Cada vez más economistas piden reformar el sistema para que pueda resolver los problemas que él mismo ha generado.
Vivimos los últimos días orgiásticos del Imperio Romano. Al
menos su equivalente moderno. El mundo habita un gozne de tiempo que
llevará al ser humano a un nuevo Renacimiento o a un Neofeudalismo. De
nosotros depende. Nuestra era barroca dominada por el gasto, los viajes,
la inequidad y valorar todo en términos de posesión y dinero ha ido
demasiado lejos. El capitalismo actual ha ido demasiado lejos. Está
roto, fracturado y sus astillas saltan despedidas como casquillos de
bala sobre millones de personas.
En retroceso contra su propia paradoja.
Por primera vez en la historia un único sistema económico rige el
mundo. Hay, claro, variaciones. China, Estados Unidos o Suecia
defienden, por ejemplo, sus propios modelos. Pero así vamos, diría
Francis Scott Fitzgerald, adelante, botes que reman contra la corriente,
incesantemente arrastrados hacia el pasado. Porque en 1992, el escritor
estadounidense Francis Fukuyama propuso que la historia había muerto y
el capitalismo era el único superviviente. Margaret Thatcher ya había
advertido antes de que “no existía alternativa” al libre mercado. Y el
mundo caía hechizado bajo el relato del filósofo Mark Fisher y su
concepto de “realismo capitalista”.
Pero
este capitalismo neoliberal de las últimas dos décadas no termina de
funcionar. Aunque a algunos la posibilidad de su muerte o de un cambio
profundo le suene tan fantasioso como los viajes a través del
espacio-tiempo.
— ¿Muchos autores hablan de la muerte del capitalismo? ¿Es excesivo?, pregunta el periodista.
— Es una pregunta tonta. No tengo comentarios.
Daniel Drezner, escritor, columnista en The Washington Post y
profesor en la Escuela de Leyes de la Universidad de Tufts en Boston
(Estados Unidos), representa muy bien ese pensamiento anglosajón de la
dificultad de imaginar ningún otro sistema además del capitalismo.
Ni que decir tiene de su muerte. Quizá porque en lo más oscuro del
sueño americano lo opuesto a capitalismo es comunismo. Aunque tal vez se
equivoca. Una encuesta de Gallup revela que la mitad de los jóvenes
adultos estadounidenses ya prefieren algún tipo de socialismo al
capitalismo.
Hace falta reformar el sistema económico.
Se llame capitalismo progresista (Joseph Stiglitz), socialismo
participativo (Thomas Piketty), Green New Deal (Alexandria
Ocasio-Cortez) o democracia económica (Joe Guinan y Martin O’Neill). Ya
acordaremos su gramática. Lo que resulta innegable es que el sistema
tiene fallos. En vez de prosperidad para todos también ha traído bajos
salarios, más trabajadores en la pobreza, crisis bancarias,
la mayor desigualdad de la historia,
populismo y las cenizas de la emergencia climática. “Además el sistema,
lo ha advertido la OCDE, está cercando a las clases medias, que es la
base para medir una prosperidad bien repartida”, alerta Emilio
Ontiveros, presidente de Analistas Financieros Internacionales (AFI),
quien recorrerá estos daños en su próximo libro,
Excesos
(Editorial Planeta). Sin embargo, por el mundo discurre un insólito
consenso de que danzamos ebrios sobre el acantilado, tras décadas
embebidos por una especie de anarcocapitalismo. Incluso Ray Dalio,
fundador del fondo especulativo más rentable del planeta, Bridgewater
Associates, ha sentido su particular epifanía. “Todas las cosas buenas
llevadas al extremo pueden ser autodestructivas y todo debe evolucionar o
morir. Esto es ahora cierto para el capitalismo”, advierte.
Hay que cambiar, y hacerlo antes —escribió Ernesto Sábato— de que llegue el fin. Hasta el periódico conservador británico Financial Times
abraza la ida. El 18 de septiembre, miércoles, envolvía una publicidad
con un titular que hizo que se le atragantara la tostada a muchos de sus
lectores: Capitalism. Time for a Reset. “Hablar del final del
capitalismo es un relato potente. En muchos aspectos, nunca hemos estado
en una posición tan débil. Desde luego hay un enorme apetito y ganas de
transformar la economía (sobre todo por las implicaciones en el cambio
climático) pero estamos históricamente bajos en términos de poder
político y recursos”, matiza Jonathan Gordon-Farleigh, cofundador de
Stir to Action, una organización que quiere construir una nueva economía
basada en la “propiedad democrática”.
