Manuel Sánchez González dice que el mayor riesgo al que se enfrenta Chile es el de un retroceso económico que se daría si al introducirse cambios legislativos se debilitaran o eliminaran los fundamentos que convirtieron al país en un ejemplo de progreso.
Durante octubre y noviembre, Chile ha experimentado
continuas protestas multitudinarias con crecientes reclamos al gobierno.
El origen inmediato del malestar fue la decisión
gubernamental de incrementar en 3,7 por ciento las tarifas del metro de
Santiago. Las manifestaciones fueron lideradas por grupos estudiantiles que
propugnaban por evadir el pago en las instalaciones de transporte. Ante el
cierre oficial de estas facilidades, los disturbios se propagaron. La represión
por parte de las fuerzas del orden fue severa, lo que generó indignación.
Las demostraciones se han extendido a otras regiones del
país y han atraído a capas más amplias de la sociedad. Las demandas han
incluido aspectos tan variados como el costo de vida, los precios de la
atención médica y los medicamentos, el monto de las pensiones y la calidad del
sistema educativo, entre muchos otros.
Resulta difícil descifrar las raíces de las repentinas
movilizaciones, las cuales seguramente son múltiples y complejas. Dentro de
esta confusión, algunos manifestantes y comentaristas se han apresurado a
señalar, como la causa de los problemas, al modelo económico “neoliberal”
aplicado por Chile desde mediados de los años setenta del siglo pasado.
El giro económico de entonces se basó en la redefinición
del papel del Estado en la economía chilena y la eliminación de obstáculos al
funcionamiento de los mercados, lo que, entre otras medidas, implicó la
disciplina fiscal, la privatización, la desregulación, la liberalización de la
inversión privada y la apertura al exterior.
Con el regreso de la democracia en 1990, la orientación
de las políticas públicas se preservó y se adecuó con medidas de corte social,
como aumentos en el gasto gubernamental dirigido a la población de menores
ingresos y modificaciones a la legislación laboral.
La crítica al modelo chileno carece de fundamento a la
luz de sus resultados. De forma destacada, el PIB por habitante se ha más que
cuadruplicado, en términos reales, desde 1975 y su nivel actual, ajustado por
poder de compra, es casi el doble del promedio de América Latina.
Otros indicadores de bienestar medio, como la caída en la
tasa de mortalidad y el aumento de la esperanza de vida, han superado también
los correspondientes de la región.
Contrario a la crítica popular, los avances no se han
concentrado en los estratos poblaciones de mayores ingresos. Según el Banco
Mundial, la tasa de incidencia de la pobreza, sobre la base de la línea de
pobreza nacional, ha descendido de 36 por ciento en 2000 a 8,6 por ciento en
2017.
Asimismo, a lo largo del tiempo, se ha reducido de forma
notable la desigualdad del ingreso. Por ejemplo, el coeficiente de Gini
—estadística comúnmente utilizada para medir ese fenómeno, con valores que van
de cero a cien a medida que aumenta la desigualdad—, cayó en Chile de 57,2 en
1990 a 46,6 en 2017.
Ahora bien, si los resultados agregados son tan
favorables, ¿por qué ha proliferado la irritación social en ese país? Al
respecto, pueden aventurarse, por lo menos, dos explicaciones, posiblemente
complementarias.
En primer lugar, Chile es una economía de ingreso alto,
cuyos beneficios podrían no estarse dispersando de una manera suficientemente
amplia si se tiene en cuenta su estado de desarrollo. Ello se manifiesta en el
hecho de que su coeficiente de Gini es el más elevado de los países de la OCDE,
solo superado por el de México.
Además, con el progreso, es inevitable que los
consumidores exijan cada vez mejores y más accesibles servicios públicos. Esto
se confirma con las manifestaciones registradas en años anteriores que
revelaron un descontento con la educación y las pensiones.
En segundo lugar, es probable que el aparente
desprestigio de la clase política y las élites refleje una atención
gubernamental inadecuada de las demandas sociales, así como la actuación de los
grupos de interés para bloquear cambios y beneficiarse del poder de mercado.
El presidente Piñera ha suavizado su postura mediante la
propuesta de una agenda de medidas orientadas a contrarrestar los agravios
expresados. A esta recientemente se ha añadido un acuerdo político para
realizar un plebiscito, en abril de 2020, sobre la conveniencia de una nueva
Constitución y, en su caso, el método para redactarla.
El riesgo más serio que enfrenta Chile es el de un
retroceso económico, el cual ocurriría si, al introducirse los cambios
legislativos, se debilitaran e, incluso, se eliminaran los fundamentos que
convirtieron al país en un ejemplo de progreso. El éxito alcanzado durante las
últimas cuatro décadas en esa nación sugiere que tal escenario debería
evitarse.
***Este artículo fue publicado originalmente en El
Financiero (México) el 20 de noviembre de 2019.
****Manuel Sánchez González es exsubgobernador del Banco
de México y autor de Economía Mexicana para Desencantados (Fondo de Cultura Económica,
2006).