El presidente francés, Emmanuel Macron, ha calificado la devastadora ola de incendios que sufre la Amazonia de “crisis internacional” y ha anunciado su intención de convertirla en uno de los temas de la reunión del G-7, este fin de semana en Biarritz.
En lo que va de año, la región amazónica ha registrado
más de la mitad de los 71.497 focos de incendio detectados en Brasil. El número
de fuegos ha aumentado un 83% con respecto al año anterior. Casi 6.000
kilómetros cuadrados de bosque se han perdido en doce meses. La preocupación de
Macron y de otros líderes mundiales es comprensible. La Amazonia es la mayor
selva tropical del planeta, y se extiende por la mitad superior de Sudamérica,
a lo largo y ancho de 5,5 millones de kilómetros cuadrados. El 20% del oxígeno
del planeta se produce allí.
La reacción del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, ha
sido desabrida. Ha acusado a Macron de querer instrumentalizar una cuestión
brasileña en beneficio propio y con mentalidad colonial. Políticos como la
canciller alemana, Angela Merkel, o como António Guterres, secretario general
de la ONU, coinciden con Macron, que contestó a Bolsonaro diciéndole que
bloquearía los acuerdos con Mercosur si no rectificaba.
En un mundo en crisis climática, donde los polos se
derriten, las temperaturas y los niveles del mar suben y la deforestación
avanza, los problemas de la Amazonia no son sólo de Brasil (un 60% de la selva
amazónica le pertenece), Perú, Bolivia, Colombia y demás países sobre los que
se extiende este gran manto verde, sino de todo el planeta. Si algo no le hace
falta a la Tierra, ya aquejada de diversas dolencias medioambientales, es ver
como su principal pulmón pierde fuelle.
El debate sobre la Amazonia no debe enmarcarse en el
ámbito poscolonial, tan querencioso para agentes sociales de diverso perfil,
sino en los de la política medioambiental y la económica. En la escena global,
la preocupación medioambiental por lo que ocurra en la Amazonia está
justificada. Y en la brasileña se dan las claves económicas que explican su
progresiva deforestación.
Bolsonaro asumió el poder en enero, apoyado por los
lobbies agrícolas y ganaderos, responsables de un 25% del PIB brasileño. Dichos
lobbies son firmes partidarios de talar grandes extensiones de selva para, por
ejemplo, plantar soja o sembrar pastos con los que alimentar la cabaña vacuna
brasileña, base de su poderosa industria cárnica. A escala local, los
hacendados de regiones amazónicas han llegado a convocar “días del fuego”, en
los que los focos de incendio se multiplican para acabar con áreas selváticas,
luego cultivadas.
La política de Bolsonaro respecto al Amazonas es, cuando
menos, de lasitud y laissez faire. En lo que lleva en el cargo, ha debilitado
el Ministerio de Medio Ambiente, ha relajado un 70% los controles económicos
sobre la explotación de la Amazonia y ha frenado la protección de reservas
indígenas. Esta política puede sin duda complacer a determinados agentes
económicos y al propio presidente Bolsonaro, un militar ultraderechista
aparentemente ignorante de los riesgos de la crisis climática. Pero constituye
también un ataque al medio ambiente global que, sencillamente, sería insensato
permitir. La Amazonia está, en buena parte, en territorio brasileño. Pero es
también un elemento indispensable para la salud, la estabilidad y el futuro del
planeta. Y hay que salvaguardarla mucho más de lo que la preserva Bolsonaro.