Las expectativas frustradas y la desafección con los políticos han dinamitado la paciencia de millones de personas y explican las protestas que se suceden de norte a sur en la región.
Las expectativas frustradas han dinamitado la paciencia
de millones de latinoamericanos. Las protestas en la región más desigual del
planeta se suceden a ritmo vertiginoso, de Haití a Chile; de Centroamérica a
los Andes. Buscar una explicación sencilla para una región con una veintena de
países y más de 600 millones de personas, no obstante, resulta quimérico, pese
al empeño de no pocos en tratar de construir una suerte de primavera
latinoamericana —en un continente donde, para más inri, las estaciones brillan
por su ausencia— o armar un complot orquestado por Venezuela, que pese a no
sujetarse en pie, sí resulta que tiene la capacidad de desestabilizar a casi
todo un continente. El frenazo a millones de anhelos, el cuestionamiento de
modelos económicos como el neoliberalismo, la desafección por los políticos,
sin importar su ideología, son combustible común en todos los países para que
se prenda una llamarada que no tiene visos de apagarse a corto plazo.
América Latina es un hervidero de protestas en un mundo
que se volvió una “cartografía a descifrar”, en palabras del periodista e
historiador Pablo Stefanoni. En algunos casos porque la calidad de vida
empeora, como en Argentina o Ecuador; también en Chile o, hace años, Brasil,
donde además se frenaron las expectativas de una clase media a la que se
incorporaban cada vez más personas. Las movilizaciones de estos países, las
menos mediáticas de los estudiantes en Colombia o las de Haití, no se entienden
tampoco sin girar a ver a los chalecos amarillos franceses, las protestas de
Hong Kong o, más recientemente, las de Líbano. Sin embargo, los estallidos
sociales han formado parte del paisaje político latinoamericano desde hace
décadas y tuvieron un momento álgido a finales de los noventa y principios de
este siglo. “Hay toda una cultura de movilizaciones que funciona como un
mecanismo de presión para exigir la ampliación de derechos y una disminución de
las históricas injusticias sociales”, explica Luciana Cadahia, investigadora de
CALAS Andes.
Pese a que cada país tiene sus características específicas,
el fin del boom de las materias primas o commodities sobrevuela la
incertidumbre económica. “En algunos lados lo que se agota es el
neoliberalismo, en otros los proyectos nacional-populares tienen un problema de
fondo que la región no puede encarar que es el modelo de desarrollo. Incluso en
el giro a la izquierda, las mejoras fueron redistributivas, políticas sociales
que democratizaron el consumo. No hubo cambios de fondo, ni económicos ni
institucionales”, ahonda Stefanoni. Aunque la desigualdad por ingresos se ha
reducido desde 2000, uno de cada 10 latinoamericanos vive en pobreza extrema
(10,2%). En 2002 había 57 millones de personas en situación de carestía extrema
en América Latina; 15 años después, la cifra subió a 62 millones. En 2008 fue
de 63 millones, según la Cepal, organismo dependiente de Naciones Unidas. “Uno
de los denominadores comunes son las expectativas frustradas, la precariedad de
la gente que había recuperado algo y ahora ve cómo sus anhelos y sueños se
vienen abajo. Eso ha exacerbado una enorme furia”, apunta Arturo Valenzuela,
subsecretario de Estado para América Latina durante la Administración de Barack
Obama.
“Las actuales protestas populares están muy vinculadas
con el modelo económico que, desde los años noventa, se trata de implementar
una y otra vez en la región”, considera Cadahia, quien, como otros analistas
consultados, ven en los diferentes tipos de ajuste de los Gobiernos uno de los
denominadores comunes de las protestas: “Los Estados tienen el rol de proteger un
modelo económico que no genera fuentes de trabajos ni necesita disminuir las
brechas de desigualdad. De manera que deja de invertirse en aspectos claves
como educación y tecnología. Las instituciones se deterioran, las desigualdades
crecen y el malestar lo empieza a sentir cada ciudadano cuando descubre cómo se
va deteriorando su vida cotidiana, su día a día”. En ese sentido, la académica
y feminista cubana Ailynn Torres considera que las protestas “arremeten contra
el orden de la desigualdad, que no desactivaron de forma notable los Gobiernos
del anterior ciclo progresista, y de la pobreza que sí se redujo
considerablemente en el ciclo anterior, pero que volvió a ampliarse
progresivamente después de 2008, y muy aceleradamente después de 2015”, señala
la investigadora de Flacso, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.
