En estos tiempos en los que la ideología verde se impone, solo se puede estar del lado del Bien, el clima, o del Mal, el desarrollo a toda costa. Aun así, intentemos ser racionales, o al menos contribuir a esta ausencia de debate con informaciones concretas y verificables.
Existe una Amazonia de la que se habla y que está en
llamas. Denominada a veces «pulmón del planeta», supuestamente condiciona
nuestro clima. A su cabecera se apresuran los jefes de Estado e incluso el
Papa, que ha manifestado su inquietud. Pero existe otra Amazonia que es un
lugar y una historia, habitada por gente muy real, menos preocupada por el
clima que por su pobreza. Tradicionalmente, los auténticos habitantes de la
Amazonia practican la cultura de tala y quema, desbrozando los límites de la
selva para cultivar soja o alimentar al ganado. Ellos son el origen de estos
incendios que se producen cada año en el mismo lugar y que, a veces, progresan
en detrimento de la selva. Esta selva retrocede a un ritmo del 0,2% al año, de
modo que está lejos de desaparecer.
Es sorprendente el contraste entre estos pocos miles de
campesinos y agricultores brasileños y bolivianos, por un lado, y la «comunidad
internacional», por el otro. Aunque los incendios sean algo habitual, el Papa y
los jefes de Estado están especialmente inquietos, no porque los incendios sean
más importantes de lo normal, sino porque el presidente de Brasil, Jair
Bolsonaro, está muy a la derecha, y considera que la Amazonia es brasileña y no
de todo el mundo. En tiempos de Lula (de izquierdas) los incendios eran más
numerosos, pero él no estaba bajo la presión de Macron, el Papa, y los
ecologistas de todo el mundo. ¿Y la Amazonia boliviana? Olvidada en el debate.
Entre el granjero brasileño y la mitificación de la
Amazonia es imposible arbitrar, pues cualquier argumento racional será
rechazado inmediatamente por el otro. En estos tiempos en los que la ideología
verde se impone, solo se puede estar del lado del Bien, el clima, o del Mal, el
desarrollo a toda costa. Aun así, intentemos ser racionales, o al menos
contribuir a esta ausencia de debate con informaciones concretas y
verificables. A favor de los pioneros de la Amazonia y habiéndolos visto in
situ, doy fe de que no son propietarios capitalistas que intentan ampliar su
fazenda. Las grandes explotaciones que abastecen al mundo de buey, pollo y
soja, no se encuentran en esta parte de Brasil, difícil de explotar y poco
rentable. Los «incendiarios» son pequeños granjeros que hacen retroceder las
fronteras siguiendo la tradición portuguesa de los bandeirantes; para ellos, la
Amazonia es una tierra de conquista, no el pulmón del planeta. En el corazón de
la selva amazónica existen explotaciones capitalistas que no practican la
cultura de la tala y quema, sino que explotan los bosques talando árboles
ancianos y muertos y dejando que otros crezcan y llenen el vacío. Porque la
selva amazónica está viva; muere y rebrota sin cesar. Esta selva llamada
virgen, nunca lo ha sido, y las ruinas arqueológicas dan testimonio de las
grandes civilizaciones urbanas desaparecidas antes incluso de la incursión de
los europeos. La selva ha vuelto a cubrir estos claros desaparecidos, pero no
por ello la Amazonia se ha vuelto salvaje ni completamente verde; la ciudad de
Manaos, por ejemplo, tiene tres millones de habitantes y crece sin cesar.
Todo esto es demasiado complejo para apasionar a los
europeos, y en Europa preferimos soñar con la Amazonia, pulmón verde hoy y
antiguamente. Los conquistadores y los bandeirantes sospechaban que en su
centro se escondía un Eldorado. No encontraron oro, sino caucho y algunas
tribus errantes. Estas, presa de los etnólogos, han sustituido al oro en la
mitificación de la Amazonia.
Pongámonos del lado de los ecologistas y del Papa: ¿es la
selva amazónica vital para contener el calentamiento del clima? La correlación
no es simple: desde luego, los árboles absorben (pero también expulsan) dióxido
de carbono, gas considerado parcialmente responsable del efecto invernadero y
del calentamiento global, pero cualquier árbol cumple esta función, sin ser
necesariamente amazónico. Se da el caso de que en Europa los bosques se
extienden porque el número de agricultores disminuye y porque se ha pasado de
la ganadería extensiva a la intensiva. El aumento de la superficie de los
bosques europeos compensa la reducción de la selva amazónica.
Por último, si lo que se teme son los efectos nocivos del
dióxido de carbono, es más eficaz disminuir el volumen de las emisiones
produciendo energía, por ejemplo, por medio de centrales nucleares, en vez de
con carbón o fuel. Arremeter contra los granjeros brasileños y el presidente de
Brasil confiere a quienes lo hacen una postura política y mediática ventajosa,
pero el efecto sobre el clima no se puede medir, y sin duda es insignificante.
Los mitos no se derriban con argumentos concretos; solo
un mito puede contrarrestar otro mito. Este otro mito es el progreso, que
figura en la bandera brasileña, cuyo lema, importado de Francia, es orden y
progreso. En Europa no se cree demasiado en el progreso, pero el granjero
brasileño aún cree en él y percibe a la comunidad internacional como
neocolonial. Entre los adoradores de los árboles, por un lado, y los
partidarios del desarrollo económico, por el otro, la incomprensión es total,
pero el diálogo sería posible. La explotación racional de la madera de la
Amazonia es la prueba, y se llama desarrollo sostenible. El mismo método se
podría aplicar a la ganadería y a la agricultura. Para ello bastaría con
renunciar a los eslóganes y admitir que los habitantes de la Amazonia tienen
derecho a escapar de la miseria.