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03/11/2006 | Globalizacion y Flujo Inmigratorio - ‘’Cómo introducir el principio de justicia en las políticas de inmigración’’

Javier de Lucas

XIX Jornadas de la Sociedad Española de Filosofía Jurídica y Política: Justicia, Migración y Derecho (Las Palmas 6-7 Marzo 2003)

 

SUMARIO: 1. Justicia, Derecho, inmigración. Bases para otra política de inmigración: 1.1. Introducción. 1.2. Sobre las características de los actuales flujos migratorios. 1.3. La dimensión política de la inmigración: una cuestión de justicia. 2. Las migraciones, una cuestión de justicia y legitimidad internacional. 2.1. Regular las migraciones desde las exigencias de justicia en un mundo globalizado. 2.2. Dos principios básicos desde el realismo y el sentido común. 2.3. Algunas medidas en el ámbito regional europeo. 3. La justicia en la gestión de la presencia de los inmigrantes: integración e igualdad. 3.1. Introducción. 3.2. Sobre la integración. 3.3. Seguridad e igualdad como condiciones jurídicas de la integración. 3.4. Las condiciones políticas de la integración: la noción de integración cívica. Derechos políticos, ciudadanía gradual (local) y multilateral 4. Algunas propuestas basadas en el principio de integración cívica. 5. Referencia bibliográfica.

1. Justicia, Derecho, inmigración. Bases para otra política de inmigración

1.1.Introducción: comenzar por lo obvio.

Es hora de que las políticas de inmigración superen el dilema cornudo en el que parecen encerradas: o bien el cinismo instrumental, o bien el humanitarismo paternalista/asistencialista. El primero de los dos términos de la alternativa es la consecuencia de una visión instrumental, sectorial, reductiva y unilateral que mira la inmigración sólo en clave laboral y por consiguiente la trata como una cuestión de mercado. El segundo, las más de las veces, reitera la visión instrumental (la necesidad de la inmigración) y la enfoca desde la óptica de la ayuda al marginado, al que se encuentra en la miseria, a la víctima de las desgracias y la explotación, y por ello recurre a la caridad o, como mucho, a una mal entendida solidaridad.

Es hora, en cambio, de que tomemos en serio la inmigración como cuestión política, incluso como una de las cuestiones políticas clave, y no un asunto periférico que se trata de gestionar mediante políticas sectoriales de inmigración, o, lo que es peor, que se utiliza –se problematiza- para hacer política con la inmigración, es decir, electoralismo. Necesitamos otra mirada sobre la inmigración, despojada de prejuicios o reductivismos.

A esos efectos, la primera exigencia es un análisis realista –que no pragmático- de lo que significan hoy los flujos migratorios. Porque resulta evidente, y es la primera obviedad que quiero recordar en esta introducción, que nuestras propuestas sobre gestión de la inmigración (de los flujos migratorios), dependen de nuestra visión de la inmigración, de nuestra mirada sobre el fenómeno. Y el problema es nuestra miopía, si no simplemente nuestra visión deformada, por interesada, que nos impide reconocer esa realidad.

Si la inmigración es sólo lo que a nosotros nos interesa, es decir, si lo único que nos preocupa de los flujos migratorios es si los necesitamos o no, y en caso afirmativo, cómo establecer exactamente cuántos, dónde, durante cuánto tiempo, a quiénes, en ese caso sostenemos una visión instrumental, y, sobre todo, sólo sectorial de lo que es la realidad de la inmigración. No niego que esa visión tiene fundamento, y es parte de la realidad compleja –global- del fenómeno migratorio, pero no lo agota. Aunque pueda inspirarse en el paradigma del homo oeconomicus, el egoísmo racional, presupuesto metodológico que cierta teoría económica (vinculada a cierta teoría ética o filosofía moral, desde su origen en la escuela escocesa) impone imperialmente en las ciencias sociales y que el pragmatismo político recibe encantado porque le proporciona la apariencia de cientificidad, de necesidad racional, no es el único enfoque posible. Y no se trata, a mi juicio, de postular otro enfoque “moral” (mejor sería decir moralizante). No me interesan las manidas utopías y menos aún las moralinas. No quiero predicar, y aún menos en el desierto. Hablo de un enfoque realista (insisto, a no confundir con pragmático), que exige ante todo conocer la realidad de la inmigración, hoy. Y ello supone al menos comenzar por entender las características del fenómeno de la inmigración, y también exige escuchar, aprender del otro punto de vista, el de los protagonistas de los procesos migratorios.