La autoridad de la clase política ha quedado evidenciada
las últimas semanas, aunque la demanda de nuevos liderazgos se viene
manifestando desde hace meses, sino años. La fuente de inestabilidad es total,
como ilustra Stefanoni: “En Chile en la última elección votó menos del 50% de
los habilitados; en Bolivia la mitad del país cree que en las elecciones hubo
fraude; en Ecuador el sucesor de Correa dio un giro significativo en sus alianzas
y discursos ideológicos; en Brasil se votó con uno de los favoritos [Lula]
preso y acusado de corrupción; en Perú todos los expresidentes terminaron en la
cárcel por el caso Odebrecht y uno se suicidó”.
No se trata tanto de interpretar, pues, el malestar en el
eje izquierda o derecha. El último Latinobarómetro ya apuntaba en esta línea.
Para el 75% hay una percepción de que se gobierna para unos pocos y que los
Gobiernos no defienden los intereses de la mayoría. Según el estudio, solo el
5% opina que hay democracia plena; el 27% que hay pequeños problemas; el 45%,
grandes problemas y un 12% considera que no se le puede llamar democracia a lo
que hay hoy en día. Más allá, el promedio de quien considera democrática a
América Latina es de 5,4 en una escala de 1 a 10.
El desprestigio de la política y de los gobernantes no
implica necesariamente una desafección con la misma, pues las sociedades
latinoamericanas están más que politizadas Para Arturo Valenzuela evidencia la
necesidad de llevar a cabo una serie de reformas políticas que aún no se han
logrado. “Hay presidentes que son minoritarios y se creen mayoritarios, que no
tienen después el apoyo de los Congresos. Todo eso genera una parálisis y una
crisis de representación”, explica el exfuncionario del Gobierno de Estados
Unidos.
Oliver Stuenkel, profesor de Relaciones Internacionales
de la Fundación Getulio Vargas, de Sao Paulo, siente que “los números cuentan
una historia y las élites económicas y políticas están contentas con esos
números, pero la experiencia de las personas es otra”. Stuenkel pone como
ejemplo las protestas de Brasil, en 2013, muy similares en su origen a las de
Chile de hace una semana. “Lo que vivimos es consecuencia de una sociedad muy
desigual, no solo desde el punto de vista económico. Hay que ver por dónde se
mueven las élites, con quién se relacionan. Y hay que incluir a la élite
intelectual, periodistas, analistas, entre los que me incluyo, no anticiparon
esto. Es una muestra de que la élite financiera, política e intelectual de
América Latina no ha sido capaz de monitorear y entender lo que pasa en la
sociedad”.
El ejemplo más paradigmático de esa lejanía —más allá de
la ceguera autócrata de Nicolás Maduro, que tiende a negar la mayor desde hace
años— quizás lo haya dado estos días el presidente de Chile. Sebastián Piñera
pasó de celebrar el oasis en el que, supuestamente, se encontraba su país a ver
cómo explotaba una olla a presión; de decir que estaban en guerra contra un
enemigo todopoderoso pasó a saludar las manifestaciones que, precisamente,
reclaman su renuncia y a exigir a sus ministros que pongan sus cargos a
disposición. Ailynn Torres, en consonancia con otros analistas y académicos
consultados, se muestra cauta de cara a lo que vendrá: “Los resultados son
inciertos y quizás no sean mucho más claros cuando termine el momento agudo. Lo
que está en juego es mucho más que eso; los pueblos lo saben, y los Gobiernos
también”.