Esa historia es un recuento de días desperdiciados. Después del
derrumbe del comunismo soviético en 1989 y la entrada durante 2001 de
China en la Organización Mundial del Comercio (OMC) pareció que, durante
un breve fogonazo de la existencia humana, el planeta convergía hacia
una política económica de libre mercado y democracias liberales. Mera
ilusión. “Mirando hacia el pasado, el tiempo desde la caída del Muro de
Berlín parece una oportunidad perdida”, narró en 2017 el novelista Kazuo
Ishiguro durante la aceptación del premio Nobel. “Se han permitido que
crezcan enormes desigualdades de riqueza y oportunidades. […] Y los
largos años de políticas de austeridad impuestas a la gente normal
después del escandaloso crash de 2008 nos han llevado a un presente en
el que proliferan las ideologías de extrema derecha y los nacionalismos
tribales. El racismo está aumentando otra vez, revolviéndose debajo de
nuestras calles civilizadas como el despertar de un monstruo enterrado”.
La amenaza es cierta y sólo Kenzaburó Oé, otro Nobel, logra plantear la
pregunta precisa al evocar el título de uno de sus extraordinarios
cuentos: Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura.
Aciertos y errores
El capitalismo busca su redención, escribir al mundo una narrativa
nueva; y justa. La sociedad reclama una economía más inclusiva, menos
explotadora y menos destructiva con el planeta. Es cierto que el sistema
actual ha reducido la pobreza en la Tierra, aumentado los índices de
escolarización o proporcionado una base para conseguir una vida mejor
pero ha fracasado en lo innegociable: el reparto de la riqueza. “Pese a
todo, el capitalismo es el único sistema posible. No buscamos otro.
Estamos en una situación similar a la de los años treinta, el sistema
tiene que generar soluciones para salvarse así mismo”, reflexiona
Federico Steinberg, investigador principal del Real Instituto El Cano.
Características de una exclusa que busca sus diques de contención
sostenida por sus propias metáforas. “El reto es suavizar sus efectos
más destructivos igual que se hace con las presas en los ríos. No se
sustituye el sistema fluvial de la naturaleza pero se controlan las
crecidas para evitar las inundaciones y que en las sequías haya agua que
beber”, explica el economista José Carlos Díez.
Lejos de España, en la Gran Manzana, Branko Milanović
no sueña con ovejas eléctricas sino con tablas de datos. Con ellas, el
economista, profesor de la Universidad de Nueva York, analiza la
desigualdad. No deja de ser paradójico que las cifras cuenten hoy mejor
que las palabras el relato de nuestra existencia. “Muchas personas hablan de la ‘crisis del capitalismo’.
Un error. Es justo lo contrario. Nunca ha tenido tanto poder y
prevalencia como ahora”, cuenta en una entrevista en Promarket, la
bitácora del Stigler Center de la Escuela de Negocios de la Universidad
de Chicago. “Hace falta, eso sí, un ‘capitalismo civilizado’. Pero el
capitalismo perdurará como el único modelo de producción posible porque
no tenemos otra alternativa. Esto no significa que no la tengamos dentro
de 200 años”, avanza. Quizá no haya que esperar tanto. “Vivimos en el
tiempo del capitalismo. Su poder nos parece ineludible. Pero también lo
pareció el derecho divino de los reyes”, escribió en 2014 la poeta
Ursula Le Guin.
En su último libro, Capitalism, Alone, Milanović distingue
dos tipos de sistemas que compiten entre sí. Un capitalismo liberal y
meritocrático —el Occidental— frente al capitalismo autoritario de
China. Este último es la expresión de una burocracia eficiente, la
ausencia del imperio de la ley y la autonomía del Estado. Mientras, el
capitalismo liberal, sirve, sobre todo, a la plutocracia. Ambos
comparten tristes vínculos: el aumento de la inequidad y la
concentración del poder político y económico en manos de una élite.
Aunque quizá el hallazgo que desvela al experto, en ese contar de
ovejas, sea otro. Y resulta muy inquietante. “El reajuste económico del
mundo no es solo geográfico; también político. El éxito económico de
China socava el mantra Occidental de que existe un vínculo irrebatible
entre capitalismo y democracia liberal”, sostiene el economista.
