Es bien conocida la frase de Edmund Burke “para que triunfe el mal sólo basta que los hombres buenos no hagan nada”. En el caso de Mariano Rajoy y sus acólitos, desde luego les viene que ni pintado. Pero, por desgracia, ahí no acaba la historia de por qué y cómo el mal puede triunfar, incluso en España. O si se quiere de otro modo: de por qué votar al PP de Casado y a Ciudadanos de Rivera, no arreglaría nada.
En ocasiones anteriores he afirmado que el llamado
“régimen del 78” ha fracasado. Y a pesar de las críticas que he recibido por
ello, me reafirmo en mi creencia. No sólo ha fracasado sino que es el verdadero
impedimento para renovar la democracia, sanear la sociedad y permitir un futuro
más próspero. La “transición” del franquismo a la democracia no sólo nos trajo
las libertades que deberíamos ser capaces de disfrutar, pero que no podemos
hacerlo por un clima tiránico asfixiante que ha impuesto los políticamente
correcto a cualquier atisbo de libertad de expresión.
Por si esto ha sido así, no es debido única y
exclusivamente a que tengamos una izquierda que sólo sabe interpretarse en
función de la defensa de colectivos numéricamente marginales, sino, sobre todo
me atrevería a firmar, por una derecha que asumió un complejo de culpa y cedió
a la izquierda la hegemonía cultural. Esto es, los valores con los que se iba a
ir organizando la sociedad española a partir de 1978. El PP nace para ser el
mejor gestos del Estado y el mayor impulsor de la economía. Valores, moral y
orden son asuntos en los que no entra. Recuérdese el gran mérito de la etapa
Aznar: crear 5 millones de nuevos puestos de trabajo.
La primera gran traición de la derecha española es el
abandono del concepto de autoridad. El único orden social lo dará el mercado,
aunque eso permita que se insulte y escupa a los policías, se agreda a las
maestros y profesores o se asalte al personal médico en los centros
hospitalarios y de salud.
Más aún, la autoridad de la figura paterna o materna pasa
a ser una cosa del medievo, ya que lo que mola es ser coleguilla de los
hijos. Y, claro, pasa lo que pasa: la
gente en la playa aplaude a los delincuentes e insultan a los policías cuando
intentan hacer su trabajo (como hemos visto todos en Punta Umbría hace unos
pocos días) o a los manteros enfrentándose a los agentes del orden sin ningún
miramiento o respeto.
Una segunda traición lo fue para con el principio de
igualdad. La derecha española ha ido asumiendo como suyo –hasta el punto de ser
el defensor más ardiente en estos momentos- los postulados de la izquierda, que
ayuna de un proletariado que ya no existe, o que cuando existe le da la
espalda, ha abrazado cuanto colectivo marginal y exótico pasaba por delante de
su sede, desde los LGTBIQ hasta los anti-chuletón, pasando por todo un reguero
de tribus y clanes. Nuestros líderes políticos de esa llamada derecha española
se dan de codazos para estar al frente de las manifestaciones del día del
orgullo gay pero no hacen nada porque el orgullo esté en donde debe estar, en
el ciudadano normal, que no necesita ni lobbies ni manifestaciones para cumplir
con sus responsabilidades. En lugar de una sociedad de libres e iguales
(palabras que siguen empleando como bonito reclamo) ahora están promoviendo una
sociedad fragmentada y dividida, cuya organización responde al grado de privilegio
que cada tribu reciba. Lo marginal no sólo pasa a ser central, sino que se
alimenta con el dinero público y todo tipo de actuaciones de discriminación
positiva hacia ellas.
La tercera gran traición fue hacia la identidad española
y, por ende, hacia la Historia de España. Para evitar ser acusada de heredera
de Franco, la derecha española aceptó el principio de tabla rasa que necesitaba
la izquierda para limpiarse –ella sí- de sus tropelías y fracasos. A partir de
ahí, no sólo los años del franquismo, sino toda la Historia de España pasó a
ser un arma política arrojadiza que debía quedar sepultada por la visión
culpabilizadora de nuestra izquierda. ¿Franco?, un genocida; ¿Felipe II?, un
intolerante; ¿Carlos V?, un imperialista; ¿La toma de Granada? Una tragedia;
¿Don Pelayo? Alguien al que olvidar… Por eso nuestra derecha cobarde no se
opone a la Ley de Memoria Histórica, en realidad la imposición legal de tener
que asumir la historia que nos quiere contar la izquierda. Y como por eso no hemos visto a ninguno de
sus líderes en los actos de conmemoración del 500 aniversario de la primera
circunnavegación al globo, culminada por el español Juan Sebastián Elcano.
Demasiado esfuerzo interrumpir las vacaciones… recuerdan aquello de Rajoy y el
desfile del 12 de Octubre (“Menudo coñazo”), pues eso.
Como no se ha alimentado ni defendido la idea de nación y
de pueblo español, malamente se ha puesto lo que se habría tenido que poner
para frenar en seco al separatismo anti-español, ni para defender al español de
a pie de las hordas de inmigrantes ilegales que nos invaden no sólo de manera
silenciosa, sino con el beneplácito de un buenismo que sólo entiende de brazos
abiertos y no de fronteras. La cobertura mediática que se le está dando estos
días al barco de una ONG española cargado de inmigrantes ilegales a los que ha
ido a buscar y que se niega a
desembarcar en puertos de África, como el deber de auxilio le indica, es buena
prueba de la pérdida total del rumbo de la sociedad española. O, al menos de
sus dirigentes, sean políticos o de grupos de información.
Que sólo un pequeño partido de amateurs como Vox haya
tenido la iniciativa de denunciar a Bildu por los continuados homenajes a
etarras y la ensalzación del terrorismo que en ellos se hace, es una prueba más
de la anomia de la derecha española, mucho más preocupada de proteger sus
intereses más primarios (poder y dinero) que de los intereses de los españoles.
El “régimen del 78”, como el sueño de la razón de
Francisco de Goya, produce monstruos. Es hora de que seamos conscientes de
ello. Porque de lo contrario, estaremos apuntalando nuestra desaparición.
Lenta, pero segura. La de quienes amamos España y queremos una nación donde los
españoles sean lo primero, por igual.