El autoritarismo está avanzando por todo el mundo, pero su marcha tiende a ser relativamente lenta y gradual.
Las democracias solían colapsar de manera repentina, con
tanques que avanzaban ruidosamente hacia el palacio presidencial. En el siglo
XXI, empero, el proceso por lo general es más sutil.
El autoritarismo está avanzando por todo el mundo, pero
su marcha tiende a ser relativamente lenta y gradual, de tal modo que es
difícil señalar un solo momento y decir: “Este es el día en el que murió la
democracia”. Solo nos levantamos un día y nos damos cuenta de que se ha ido.
En el libro de 2018 “Cómo mueren las democracias”, los
politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt documentaron cómo se ha
desarrollado este proceso en varios países, desde la Rusia de Vladimir Putin
hasta la Turquía de Recep Tayyip Erdogan y la Hungría de Viktor Orbán. Poco a
poco, se fueron derribando las vallas de contención que protegían la
democracia, a medida que instituciones pensadas para servir al público se
convirtieron en herramientas del partido gobernante, para luego ser usadas como
armas para castigar e intimidar a los opositores. En el papel, esos países
todavía son democracias; en la práctica, se han vuelto regímenes de un solo
partido.
Acontecimientos recientes han demostrado cómo puede
ocurrir esto en Estados Unidos.
Al principio, el Sharpiegate -Donald Trump, en vez de
admitir que dio una proyección climática errónea cuando afirmó que Alabama
estaba en riesgo por el huracán Dorian, apareció el 4 de septiembre al lado de
un mapa alterado con un marcador- fue algo gracioso. Aunque también fue un poco
aterrador; no es cualquier cosa que el presidente de Estados Unidos no pueda
enfrentar la realidad. No obstante, dejó de ser una broma para el día
siguiente, cuando la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA)
lanzó un comunicado en el que respaldaba erróneamente la afirmación de Trump de
que la agencia científica sí le había advertido sobre una amenaza en Alabama.
¿Por qué es tan aterrador? Porque demuestra que incluso
los líderes de la NOAA, que debiera ser la agencia más técnica y apolítica,
ahora son tan serviles a Trump que están dispuestos no solo a invalidar las
opiniones de sus propios expertos, sino a mentir, solo para evitar un momento
de vergüenza presidencial.
Piensen en esto: si se espera que hasta los que predicen
el clima sean apologistas del Amado Líder la corrupción de nuestras
instituciones es total.
Esto me lleva a un caso mucho más importante: la decisión
del Departamento de Justicia de investigar a empresas automotrices por el
delito de tratar de actuar de manera responsable.
Primero, un resumen del caso hasta ahora. Como parte de
su yihad contra normas medioambientales, el gobierno de Trump ha declarado su
intención de anular las regulaciones del mandato del expresidente Barack Obama que
exigían que las automotrices desarrollaran mejoras graduales en el rendimiento
del combustible.
Tal vez piensen que la industria automovilística
agradecería la invitación del actual gobierno para ignorar esas regulaciones y
seguir contaminando a los mismos niveles. Excepto que los fabricantes de
automóviles ya basaron sus planes de negocios en el supuesto de que los
estándares para el rendimiento de combustible aumentarían.
No quieren que sus planes se vean afectados; en parte,
podríamos sospechar, porque entienden que la realidad del cambio climático
tarde o temprano hará necesario que esas regulaciones vuelvan a entrar en
vigor. Entonces en realidad se opusieron a la desregulación de Trump, que en
una carta a la Casa Blanca advirtieron que significará “un periodo extendido de
litigios e inestabilidad”.
Varias empresas han hecho más que protestar en cartas. En
un reproche considerable hacia el gobierno, llegaron a un acuerdo con el estado
de California para cumplir con normas casi tan restrictivas como las de Obama,
incluso si el gobierno federal ya no los obliga a hacerlo.
Entonces, según The Wall Street Journal, el Departamento
de Justicia está considerando presentar una demanda colectiva antimonopolio en
contra de las automotrices, con lo que parece decir que ponerse de acuerdo en
normas de protección ambiental fuera un delito equiparable a la manipulación de
precios.
Esto sería perturbador incluso si proviniera de un
gobierno que ya hubiera demostrado su interés en aplicar una política
antimonopólica real. Sin embargo, en esta ocasión proviene de gente que hasta
ahora no ha mostrado preocupación alguna por el poder de los monopolios; está
claro que es un intento de usar como arma las demandas colectivas antimonopolio
para convertirlas en una herramienta de intimidación.
Además, hay pruebas evidentes de que el Departamento de
Justicia se ha corrompido por completo. En menos de tres años, ha pasado de ser
una agencia que trata de hacer cumplir la ley a una organización dedicada a
castigar a los opositores de Trump.
¿Quién sigue? En al menos dos casos, Trump parece haber
tratado de usar su poder para castigar a Amazon, cuyo fundador, Jeff Bezos, es
propietario de The Washington Post, al cual el presidente considera un enemigo
(al igual que a este periódico). Primero presionó para que aumentaran las
tarifas para la entrega postal de paquetes, lo cual dañaría los costos de envío
de Amazon; luego, el Pentágono, de manera repentina, anunció que estaba
reconsiderando el proceso para asignar un enorme contrato para computación en
la nube que Amazon esperaba a todas luces ganar en la licitación.
En cada caso, es difícil probar que estos fueron
esfuerzos para usar las funciones gubernamentales como arma en contra de
críticos nacionales. Pero ¿a quién queremos engañar? Claro que lo fueron.
La cuestión es que así es como se da la transición
repentina hacia la autocracia. Las dictaduras de hecho modernas por lo general
no asesinan a sus opositores (aunque Trump ha sido excesivo en sus alabanzas a
regímenes que, precisamente, dependen de la fuerza bruta). En cambio, esas
autocracias lo que hacen es ejercer control sobre la maquinaria gubernamental
para hacerle la vida difícil a cualquiera que consideren desleal, hasta que la
oposición real desaparece.
Y está ocurriendo en este mismo instante. Si no les
preocupa el futuro de la democracia estadounidense, no están poniendo
atención.(New York Times. 2019)
* Paul Krugman se unió a The New York Times como
columnista de opinión en 1999. Es profesor distinguido de la Universidad de la
Ciudad de Nueva York y en 2008 fue galardonado con el Premio Nobel de Ciencias
Económicas por sus trabajos sobre el comercio internacional y geografía
económica.