La historia, que tiene un sentido del humor negro, ha hecho que el Parlamento británico vaya a ser cerrado justo cuando se cumplen ochenta años de una semana que resultó decisiva en la organización sangrienta de lo que fue el nuevo mundo tras la Segunda Guerra Mundial.
Hace ochenta años Adolf Hitler, desde su refugio en Berchtesgaden, ordenó que en la madrugada del primero de septiembre de 1939 y después de una elaborada y preparada falsa incursión de comandos polacos, el Ejército alemán, en legítima defensa, no tuviera más remedio que aplastar a los polacos. Los alemanes lo hicieron subidos en sus poderosos tanques y en todas las divisiones acorazadas que había ido construyendo sobre la base de mentir a los demás países europeos.
Naturalmente hay muchas diferencias entre la situación
actual y lo vivido hace ochenta años y teniendo en consideración al nuevo
primer ministro Boris Johnson y las tensiones creadas por el Brexit, salvo por
una cuestión. La invasión de Polonia significaba el cierre definitivo de una
Europa tal como la habíamos conocido después de la Primera Guerra Mundial y que
terminó con la derrota de Alemania. El Brexit y su salida por la fuerza y sin
negociación el próximo 30 de octubre, tal como lo ha prometido el actual primer
ministro, significa el cierre definitivo del sueño o del ideal europeo.
Ya no existirán los estados unidos de Europa. Seguramente
nunca hubo posibilidades reales de que existieran. Pero dos guerras y la
destrucción sistémica y horripilante del Viejo Continente dejan bien apostar
por el espíritu de la paz basada en el incremento de las relaciones comerciales,
la estabilidad económica y la uniformidad de sistemas políticos democráticos.
Sistemas que rigieron a los antiguos países europeos y sobre los cuales los
demás países han ido construyendo, en algunos casos para bien y en otros para
mal, las bases de sus propios sistemas políticos.
En la actualidad es evidente que cualquier presidente
puede hacer lo que le da la gana. Con excepción del uso de armas nucleares –por
el momento y no sé durante cuánto tiempo–, todas las convenciones, los límites
y toda la experiencia acumulada de cosas que terminaban por destruir al
contrario y por lo tanto a uno mismo, han dejado de tener vigencia. Si Donald
Trump, desde la silla del Despacho Oval de la Casa Blanca, acaba convirtiéndose
en el primer aislacionista y el que ataca las reglas del comercio
internacional, que después nadie se queje de lo que significa la vuelta de los
nacionalismos económicos. Hay un fenómeno común que ha reducido a cenizas el
ideal europeo y me temo que no solamente a éste. Este fenómeno son los efectos
que ha tenido la reconstrucción física pero también moral de los continentes
tras la Segunda Guerra Mundial y que hizo que la libre circulación de los
distintos componentes del comercio, de las ideas y de las personas fueran el
elemento diferenciador y catalizador de grandes líneas de desarrollo en la
mayor parte de los países del mundo.
Antes vivíamos en épocas de inclusión, hoy vivimos en
fronteras de exclusión. En todas partes, aunque básicamente en la Europa
controlada por Alemania, se puede volver a vivir el fenómeno que en Estados
Unidos tanto ha promovido Trump. Este fenómeno es que la culpa de todo lo que
nos pasa la tienen los asesinos violadores que quieren venir a vivir a nuestro
país. En el caso estadounidense, es algo que nos afecta directamente y tendrán
que pasar muchos años para sanar la herida que está causando en la relación
bilateral con nuestro país. En el caso alemán, este fenómeno significa el fin
del sueño europeo y también el cambio completo de las tendencias y de las reglas
del juego.
No es sólo que Angela Merkel tiemble por la edad o por la
enfermedad, es que con los temblores de Merkel tiembla también todo el modelo
sobre el cual se asentó el desarrollo y la vida de Alemania desde 1945. Esta
será la tercera vez desde 1914 que Alemania tendrá que rehacerse desde abajo,
luchando con el espíritu de competitividad que lo caracteriza, que sabe
escuchar y que se hace escuchar. Alemania, sobre todo, escucha el esfuerzo de
su gente y se hace escuchar por sus magníficos resultados económicos.
En 1914 fue asegurar su dominio armamentista, en 1939 fue
la reivindicación nacionalista sumada a las ansias de venganza debido al
resultado catastrófico de la Primera Guerra Mundial. La Alemania hecha por
Helmut Kohl, por Willy Brandt, por Konrad Adenauer y por los grandes líderes
que llegaron después de la Segunda Guerra Mundial, era una Alemania que tenía
no sólo el legítimo complejo de culpa por los excesos del nacional socialismo,
sino que además era territorio abierto para su desarrollo y para el fomento de
sus relaciones. En la actualidad Alemania se ha ido convirtiendo en un país
autista al que no le importa ni le conmueven las razones de nadie.
Durante la cumbre de Maastricht de 1993, que supuso la
creación de una Unión Económica y Monetaria y la introducción de una moneda
única, yo oí decir a Helmut Kohl que siempre que Europa tuviera bajo control a
Alemania, las cosas irían bien. Pero que, por el contrario, las cosas irían mal
el día en que Europa estuviera en manos de Alemania. Europa ahorita está en
manos de Alemania y eso explica la crisis que tiene y que –en mi opinión y
desde el punto de vista moral y funcional– es imparable.
En un país donde ponerte una cruz gamada o hacer el
saludo nazi puede ser una razón para ir a la cárcel, después de tantos años hay
noventa diputados en el Reichstag que son simpatizantes neonazis. Empezaron
porque la derecha –sin importar lo extrema que sea– tiene derecho, siempre y
cuando juegue con las reglas democráticas, ha estar presente en el Parlamento.
Hoy, se han convertido en un elemento fiscalizador no solamente de la vida
política alemana, sino que junto a la crisis de los partidos democráticos
cristianos y socialistas –salvo el oxígeno que la crisis climática les está
dando debido a Los Verdes– todos los datos parecen indicar un crecimiento
fortísimo de la extrema derecha. En este caso la derecha es tan extrema que si
alguna vez tuvieran la fuerza suficiente podrían volver a descriminalizar lo
que era el uso o lo que era el culto hacia la Alemania nazi.
Alemania ha controlado Europa, por lo tanto, tiene muy
difícil su salvación. El continente europeo ha tenido en los últimos años bajo
el control alemán un modelo fiscal de austeridad y de déficit, dejando a un
lado un modelo político y un sueño que pudiera ilusionar a los pueblos. Y eso
naturalmente tiene sus consecuencias.
El fin de los modelos y de los sistemas, el fin de los
sueños y las premisas de las instituciones que rigieron nuestro desarrollo
hasta ahora, primero nos colocan en un panorama en el que no está claro con qué
lo vamos a sustituir. Y segundo, nos persigue el recuerdo de que la
desaparición de esos modelos en el pasado supuso más de cien millones de
muertos. Por eso, los presidentes de hoy deben saber que, ante la desaparición
de los referentes internacionales, no solamente se trata de hacer lo que se les
da la gana, sino que ni sus países ni ellos estarán seguros si no ayudan a
reconstruir los referentes morales internacionales que nos hicieron mejores.