El presidente Macri tiene una última oportunidad para incidir en el rumbo aparentemente inexorable de las cosas. El enojo de los votantes con el gobierno nace principalmente de dos vertientes: una, la principal, es económica; la otra es política.
Las primeras encuestas realizadas tras las PASO anticipan
para las elecciones de octubre una polarización todavía mayor en perjuicio del
oficialismo, que quedaría rezagado hasta 20 puntos respecto de su rival. Esto
significa que en diciembre Mauricio Macri se vuelve a su casa, pese a las
fantasías de algunos fervientes cambiemitas que todavía creen posible alterar
el rumbo del viento. Por supuesto, ni en la política, ni en la vida que la
envuelve, las cosas están escritas en piedra, pero parece muy difícil que el
escenario cambie. A menos que suceda lo inesperado, o que se produzca lo
inesperado.
Lo inesperado puede simplemente suceder, conducido por la
mano indiferente del azar, o puede producirse, detonado por la mano atenta de
la acción humana. Fue inesperada la decisión de Cristina de relegarse
voluntariamente a un lugar secundario, fue inesperada la decisión de Macri de
convocar a Miguel Piccheto para que lo acompañara en la fórmula. Pero ambas
decisiones produjeron deliberadamente lo inesperado, alteraron la escena
política, y confluyeron en inesperada sinergia para alumbrar el resultado de
agosto.
En diciembre Macri volverá a su casa, y eso hoy por hoy
parece como dijimos inevitable. Pero hay maneras y maneras de volver a casa. El
presidente puede retirarse derrotado, agobiado tras la comprobación definitiva
de que no es una figura querida, acompañado por el recuerdo de sus traspiés más
bochornosos, que lo seguirán como la sombra tal como le ocurrió a Fernando de
la Rúa. O puede hacerlo erguido, respetado, e incluso con poder como para
ejercer influencia e intentar si es su deseo, lo que no creo, un regreso en el
2023. Para eso debe producir lo inesperado.
INTRIGANTE RAREZA
El escenario planteado por los estrategas gubernamentales
para las primarias de agosto proponía polarizar la elección contra una sola
fuerza, el kirchnerismo, convencidos de que la única preocupación de un pueblo
en caída libre hacia la pobreza era la Cámpora, la corrupción o el cepo
cambiario. Una intrigante rareza: la futura presidencia habría de dirimirse
entre las dos figuras políticas con más alto rechazo entre la población.
Cristina Kirchner supo entonces replegarse a un segundo lugar; Macri fue
incapaz de hacer lo propio cuando sus consejeros más avisados y menos
escuchados le sugirieron ceder la candidatura a la gobernadora bonaerense María
Eugenia Vidal, por entonces la dirigente de cualquier signo con mejor imagen en
todas las encuestas.
Tampoco escuchó Macri la sugerencia de separar la
elección bonaerense de la elección nacional, cosa que –al permitirle centrar la
campaña en las cuestiones provinciales y librarla del peso muerto de la mala
gestión del gobierno nacional– habría colocado a Vidal en condiciones mucho más
competitivas para reclamar un nuevo mandato, y habría permitido que el
presidente llegara a las primarias nacionales con al menos un triunfo
significativo en la mochila. Así fue como la cúpula gobernante sacrificó
inútilmente en la provincia de Buenos Aires el único capital político que
Cambiemos lograra sumar desde su llegada a la Casa Rosada en 2015: el de la
capital federal lo tenía desde antes, y el de Córdoba y otras provincias era en
gran parte prestado, como se vio en las primarias.
El enojo de los votantes con el gobierno nace
principalmente de dos vertientes: una, la principal, es económica y tiene que
ver con la parálisis económica, la pérdida de empleos, la inflación y el
empobrecimiento general, y la otra es política, y está relacionada con su
incapacidad de diálogo, sus deserciones culturales, su falta de arraigo e
impronta nacional, su abandono irreflexivo a la marea relativista que azota a
Occidente, traducida en cuestiones como el aborto, las ideologías de género y
de derechos humanos, la banalidad, y la destrucción sistemática de los soportes
identitarios.
Aunque es legítimamente posible atribuir la mayoría de
los problemas económicos a las torpezas del ex ministro de hacienda Nicolás
Dujovne y de los problemas políticos al mesianismo del jefe de gabinete Marcos
Peña, la responsabilidad de la derrota electoral cae sobre la cabeza del
presidente, que se resistió a desembarazarse de uno y otro pese a los consejos
de sus allegados más prudentes. Probablemente la plana mayor de Cambiemos y el
votante de Cambiemos ya se han dado cuenta a esta altura que su problema se
llama Mauricio Macri, y si alguno tenía alguna duda el mensaje que dirigió al
país en compañía de Piccheto al día siguiente del comicio ayudó a disiparla.
Allí se lo escuchó a Macri hablar sin filtro: fuera de sí por el revés sufrido,
incapaz de asumir responsabilidad alguna, acusando a los votantes y
despreciando a sus rivales políticos.
