La impunidad es el principal problema que tiene México. Lo es, porque es fuente de muchas de las calamidades de nuestra vida pública: 1) la inseguridad que padecen millones de personas, viendo afectadas sus posesiones y su integridad personal; 2) la corrupción que enriquece a servidores públicos y a quienes se benefician de una relación especial con ellos y 3) la incertidumbre jurídica que frena las inversiones y la competitividad, y con ello, la esperanza de un mayor ingreso para todos.
El antídoto de la impunidad es la justicia. México
requiere de una como la que define la Constitución: expedita y pareja, oportuna
y para todos.
Los hechos de los últimos días demuestran que la justicia
en México sigue subordinada a la política.
La lucha contra la inseguridad no busca que quien la
haga, la pague. Los operativos de las fuerzas del orden están guiados por la
orden presidencial de no hacer olas y un discurso de justificación social de
los actos delictivos. Si han cometido crímenes es porque son pobres y no han
tenido oportunidades, se dice.
No es gratuito que los índices delictivos no hayan
logrado abatirse, pese a que los plazos que se impuso el propio gobierno para
acabar con la violencia se hayan vencido o estén a punto de vencerse. Ante la
cercanía del 22 de octubre, cuando se termina el lapso de tres meses que para
ello pidió el presidente Andrés Manuel López Obrador, el propio Ejecutivo
anunció hace unos días que dará un informe esta semana sobre qué está pasando
con el tema.
El combate a la corrupción en el que está empeñado el
gobierno –ante la exigencia muy clara que planteó el electorado hace un año–
también se ha politizado. Mientras se amenaza y se persigue a críticos y
opositores, que presuntamente incurrieron en actos de patrimonialismo, a los
adictos del régimen que están en la misma situación se les exime de cualquier
investigación.
Al mismo tiempo se torpedea la construcción de
instituciones especializadas en el combate a la corrupción; se denuesta a
organizaciones sociales que tienen un historial de lucha contra este mal, sólo
por enfocar sus lupas en el oficialismo; se presiona a jueces y se les hace
cambiar de opinión; se hacen licitaciones a modo o asignaciones directas en
contratos públicos; se tacha de corruptos a quienes recurren al Poder Judicial
para hacer prevalecer el interés público, y se busca colocar a suficientes
simpatizantes en la Suprema Corte para evitar controversias constitucionales y
acciones de inconstitucionalidad contra leyes aprobadas por las bancadas
oficialistas en el Congreso (con cuatro ministros, basta).
Por último, se afecta la certidumbre jurídica con
legislaciones que ordenan la prisión preventiva oficiosa y la extinción de
dominio a quienes pudieren incurrir en errores a la hora de cumplir con sus
obligaciones como contribuyentes. Errores, como el que, por ejemplo, dice la
dirigente formal del partido de gobierno, cometió su contador y pese al cual,
ella terminó beneficiándose con un no pago de impuestos por más de 16 millones
de pesos.
Sí, México necesita justicia para salir de la selva de
impunidad en el que está perdido desde hace años. Pero no una justicia, como la
que piden muchos de los defensores del oficialismo, que castigue a los
políticos de antes y beneficie a los de hoy.
La justicia que se requiere es una a la que teman todos
los que violen la ley de manera dolosa y a la que puedan recurrir, con
confianza, todos aquellos a los que se les haya violado un derecho.
Buscapiés
Extraño país, éste, en el que el jefe de la policía de la
capital renuncia después de un operativo de contención de la violencia, que el
gobierno local considera exitoso, y en el que un ministro de la Suprema Corte
renuncia para hacer frente, sin fuero, a las acusaciones del gobierno federal.
Muy extraño.