Modelo de estabilidad y crecimiento en la región, Chile oculta una sociedad muy desigual con graves carencias. El sistema privado de pensiones, del que el país fue pionero, deja unas prestaciones muy bajas. En los 70, y bajo la inspiración de Friedman, el país liberalizó la economía y privatizó el sector público.
Chile ha sido, en las últimas décadas, un ejemplo de
estabilidad económica y política en América Latina. En lo económico, el país
que gobierna Rafael Piñera es el más abierto del continente y el más liberal, o
neoliberal, en línea con las reformas que implantaron los economistas de la
Escuela de Chicago a mitad de los años 70. Pero ese crecimiento ha venido
acompañado de unos niveles de desigualdad que han alimentado un profundo
malestar y explican la explosión popular de los últimos días que suma ya once
muertos.
Chile crece a un ritmo del 2,5%. Se trata de una de las
velocidades más altas para una región en crisis. La inflación está contenida en
el 2%. Pero para el que visita el país, saltan a la vista las carencias. En la
sanidad, por ejemplo, las infraestructuras públicas son mínimas (un solo TAC
para toda una provincia) y la atención psiquiátrica es prácticamente
inexistente. En educación, el país nunca ha recuperado los niveles que tenía a
principios de los 70 (es decir, previos a la dictadura de Augusto Pinochet).
Los salarios son bajos, pese a que el país tiene uno de los ingresos por
habitante más altos de Sudamérica. Y después están las pensiones, convertidas
ya en un problema. Muchas pensiones no llegan al salario mínimo y no alcanzan a
todos. Y no hay solidaridad: quien no ha cotizado, apenas recibe alguna cosa.
El fracaso de las pensiones es especialmente lacerante.
Chile fue pionero en el continente en la implantación de un sistema de
pensiones privado, o de capitalización (en contraposición al modelo de reparto,
soportado por el Estado). Su creación fue parte del paquete de medidas
liberalizadoras que la dictadura de Pinochet puso en marcha después del golpe
de Estado contra el gobierno de izquierdas de Salvador Allende, el 11 de
septiembre de 1973. Pinochet no era un hombre con ideas claras sobre la economía.
Y se dejó cautivar por Milton Friedman, intelectual y cabeza visible de la
escuela clásica o liberal. El economista visitó Chile meses después del golpe,
invitado por ex alumnos de la Universidad de Chicago. La entrevista entre ambos
duró sólo 45 minutos, pero la sintonía permitió que la junta militar aceptara
que algunos economistas afines a esta escuela, los ‘Chicago boys’, asumieran
tareas de responsabilidad en el gobierno.
A mediados de los 70, Chile liberalizó la economía y
privatizó el sector público. En la práctica supuso un duro ajuste. Pero se
tradujo también en un fuerte crecimiento. En ese contexto se privatizaron las
pensiones mediante un sistema muy particular. El Estado obliga al asalariado a
destinar un 10% de su salario bruto a su pensión futura. Esas cantidades son
gestionadas por gestores externos. La fórmula obtuvo la bendición del Banco
Mundial y el FMI, que enviaban delegaciones para analizar in situ el modelo.
Pero el resultado ha sido peor de lo esperado. Algunos
problemas son comunes a otros sistemas. Con los tipos de interés próximos a
cero, la inversión tiene dificultades para encontrar un rendimiento a esos
fondos. Otros problemas son propios del modelo chileno. Pese al envejecimiento
de la población, ese 10% de cotización no ha variado. El resultado es que las
pensiones finales son muy bajas. Y sus perceptores deben completar esos
ingresos con trabajo precario. El sistema es también particularmente cruel. El
que no ha cotizado (o ha estado un periodo sin cotizar) no recibe pensión. Solo
una aportación mínima del Estado (que ahora Piñera quiere aumentar). Tampoco
las gestoras de las pensiones (hay seis en funcionamiento) son especialmente
competitivas, sus costes son elevados y los repercuten sobre las pensiones
finales.