Que los extremistas de derecha y los populistas detesten por igual a la unión europea, confirma su importancia.
A veces basta ver la lista de enemigos de un ideal para
recordar por qué fue un acierto impulsarlo en primer lugar. La Unión Europea,
estos días acosada por distintos frentes, es un buen ejemplo.
Con sus errores e ineficiencias, el proyecto europeo
lleva seis décadas -en una evolución institucional que inició en la década de
los 50- eliminando fronteras, uniendo pueblos tradicionalmente enfrentados,
expandiendo prosperidad y garantizando derechos. Que entre sus detractores
estén el primer ministro británico, Boris Johnson, y el presidente
estadounidense, Donald Trump, y que extremistas de derechas y populistas de
izquierdas europeos lo detesten por igual solo confirma su importancia y la
necesidad de defender la idea de una Europa unida. Pero estos días sufre una
crisis de identidad que la pone en riesgo.
Más allá de la moneda única, la supresión de fronteras o
la expansión del comercio, los europeos se han dotado de un sistema que les
protege contra “sus propias tendencias suicidas”, como visionó el español
Salvador de Madariaga, uno de los intelectuales que impulsaron el nacimiento de
la Europa democráticamente unida.
Puede que la Unión Europea no sea la solución a todos los
problemas, e incluso se podría sostener que ha creado algunos propios, pero el
balance es tan abrumadoramente positivo que basta recordar uno de sus logros
para entender que sus detractores están del lado equivocado de la historia:
países que solían solventar sus disputas con guerras que en el siglo XX
costaron la vida a decenas de millones de personas debaten ahora sus problemas
en tediosas reuniones en Bruselas y buscan objetivos comunes.
Parece difícil argumentar que Europa ya no necesita esa
protección frente a sus “tentaciones suicidas”. La posibilidad de perder a uno
de sus miembros más destacados llega en el peor momento, con líderes débiles y
una lista de problemas que no deja de crecer. El Reino Unido se enfrenta a una
inestabilidad institucional sin precedentes y podría abandonar la Unión Europea
en cuestión de semanas; Alemania está al borde de la recesión económica y, como
otros países de la región, vive con preocupación el auge de la extrema derecha;
Hungría y Polonia están en manos de líderes empeñados en traicionar el espíritu
original del proyecto común europeo; una Italia estancada va camino de formar
su gobierno número 66 desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y España
parece haberse contagiado de la inestabilidad transalpina, con la posibilidad
de que el país celebre en noviembre sus cuartas elecciones generales en cuatro
años.
Pocos países se han beneficiado de la Unión Europea tanto
como España, que ingresó en 1986 y desde entonces ha recibido más de 230.000
millones de euros en fondos para el desarrollo. El dinero ha servido para
levantar infraestructuras, asistir a comunidades rurales o mejorar
instituciones, pero no ha sido una simple limosna. La solidaridad europea tiene
raíces más pragmáticas: reside en la convicción de que la mejor forma de
garantizar el bienestar de las naciones más afortunadas pasa por extender sus
privilegios al resto. Ese principio, que ha servido bien a España y a los
países que ayudaron a modernizarla, necesita renovarse y potenciarse, no
abandonarse.
Los detractores de la Unión Europea, incluidos los
impulsores del brexit que han sumido al Reino Unido en el desconcierto, no
esconden cuál es su alternativa: levantar muros, restringir el comercio con
políticas proteccionistas, rechazar al diferente, especialmente si viene de
lugares sobre los que previamente hemos alimentado prejuicios, y entregarse a
la nostalgia nacionalista de antiguas y supuestas grandezas. Líderes populistas
como Boris Johnson prometen a sus ciudadanos que todo irá bien si tan solo se
dejan arrastrar a un idílico viaje al pasado. Ignoran no solo que el mundo ha
cambiado, sino que lo ha hecho de forma irreversible.
El brexit es en parte consecuencia de esa dejadez que
hizo que durante años los conservadores británicos construyeran la fantasía de
que el Reino Unido había sacrificado su soberanía en manos de funcionarios
europeos y que el dinero de sus impuestos se dedicaba a financiar la siesta de
ciudadanos en países del sur como España. Los estereotipos han triunfado sobre
los hechos y llevará años construir un relato que repare las falsedades sobre
lo que supone el proyecto común europeo, sus ventajas e importancia en un mundo
global e inestable.
El camino de la UE no ha sido fácil, pero para una
abrumadora mayoría de sus ciudadanos ha merecido la pena, una opinión que en el
caso español llega al 75%. Y, sin embargo, la falta de liderazgo europeo para
afrontar las grandes crisis de los últimos años, desde la desigualdad a la inmigración,
ha permitido a los contrarios a la Unión Europea hacer campaña bajo la falacia
de que ha perdido vigencia. Ocurre justamente lo contrario: en un mundo cada
vez más complejo, que vive la reemergencia de autoritarismos y el avance de
fuerzas intolerantes, los ideales que inspiraron su creación han ganado
relevancia.
Los funcionarios de la UE supervisan los presupuestos
nacionales y los envian de vuelta a gobiernos que incumplen las normas; el
sistema judicial europeo ofrece garantías a todos los ciudadanos más allá de
sus territorios y en Bruselas se aprueban cada día, en promedio, quince normas,
directivas y decisiones comunitarias sobre clima, seguridad, salud o empleo que
buscan mejorar y unificar políticas de interés general.
La mayor parte de ese trabajo pasa desapercibido para los
ciudadanos, cuya sensación de que sus impuestos sirven para sostener
instituciones burocráticas, ineficientes y derrochadoras se ve reforzada por la
incapacidad para reformarlas. Por ello, Bruselas debe aligerar el peso de su
gigantesca burocracia; revitalizar un parlamento hoy irrelevante para los
ciudadanos; dotarse de una cabeza más visible y con mayor poder ejecutivo, y
buscar formas de acelerar la toma e implementación de decisiones.
El presidente francés, Emmanuel Macron, ha asegurado
estar dispuesto a impulsar cambios profundos al advertir que nunca, desde la
Segunda Guerra Mundial, “Europa había estado en mayor peligro”. Pero las
grandes reformas se aparcan continuamente ante la dificultad de poner de
acuerdo a miembros con intereses dispares, un vacío que populistas y
extremistas aprovechan para construir un relato que niega los logros europeos
de las últimas seis décadas.
Los españoles de mi generación crecimos rodeados de
carteles con la bandera de la Unión Europea que anunciaban la construcción de
un puente, la renovación de una carretera o un curso de formación laboral
financiado con “fondos europeos”. Solo con la perspectiva del tiempo se puede
ver hasta qué punto el círculo de la solidaridad europea ha funcionado, pero
ahora España es un país más moderno, desarrollado y estable gracias a su
pertenencia al proyecto europeo. Hoy contribuye a que miembros que ingresaron
posteriormente repitan su éxito.
El continente, con su historia de división, guerras y aislamientos,
ha encontrado un lugar común que le protege de sus peores instintos y refuerza
sus virtudes. Es necesario defender sus principios frente a quienes buscan
darle la vuelta al reloj de la historia.
***David Jiménez es escritor, periodista y colaborador
regular de The New York Times en Español. Su libro más reciente es El director.