“El presidente está en control”, auxilió esa tarde un
Piccheto despavorido. En posteriores apariciones, y ya obediente a sus
entrenadores, Macri se mostró sereno, pidió disculpas, dijo que todo se había
debido a la falta de sueño, y siguió en las mismas, ordenando una serie de
medidas paliativas para contener los efectos de la nueva crisis por lo menos
hasta octubre, cuando imagina que podrá aumentar el respaldo electoral y evitar
un triunfo en primera vuelta de Fernández y Fernández. Desde todos los medios
más identificados con el oficialismo se le advierte día tras día que eso no es
posible.
A menos, claro, que ocurra lo inesperado, que se produzca
lo inesperado. Y Macri tiene la oportunidad de producir lo inesperado; por
ejemplo, de hacer lo que no hizo meses atrás: apartarse de la contienda y dejar
ese lugar a la gobernadora. Tiene en este momento el argumento perfecto para
hacerlo con dignidad: concentrarse en sus responsabilidades presidenciales en
un momento de crisis, y ceder la candidatura a quien, dentro del espacio de
Cambiemos, probablemente esté en mejores condiciones de sostenerla. Nadie puede
asegurar que una movida semejante cambie el rumbo de las cosas, que peor no
puede ser, pero una virtud de los sucesos inesperados es producir efectos
inesperados. Y si no, pregúntenle a Cristina.
ESQUIZOFRENIA
Al fin y al cabo: ¿a quién tendría Vidal enfrente? Un
candidato que se muestra en una permanente esquizofrenia: por momentos
arrebatado por los pujos tercermundistas del kirchnerismo, por momentos celoso
defensor de los usos y costumbres de la economía de mercado; por momentos
suelto e independiente, por momentos impulsado a informar a su compañera de
fórmula sobre tal o cual conversación; demasiadas veces en apenas dos semanas
con escaso control sobre sus gestos y sus palabras, proclive a la reacción
intempestiva y a un irse de boca que más de una vez obligó a sus colaboradores
a explicar apresuradamente a propios y extraños que en realidad no había
querido decir lo que dijo.
Una campaña inteligente (quiero decir sin influencia
alguna de Peña o Durán Barba, Carrió o Piccheto) podría explotar esas
debilidades del rival. Pero para eso tiene que ofrecer un candidato libre,
creíble, capaz de generar expectativas, de exhibir autoridad. Vidal tiene esas
cualidades en la proporción aconsejable para no asustar por exceso ni por
defecto, y podría medirse en un debate de manera mucho más airosa que el
presidente. El gobierno ya no puede apelar a la campaña del miedo porque se le
vuelve en contra y le desbarata la economía. ¿De qué hablaría entonces hasta
octubre? La elección no se va a revertir con marchas como las de ayer, con
acciones en las redes, ni con operaciones a través de una prensa cada vez más
elusiva. Se necesita otra cosa.
Vidal difícilmente pueda alterar demasiado los números
del conurbano, que son peores que los nacionales, pero tal vez encuentre con
mayor facilidad que su jefe político la clase de elocuencia capaz de hallar eco
en esos votantes de clase media que la están pasando mal, y que castigaron a
Macri porque nunca dio señales de escucharlos. La gobernadora puede encontrar
esa sintonía, aunque para lograrlo también deba revisar posiciones –en materia
de aborto, ideología de género y derechos humanos, especialmente– que han
resultado irritantes para un electorado más conservador y tradicionalista que
lo que indican los medios, y evitar el dudoso tono plañidero al que recurre
para transmitir empatía.
MARISCAL DE LA DERROTA
Una salida de Macri del escenario electoral apartaría
también, por fuerza, a su jefe de gabinete, verdadero mariscal de todas las
derrotas, y a su compañero de fórmula, un antipático desvalorizador serial de
rivales electorales (“Lavagna no sabe nada de política”, “Votar a Gómez
Centurión no sirve para nada”), todo lo cual implica de por sí un efecto
benéfico sobre la elección de octubre. Resta por verse si la gobernadora
estaría dispuesta a asociarse a esta producción de lo inesperado, aunque sus
ambiciones políticas poco perderían con intentarlo. Una cosa es ser derrotada
de manera aplastante por Kicillof y Magario en la provincia, y otra hacerle
partido a los Fernández en las nacionales.
Y también resta por verse si Mauricio Macri cuenta con la
presencia de ánimo suficiente como para hacer una jugada fuerte. El presidente
y sus colaboradores, la gobernadora y los suyos, los líderes de la coalición,
tienen tiempo hasta el 7 de septiembre, cuando cierra el plazo para la
presentación de listas, para producir lo inesperado, que puede ser cualquier
otra cosa, o lo que acabamos de describir, una suerte de plan V2. Una bomba.
***Santiago González , Periodista. Editor de la página
web: www.gauchomalo.com.ar