin filtro: fuera de sí por el revés sufrido, incapaz de asumir responsabilidad alguna, acusando a los votantes y despreciando a sus rivales políticos.

“El presidente está en control”, auxilió esa tarde un Piccheto despavorido. En posteriores apariciones, y ya obediente a sus entrenadores, Macri se mostró sereno, pidió disculpas, dijo que todo se había debido a la falta de sueño, y siguió en las mismas, ordenando una serie de medidas paliativas para contener los efectos de la nueva crisis por lo menos hasta octubre, cuando imagina que podrá aumentar el respaldo electoral y evitar un triunfo en primera vuelta de Fernández y Fernández. Desde todos los medios más identificados con el oficialismo se le advierte día tras día que eso no es posible.

A menos, claro, que ocurra lo inesperado, que se produzca lo inesperado. Y Macri tiene la oportunidad de producir lo inesperado; por ejemplo, de hacer lo que no hizo meses atrás: apartarse de la contienda y dejar ese lugar a la gobernadora. Tiene en este momento el argumento perfecto para hacerlo con dignidad: concentrarse en sus responsabilidades presidenciales en un momento de crisis, y ceder la candidatura a quien, dentro del espacio de Cambiemos, probablemente esté en mejores condiciones de sostenerla. Nadie puede asegurar que una movida semejante cambie el rumbo de las cosas, que peor no puede ser, pero una virtud de los sucesos inesperados es producir efectos inesperados. Y si no, pregúntenle a Cristina.

ESQUIZOFRENIA

Al fin y al cabo: ¿a quién tendría Vidal enfrente? Un candidato que se muestra en una permanente esquizofrenia: por momentos arrebatado por los pujos tercermundistas del kirchnerismo, por momentos celoso defensor de los usos y costumbres de la economía de mercado; por momentos suelto e independiente, por momentos impulsado a informar a su compañera de fórmula sobre tal o cual conversación; demasiadas veces en apenas dos semanas con escaso control sobre sus gestos y sus palabras, proclive a la reacción intempestiva y a un irse de boca que más de una vez obligó a sus colaboradores a explicar apresuradamente a propios y extraños que en realidad no había querido decir lo que dijo.

Una campaña inteligente (quiero decir sin influencia alguna de Peña o Durán Barba, Carrió o Piccheto) podría explotar esas debilidades del rival. Pero para eso tiene que ofrecer un candidato libre, creíble, capaz de generar expectativas, de exhibir autoridad. Vidal tiene esas cualidades en la proporción aconsejable para no asustar por exceso ni por defecto, y podría medirse en un debate de manera mucho más airosa que el presidente. El gobierno ya no puede apelar a la campaña del miedo porque se le vuelve en contra y le desbarata la economía. ¿De qué hablaría entonces hasta octubre? La elección no se va a revertir con marchas como las de ayer, con acciones en las redes, ni con operaciones a través de una prensa cada vez más elusiva. Se necesita otra cosa.

Vidal difícilmente pueda alterar demasiado los números del conurbano, que son peores que los nacionales, pero tal vez encuentre con mayor facilidad que su jefe político la clase de elocuencia capaz de hallar eco en esos votantes de clase media que la están pasando mal, y que castigaron a Macri porque nunca dio señales de escucharlos. La gobernadora puede encontrar esa sintonía, aunque para lograrlo también deba revisar posiciones –en materia de aborto, ideología de género y derechos humanos, especialmente– que han resultado irritantes para un electorado más conservador y tradicionalista que lo que indican los medios, y evitar el dudoso tono plañidero al que recurre para transmitir empatía.

MARISCAL DE LA DERROTA

Una salida de Macri del escenario electoral apartaría también, por fuerza, a su jefe de gabinete, verdadero mariscal de todas las derrotas, y a su compañero de fórmula, un antipático desvalorizador serial de rivales electorales (“Lavagna no sabe nada de política”, “Votar a Gómez Centurión no sirve para nada”), todo lo cual implica de por sí un efecto benéfico sobre la elección de octubre. Resta por verse si la gobernadora estaría dispuesta a asociarse a esta producción de lo inesperado, aunque sus ambiciones políticas poco perderían con intentarlo. Una cosa es ser derrotada de manera aplastante por Kicillof y Magario en la provincia, y otra hacerle partido a los Fernández en las nacionales.

Y también resta por verse si Mauricio Macri cuenta con la presencia de ánimo suficiente como para hacer una jugada fuerte. El presidente y sus colaboradores, la gobernadora y los suyos, los líderes de la coalición, tienen tiempo hasta el 7 de septiembre, cuando cierra el plazo para la presentación de listas, para producir lo inesperado, que puede ser cualquier otra cosa, o lo que acabamos de describir, una suerte de plan V2. Una bomba.


***Santiago González , Periodista. Editor de la página web: www.gauchomalo.com.ar

La Prensa (AR) (Argentina)

 



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