Bajo este cielo de incertidumbres, un colega de Milanović, el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, plantea un “capitalismo progresista”.
Y no es un oxímoron. Sino un pasar de páginas de su libro People, Power
and Profits. Todo gravita sobre la atracción de una idea central. “La
visión de que el Gobierno es el problema, no la solución, es un error.
Al contrario. Muchos de los mayores desafíos de nuestra sociedad como el
exceso de contaminación, la inestabilidad financiera o la inequidad han
sido creados por los mercados”, denuncia Stiglitz. Los economistas,
sobre todo de izquierdas, buscan salidas al laberinto. El francés Thomas Piketty propone un “socialismo participativo”.
La propiedad se vuelve “temporal” y los “bienes y la fortuna circulan
de forma permanente”. Plantea que los supermillonarios deberían estar
sujetos a un tipo sobre el patrimonio de hasta el 90%, las empresas
tendrían que manejarse en términos de cogestión (los trabajadores
compartirían el poder) y los jóvenes a los 25 años recibirían algo
parecido a una herencia de 120.000 euros. Un derrocamiento del derecho
divino de los reyes. “Los planteamientos de Stiglitz buscan reequilibrar
la balanza, los de Piketty quieren cambiar la historia”, observa Carlos
Martín, director del gabinete Económico de Comisiones Obreras. “El
economista francés persigue redefinir el concepto básico del sistema
capitalista: la propiedad privada. Aspira a transformarla haciéndola
temporal, elevando su rotación. Aplica al capital las mismas recetas que
éste le ha administrado al trabajo durante la hegemonía neoliberal.
Parafraseando al filósofo Zygmunt Bauman [1925-2017] hace líquido al
capital para conseguir una sociedad más sólida”. “Pero todo es igual, y
tú lo sabes”, escribió el poeta Luis Rosales. Piketty cree que no
existen diferencias entre los titanes de las grandes tecnológicas y los
oligarcas rusos: ambos explotan los recursos de la sociedad.
Aunque si existen unas tierras que drenan esa riqueza son los paraísos fiscales y la elusión de las grandes corporaciones.
“Es la mayor amenaza a un capitalismo justo y progresista”, admite Alex
Cobham, consejero delegado de Tax Justice Network. Todos los años,
asegura, las multinacionales privan a los Gobiernos de unos ingresos de
500.000 millones de dólares. “Con ellos, habría suficiente para dar dos
dólares diarios a los 650 millones de seres humanos que viven por debajo
del umbral de la pobreza, situada en 1,90 dólares”, calcula el
activista fiscal.
Pero el sistema acorrala la equidad. “La erosión de las bases
imponibles y el traslado de beneficios perpetúan un capitalismo desigual
e injusto”, avisa Brad Setser, economista del think tank neoyorkino
Council on Foreign Relations. La organización revela un dato que
justificaría por sí solo una algarada: las corporaciones estadounidenses
comunican siete veces más beneficios en pequeños paraísos fiscales
(Bermuda, el Caribe Británico, Irlanda, Luxemburgo, Holanda, Singapur y
Suiza) que en seis grandes economías (China, Alemania, India, Francia,
Italia y Japón).
Quizá el problema es que demasiadas veces la sociedad se comporta
como un gas inerte y vacío. Frederick Douglass (1818-1895),
abolicionista estadounidense, advirtió: “El poder no da nada sin
exigírselo. Nunca lo ha hecho y nunca lo hará”. Hace falta tensar el
discurso, sentir el dolor de millones de personas y entender el planeta
con la ambición de cambiarlo. Una nueva generación de economistas y
pensadores (Joe Guinan, Martin O’Neill, Christine Berry) quiere
redistribuir el poder económico. Al igual que en una democracia sana se
reparte entre todos el control político. Lo llaman “democracia
económica”. El resultado es una economía que se ajusta a la sociedad y
no —como ocurre ahora— una sociedad subordinada a la economía. “Esta
nueva economía en realidad no habla de economía sino de una visión
distinta del mundo”, concede Christine Berry en The Guardian.
