Andrés Manuel López Obrador combatió como líder opositor cualquier posibilidad de reforma energética. Desde la que se intentó en la transición entre las administraciones de los presidentes Zedillo y Fox, hasta la de los contratos incentivados del presidente Calderón o la reforma constitucional del sexenio anterior.
Su posición ha sido consistente: López Obrador venera el
modelo de monopolios de Estado para explorar y explotar petróleo y gas; para
las actividades de refinación, transporte, almacenamiento y expendio de
gasolinas y diésel; para generación y distribución de energía eléctrica. Ese
conjunto de actividades económicas que durante décadas se reservó el Estado
bajo la categorización de áreas estratégicas y que, por tanto, quedaron
excluidas de la mecánica de mercado y de las libertades económicas. La gran
tragedia del estatismo ineficiente que dilapidó riqueza y alentó la corrupción,
que sólo heredó altos precios y mala calidad en los bienes y servicios de la
energía.
Es llamativo que el presidente López Obrador no
emprendiera la abrogación de la reforma energética, como lo hizo con la
educativa. Los mercados y los inversionistas leyeron ese silencio como una
afirmación pragmática en el sentido de que el nuevo Presidente no se opondría a
la participación privada en el sector, que respetaría los contratos y, por
supuesto, las nuevas reglas del juego, particularmente la competencia entre los
viejos agentes monopólicos del Estado y los nuevos entrantes. De la mano del
impulso político al T-MEC, desde Palacio Nacional se deslizaba que el nuevo
modelo de organización de los mercados de la energía seguiría adelante. Eso
explica que, más allá de las incertidumbres que generaba un régimen
personalista de corte estatista y proteccionista, hostil a la inversión privada
y sin contrapesos, se mantuviera el optimismo en los tomadores de decisión
durante la transición y el primer año de gobierno. Muy pocos jugadores
cambiaron sus planes de inversión. Muy pocos cancelaron inversiones. Muy pocos
se deshicieron de contratos o activos. Muy pocos se tomaron en serio el mantra
de recuperar la soberanía energética. Y por el contrario, muchos esperaban con
ansías que el otrora camaleónico alcalde de la Ciudad de México apareciera en
cualquier momento.
Es probable que la decisión de abrogar la reforma
energética estuviere motivada por la cautela de no atizar el riesgo país o
ahuyentar las inversiones. Un cambio constitucional para revertir la apertura
de estos mercados habría impactado no sólo en la confianza y en la credibilidad
de la economía mexicana, sino en las expectativas de crecimiento en el corto
plazo. Sin energéticos a precios competitivos de nada sirve la apertura
comercial a la que se apuesta con el nuevo TLC, ni es viable cualquier política
de desarrollo que se pretenda detonar. Sin inversión privada en el sector, las
finanzas públicas están seriamente comprometidas, como resultado de nuestra
altísima dependencia a los ingresos petroleros y las enormes ineficiencias de
Pemex y CFE. Sin un modelo energético que aliente la sustitución de las fuentes
fósiles por energías limpias, el país quedará rebasado por la realidad en menos
de una década.
Poco a poco, el gobierno lopezobradorista revela cuáles
son sus intenciones y, de alguna manera, su política en el sector de las
energías. En efecto, no parece interesarle una contrarreforma constitucional,
muy probablemente por los efectos económicos ya apuntados. Quizá también porque
ha encontrado una ruta más sencilla y menos visible para reinstalar el
estatismo energético del desarrollo estabilizador, esto es, desmantelar la
reforma a través de decisiones regulatorias, administrativas y económicas.
Un breve recuento para poner en perspectiva esa
estrategia: la cancelación de facto del procedimiento de migración previsto en
los transitorios de la reforma, a través del cual los contratos de servicios en
exploración y explotación pudieran mutar a otro modelo en el que las cargas
financieras y los riesgos los asumieran los particulares; la suspensión de las
rondas de adjudicaciones de nuevos campos y de las alianzas para desarrollar
los proyectos de la ronda 0, es decir, de las asignaciones que se quedó Pemex
para sí; la suspensión de las subastas de largo plazo de energías limpias; la
errante negociación de los contratos de construcción y operación de los ductos;
las restricciones impuestas por la Sener al mercado de Certificados de Energías
Limpias; la negativa de Pemex de convenir con particulares el uso de ductos
para transportar líquidos o gas; la inexplicable dilación de la CRE en el
otorgamiento de los permisos de expendios de gasolinas; la eliminación de la
regulación asimétrica de Pemex, sin que se hubiere garantizado la reducción de
su poder dominante; el fondeo desmedido a Pemex, con recursos públicos, como si
se tratara de aquel viejo descentralizado y no de una empresa productiva y con
fin de maximización de sus utilidades, etcétera.
El presidente López Obrador no necesita una reforma
constitucional para dejar sin efectos el modelo de mercados competitivos y
regulados de las energías. Basta con no cumplir las reglas y capturar al
regulador. Algo parecido a que Telmex se declarara en rebeldía y usara al IFT
para desplazar a sus competidores. Y eso, en el caso del régimen y de las
energías, es posible porque los ciudadanos le dieron al Presidente altas dosis
de poder sin contrapesos. Las paradojas intrínsecas de la democracia, pues.
https://elfinanciero.com.mx/opinion/roberto-gil-zuarth/desmantelamiento-energetico