La seguridad económica global está amenazada y con ella la estabilidad política del mundo. Países ricos como el Reino Unido y EE UU torpedean la fluidez de las relaciones internacionales.Más de una década después del estallido de la crisis de 2008, la vulnerabilidad sigue dominando los estados de ánimo.
El mundo vuelve a complicarnos la existencia. La
inseguridad global está ocupando un espacio cada día mayor en la vida de la
gente. Influye en la actividad económica al sembrar la incertidumbre sobre las
condiciones que determinan nuestro bienestar. La sensación de que vivir mejor
no depende solo de lo que hagamos nosotros encuentra cada día más respaldo en
un entorno internacional que transmite más inquietud que tranquilidad. Más
fracturas que cohesión.
Más de una década después del estallido de la crisis de
2008, una de las más severas de la historia, la vulnerabilidad sigue dominando
los estados de ánimo. No solo porque no se hayan restaurado completamente los
daños causados por aquella, sino porque no terminan de desaparecer las amenazas
de episodios como algunos de los que conformaron esa catástrofe, y porque
surgen otros no menos perturbadores, como el proteccionismo y la confrontación
entre potencias económicas.
A diferencia de otras épocas, las amenazas van más allá
de las relaciones comerciales, pues también se intenta limitar la movilidad de
las personas, para extender la desconfianza en el otro. Los fundamentos de la
organización económica y política surgida tras la Segunda Guerra Mundial están
siendo torpedeados. La permeabilidad del progreso entre los países, los usos y
normas que han gobernado las relaciones internacionales en los últimos setenta
años también han sido puestos en entredicho. No los cuestionan los países con
menor predicamento y peso específico en las relaciones económicas internacionales,
sino potencias económicas y militares de primer nivel, empezando por Estados
Unidos. Aquellos que creían que “la globalización era un proceso irreversible”,
como llegó a declarar el antiguo secretario general de la ONU, Kofi Annan,
estarán perplejos por la sucesión de episodios que desautorizan esa opinión. No
se trata de acontecimientos menores, sino de una suerte de importantes
enmiendas al propio sistema económico. Mordeduras de la época, con palabras del
poeta Juan Gelman, que serán difíciles de cicatrizar. Secuelas de una fase de
varias décadas en la que se han cometido excesos. La crisis desencadenada en
2008 es la referencia de mayor significación, la frontera que define muy
probablemente el inicio de una nueva etapa, frente a la cual no es fácil
encontrar abrigo, como sugiere el poeta.
Los gobiernos de Estados Unidos y Reino Unido, con el
apoyo democrático de sus ciudadanos, han adoptado decisiones que desautorizan
décadas de cooperación, de integración internacional. Han abierto una fase de
desencuentros, de tensiones internacionales, que solo conocíamos cuando los
historiadores nos daban cuenta de los errores políticos cometidos durante la
Gran Depresión, aquella gran crisis económica de los años treinta del siglo
pasado a la que solo puso fin el inicio de la Segunda Guerra Mundial.
No es fácil discernir si esas amenazas en el entorno
internacional son una mera inflexión en una larga época de excesos o el inicio
de una fase en la que dominarán los desencuentros. A la desconfianza en la capacidad
del capitalismo para garantizar prosperidad a la mayoría se une el recelo del
sistema político, incluso de la democracia, entre un número cada día mayor de
ciudadanos.
El bienestar de la población de un país no depende
únicamente de lo que hagan sus agentes económicos, sus empresas, sus familias o
sus administraciones públicas. Depende también en gran medida de lo que ocurra
en el entorno en el que ese país se desenvuelve, del grado de apertura de su
economía y de la intensidad de sus relaciones con el exterior. La
globalización, la integración e interdependencia económicas, pero también
política, entre los países se ha acentuado mucho en las últimas décadas. Es
difícil hoy que una economía nacional pueda sustraerse a lo que ocurre en
otras, incluso si no son muy estrechos los vínculos comerciales o financieros
de esa economía con ellas.
Para bien y para mal. Para bien, cuando las principales
economías del mundo mantienen un pulso firme, crecen los intercambios de bienes
y servicios y la estabilidad política internacional está garantizada. Entonces
las demás economías tienen más probabilidades de verse favorecidas, incluso si
sus agentes no aciertan a tomar las decisiones correctas, o se posponen las que
deberían adoptarse.
Para mal, si algunas de esas grandes economías cuyo peso
específico determina el pulso global tienen un comportamiento deficiente. En
ese caso es altamente probable que, aun cuando en algunas economías nacionales
menos importantes se adopten políticas adecuadas, los resultados no sean
favorables. Si el mundo está en paz, se respetan las normas y los acuerdos
internacionales, y los gobernantes de las principales economías convienen en
que las ventajas de esa integración internacional pueden ser superiores a sus
inconvenientes, las probabilidades de que aumente la prosperidad son mayores.
Y, en todo caso, dependen en mayor medida de las decisiones que se adopten por
los gobiernos de cada país.
Ese era el convencimiento en el que se habían asentado
las relaciones internacionales, no solo económicas, desde el final de la
Segunda Guerra Mundial. La apertura de las economías era objetivamente buena
para la consecución de aumentos del bienestar, y el comercio entre las naciones
podría ser en sí mismo una fuente de entendimiento. A la larga, la integración
internacional podría beneficiar a todos, aunque lo hiciera de forma desigual,
dependiendo de las capacidades y habilidades de cada país, de la calidad de las
políticas adoptadas y de sus instituciones. La concurrencia entre economías
nacionales constituía también un poderoso estímulo para la superación, para
hacer las cosas cada vez mejor, para ser competitivos, en definitiva. Ese
convencimiento, denominador común en un número creciente de países, ha
propiciado el progreso durante los últimos setenta años, aunque como veremos
también ha generado consecuencias adversas, excesos que todavía estamos
pagando.
En la actualidad, esas presunciones parecen estar
cambiando. O, al menos, algunas de las cosas que están pasando son reveladoras
de que ese convencimiento no es completo. La globalización está en entredicho.
Y quienes la cuestionan en mayor medida no son precisamente los países con
economías más vulnerables, más necesitadas de protección, sino algunos de los
más ricos, con las economías más avanzadas: Estados Unidos, sin ir más lejos,
pero también algunos países de Europa. La retórica proteccionista, en su más
amplia acepción, no solo comercial, sino incluso humana, ha alcanzado una
dimensión que inquieta. El retraimiento de las sociedades se manifiesta cada
día de forma más explícita en las preferencias políticas. Dirigentes de nuevo
cuño, manifiestamente nacionalistas, xenófobos en no pocos casos, son elegidos
democráticamente en las sociedades más avanzadas.
Las consecuencias de esa deriva no son fácilmente
previsibles, aunque algunas de ellas ya estén emergiendo. La seguridad económica
está seriamente amenazada, porque lo están las relaciones comerciales,
financieras y tecnológicas entre las economías más importantes, aquellas con un
peso específico determinante en el valor de la producción de bienes y servicios
y, en consecuencia, del empleo y del bienestar mundial. No hace falta exagerar,
pero es cierto que vivimos un momento de gran significación histórica no exento
de amenazas sobre el bienestar de la mayoría de la gente, desde luego de los
que dependen de su trabajo como única fuente de ingresos.
***Articulo publicado en El País (España) el día 9 de
noviembre de 2019 www.elpais.com
****Emilio Ontiveros es economista y fundador de
Analistas Financieros Internacionales (Afi). Este texto es un extracto de
‘Excesos. Amenazas a la prosperidad global’, que publica Planeta el 14 de
noviembre.