Cambio de era
Estamos en medio de un cambio de era, los desafíos, como la
emergencia climática, no tienen parangón en la historia humana, y
veremos si conducen a una nueva Ilustración o al invierno de la Edad
Media. En este tránsito, Jason W. Moore, historiador medioambientalista,
propone el término Capitalocene. “Una provocación” —admite— “frente a
los argumentos del popular Antropoceno. El conflicto entre la Humanidad y
la Naturaleza. Esta revisión medioambiental del capitalismo considera
que el “crecimiento económico”, “la dominación social y la desigualdad”
son cómplices entre sí, y juntos incendian la actual crisis planetaria.
Entonces, ¿puede sobrevivir este sistema? “La historia no es una bola
cristal. Sin embargo, desde hace 3.000 años, los cambios climáticos son
desfavorables para las clases dominantes. Fue cierto en el famoso
colapso de la Edad de Bronce (siglo XII a.C) o durante la primera crisis
climática del capitalismo —de 1550 a 1715—, en la peor parte de la
Pequeña Edad del Hielo (PEH). La esclavitud y el recurso a la
agricultura evitaron su muerte. Pero generó horribles conflictos
militares”, resume el historiador.
Sin embargo, el capitalismo hoy, entendido también como un sistema
cultural y de poder, sigue poniendo en peligro la existencia de la vida
en la Tierra. El Green New Deal, lanzado por la congresista demócrata
Alexandria Ocasio-Cortez, es un movimiento de gente joven para salvar un
planeta muy avejentado. Quiere generar en diez años toda la
electricidad de Estados Unidos a partir de fuentes limpias, actualizar
la red de energía, modernizar las infraestructuras de transporte y
formar a los trabajadores para que encuentren espacio en este paisaje
verde. En hebreo se resume con una palabra: Hineni. “Aquí estoy”. La
respuesta que Abraham dio al Señor cuando le pidió que sacrificara a su
hijo Isaac. Pero que nadie espere hallar aquí a los humildes y los
mansos. En el mundo hay 40 billones de dólares en fondos de pensiones,
si volcaran parte de sus recursos sobre las energías limpias (y dieran
la espalda a lo fósil), las finanzas ayudarían a resolver un desastre
del que algunos les acusan.
Porque la última década ha sido un viaje insoportable a través de una
inmensa desigualdad, un crecimiento mínimo de la productividad y una
enorme crisis financiera. El sistema no funciona y el dolor de muchas
sociedades occidentales se parece a ese caballo que grita en el Guernica
de Picasso. Es el auge del “capitalismo rentista” —según el escritor y
columnista Martin Wolf— el que justifica esta imagen. “Una economía en
la cual el mercado y los poderes políticos permiten a individuos y
empresas privilegiadas extraer de los demás gran parte de esa renta”,
describe en Financial Times. Y remata: “Las finanzas liberalizadas
tienden a metastatizar como un cáncer”. El economista estadounidense
Stephen Ceccehtti advierte de que el “desarrollo financiero es bueno
hasta cierto punto, a partir de ese límite se convierte en un obstáculo
para el crecimiento”. ¿Hace falta un nuevo sistema? “La solución”
—matiza por correo electrónico— “no es un sistema financiero diferente
sino solo uno más pequeño”. También más justo.
Las millonarias retribuciones de muchos directivos han servido al
capitalismo para “expoliar renta” de la sociedad, critica el economista
británico independiente Andrew Smithers. Unos salarios orgiásticos
logrados, según este experto, a costa de la inversión a largo plazo de
las empresas. El resultado es una baja productividad y un crecimiento
económico lento. “Y el crecimiento supone una parte esencial de la
felicidad por dos razones: la pesadumbre producida por la caída de los
ingresos resulta mayor que la ocasionada por el aumento y, además, la
esperanza de progreso personal, pero también de nuestros hijos y nietos,
es básica para nuestro bienestar”, defiende Smithers.
Ese desequilibrio tiene una geografía interior, inmaterial, pero
también física. Él éxito de ciudades y territorios como la bahía de San
Francisco, Los Ángeles, Nueva York o Londres ha generado un efecto
llamada de personas con talento y bien retribuidas. Su llegada no solo
dispara los precios inmobiliarios sino que crea escalones muy distintos
en los ingresos de la zona. Y sobre la tierra se acumula la desigualdad.
De varias maneras. “Absorbiendo talento de las regiones y de una forma
más sutil a través de una cultura del desdén hacia las provincias”,
alerta el economista Paul Collier.
