El Estado español lleva años alimentando a las fuerzas que ahora lo agobian.
Un presidente autonómico fuera de control, que se pone al
frente de una marcha que corta la autopista que une España con Francia, que
anuncia otro referéndum a la brava, que intriga con los radicales que queman
las calles y los ha animado en público («¡apretad!»). La segunda ciudad de
España sumida en un aquelarre de violencia y fuego durante varias noches. La
policía desbordada y el Gobierno central «esperando acontecimientos» para
decidirse a actuar, porque Sánchez teme que tomar medidas para restaurar el orden
le pueda restar votos el 10-N en Cataluña.
Los españoles y sus sucesivos gobiernos resistieron
durante décadas las embestidas salvajes de ETA, en un impresionante esfuerzo de
sangre, sudor y lágrimas. Con ese estoicismo de todos, con esa constante lealtad
a la unidad de España, se acabó derrotando al terrorismo. ¿Asumirían la
ciudadanía y los políticos de hoy un sacrificio similar a aquel? ¿O acabaríamos
cediendo con fórmulas eufemísticas? No lo sé. Es política ficción. Lo que sí sé
es que la fotografía de estos días en Cataluña arroja dos conclusiones: 1. -El
separatismo tiene cada vez menos miedo a la hora de desafiar al Estado. 2. -Los
Gobiernos y la sociedad española son cada vez más tolerantes y blandos ante los
desmanes nacionalistas. El patriotismo y el respeto por nuestras propias normas
han menguado de manera alarmante.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? ¿Por qué han ganado los
nacionalismos disgregadores tanta cancha, osadía y respaldo social? Pues por
una sucesión de malas políticas en la instauración y desarrollo del llamado
«Estado de las autonomías». Su balance real es el siguiente: todas las reformas
que se han ido acometiendo se han orientado a reforzar el poder autonómico,
convirtiendo en la práctica a las comunidades en miniestados. No se ha dado un
solo paso para fomentar el patriotismo español, la unidad de la nación y el
fortalecimiento del esqueleto del Estado, que se ha replegado casi por completo
en Cataluña y el País Vasco.
En el arranque de su Gobierno, González se mostró
reticente a desmontar España en el mostrador de las comunidades. Pero en 1992
acordó con el PP el primer gran paquete de transferencias. En su largo mandato,
el presidente socialista acabó entregando 1.368 competencias. Además, a partir
de los años noventa se incurrió en el error de recurrir al apoyo de partidos
nacionalistas antiespañoles para formar Gobierno cuando no había mayoría
absoluta. Pujol le tomó el pelo a España. Se presentaba como la argamasa del
sistema, un cabal «hombre de Estado», mientras bajo cuerda iba forjando los
cimientos del Estado catalán. Aznar también pasó por taquilla en 1996 y en un
gravísimo error transfirió la educación no universitaria y la sanidad. Este
desdichado relato se completa con Zapatero, un irresponsable, que por su
historia familiar -un abuelo republicano fusilado- confundió España con Franco,
declaró la nación española «un concepto discutido y discutible» y abrió la caja
de pandora del separatismo con unas reformas estatutarias que no estaban en el
debate público.
Torra no nació solo. Lo hemos creado entre todos.