Pero lejos de la macroeconomía, las grandes tendencias que mueven el
mundo o la necesidad de desarrollar un mecanismo que responda a los
retos de la era postindustrial quizá todo sea más cercano, más sencillo.
Necesitamos una “economía del afecto”. Una que no ignore, por ejemplo, a
la mayoría de la Humanidad: los niños y las mujeres. Ni el trabajo
esencial que éstas desempeñan. A veces sin ser retribuido, a veces
infrapagado. Un sistema que entienda que tal vez el único oficio real
que existe desde que el hombre aprendió a sentir es cuidar de sus seres
queridos. El auténtico capitalismo del siglo XXI.
Dos voces. Un nuevo milenio. El capitalismo ha muerto. ¡Viva el
capitalismo! El mundo sorprendido en plena conversación con sus íntimos
contrasentidos. Gar Alperovitz tiene 83 años. Es un prestigioso
economista político y activista estadounidense. A veces algo marginal.
Recuerda a Noam Chomsky. No porque le escuchen pocos, sino por la
hondura de sus palabras. Desde los años sesenta ha presentado
innovaciones económicas que ponen por delante la sociedad frente a los
beneficios. En 2000 cofundó, en la Universidad de Maryland (Estados
Unidos), Democracia Colaborativa, un centro de investigación para
revitalizar las zonas más deprimidas del país. Sus trabajos en
Cleveland, una ciudad que, al igual que Detroit, vivió una pérdida
inmensa de empleos, fueron reveladores. Concibió un “sistema de
generación de riqueza” construyendo relaciones económicas locales, a
pequeña escala; lejos de las grandes cadenas de distribución; ajenas a
las poderosas multinacionales. El capitalismo ha muerto. ¡Viva el
capitalismo! Branko Milanović, 65 años, economista de origen serbio que
trabaja en Estados Unidos, es imprescindible, junto con el francés
Thomas Piketty, para comprender la desigualdad del planeta. Dos voces.
Un nuevo milenio. Si el capitalismo actual ha muerto, ¿llega, entonces,
una economía más democrática?
Gar Alperovitz siente, parafraseando al dramaturgo Bertolt Brecht,
vivir en el principio del comienzo. “Una nueva sociedad democrática no
es una fantasía idealizada”, reflexiona. “Es cierto que aún no estamos
en una era de cambio sistémico. Sin embargo, de manera constante pero
segura, y en medio del dolor y las negativas propuestas populistas, se
están creando movimientos políticos, ambientales, raciales y culturales,
así como nuevos esfuerzos de estructura institucional, orientada a una
posible reconstrucción a largo plazo”. Vibra en el aire una necesidad de
cambio. Porque algunos peligros se conocen desde hace tiempo. “Los
hombres no deberían ser gobernados por ninguna autoridad que no puedan
controlar”, advirtió en 1921 el teórico socialista británico R. H.
Tawney. El capitalismo de las últimas décadas ha sido el inútil empeño
de cabalgar un tifón. Y cientos de millones de seres humanos han
sufrido. “Una economía ideal”, observa Alperovitz, “debe partir de un
fuerte compromiso de construir comunidades saludables y equitativas
basadas, desde sus cimientos, en instituciones económicas democráticas”.
Esa imagen la recoge Branko Milanović, la lleva a su terreno, la baja
al suelo: la injusticia, y, desde ahí, plantea su particular comienzo.
“Un sistema económico idóneo tiene que estar regido por una baja
inequidad de ingresos y riqueza, mismas oportunidades para prosperar y
conseguir trabajo y una relativa igualdad de influencia política”,
desgrana el economista. Dos voces. Un nuevo milenio. Hay otras, claro,
muchas. Jonathan Gordon-Farleigh, cofundador de Stir to Action, una
institución que plantea una nueva economía basada en la “propiedad
democrática”, imagina un capitalismo trazado por una “economía plural
que democratice la propiedad dentro de los centros de trabajo y
comunidades a través de cooperativas y empresas donde los empleados sean
dueños”. Mientras, James Meadway, antiguo asesor de -John McDonnell, el
portavoz laborista en la sombra, defiende algo tan evidente como
lejano: “Una economía radicalmente más justa, más democrática y más
sostenible en la que la riqueza sea compartida por todos”. ¿El
capitalismo ha muerto? ¿Viva el capitalismo?
https://elpais.com/economia/2019/10/18/actualidad/1571397259_309335.html