La segunda obviedad es la necesidad de evitar demagogias y prejuicios. Y los hay entre quienes dramatizan en exceso las dificultades y conflictos que trae consigo la inmigración, hasta el punto de construir la inmigración como problema, si no como el problema por excelencia. Del mismo modo que por parte de quienes minimizan o ningunean esos conflictos. Es impropio advertirnos sólo sobre un infierno de diferencias que probablemente exigiría como solución (como he propuesto en otros lugares) una especie de cuerpo de Blade Runners para enfrentarse con esos enemigos/invasores que sólo nos traen males -sacrificios humanos, ablaciones del clítoris, étc, de acuerdo con los tópicos manejados por tanto apresurado crítico del multiculturalismo[1]-. Como también predicarnos un arcádico e ingenuo panorama de felicidad multicultural protagonizada por cientos de millones de armónicos mestizos. El objetivo que nos proponemos es suficientemente complejo como para exigir paciencia y visión a largo plazo: esta es una cuestión de generaciones, de actuaciones respetuosas con la complejidad, lejos de las fórmulas mágicas, de las recetas instantáneas, de negociación. Pero tampoco debemos admitir el adanismo de quienes creen que todo está por hacer: hay experiencias importantes de las que podemos aprender mucho, en el ámbito comparado (Francia, Italia las más próximas en condiciones y factores similares a los nuestros; la RFA o el Reino Unido, desde situaciones considerablemente diferentes; más aún, Canadá y los EEUU) y también en nuestro país, como los Planes de integración de algunas Comunidades Autónomas (como los de la Junta de Andalucía o la Generalitat de Cataluña) y también y sobre todo los de las administraciones municipales, donde cabe mencionar la muy reciente adopción del Plan municipal de Barcelona, en diciembre de 2002. Por no hablar de las iniciativas y programas de actuación ensayados por los agentes sociales, especialmente importantes en el terreno educativo (la universidad, las escuelas y movimientos pedagógicos, diferentes ONGs, sindicatos) y en el de los medios de comunicación.

Tratemos, pues, de resumir algunos elementos básicos, algunas características fundamentales de los actuales flujos migratorios.

3.4.Sobre las características de los actuales flujos migratorios.

 

 

Los flujos migratorios, hoy, son un rasgo estructural, sistémico, del orden mundial que impone el modelo de globalización dominante. Como tales, constituyen un fenómeno nuevo, un auténtico “desplazamiento del mundo”[2] que caracteriza a ese proceso de mundialización. Incluso, al decir de muchos, serían el ejemplo básico –al menos el más evidente- de su valor central, la movilidad, pues, como apunta Castles, puede decirse que la movilidad es el santo y seña de la cultura propia de la globalización o, mejor, de la ya mencionada ideología globalista.

En ese sentido podría sostenerse que los flujos migratorios aparecen como el auténtico mascarón de proa de la globalización, pues lo anuncian, o, dicho de otro modo, en la medida en que se incrementa el proceso de globalización aumentarían también las migraciones. Pero no es menos cierto que se trata también de una máscara, en el sentido de un engaño. Por decirlo de otra manera, a más globalización más migraciones, sí, pero no libres, sino forzadas. Porque la movilidad, valor central de la globalización, es medida en realidad con un doble rasero[3]. Las fronteras se abaten para un tipo de flujos y se alzan aún más fuertes para otros. Y por cierto que no es un descubrimiento reciente, como tampoco lo es, en rigor, el fenómeno mismo de la globalización. En efecto, se ha señalado -creo que con acierto- que ésta, como otras características del proceso de globalización, fueron adelantadas en un poema titulado “Laissez faire, laissez passer (L’Economie Politique)” , fechado el 20 de junio de 1880, que Eugene Pottier, el autor de la letra de la Internacional[4], envió desde América a sus correligionarios. Pottier, evidentemente, no utiliza ese concepto, pero sí se refiere a la constante del proceso de extensión del capitalismo y del mercado, un proceso guiado, en lugar de la libertad de circulación -condición de la libertad de flujos (necesaria, pero no suficiente)-, por el prurito de conseguir la libertad para manejarlos, para situarlos en órbita, porque para la mayor parte de la población mundial, parafraseando al novelista, el mundo se ha hecho más ancho, pero sigue siendo ajeno. Pottier, en el fondo, reafirma lo que sabemos desde Grotius (frente a Vitoria y Suárez), esto es, que la libertad de comercio más que el ius humanitatis o el ius comunicationis, es el derecho que está en el origen del Derecho internacional y el que preside buena parte de su desarrollo. La tesis que triunfa hoy en el modelo de globalización imperante y frente a la que se rebela una crítica que, no en balde, recupera algunos de los argumentos de la tradición que representa sobre todo Vitoria.

Lo diré de otra forma. Si hablo de los flujos como de una máscara es porque en realidad, con el actual proceso de mundialización, las fronteras son porosas para el capital especulativo, la tecnología y la información y para la mano de obra que se requiere coyunturalmente en el norte, pero infranqueables para quien quiere emigrar al centro y no es útil según los criterios de mercado. El mercado global, que dicta las leyes (nada físicas pues no son naturales) de estos movimientos, atrae hacia el centro a unos pocos privilegiados, al tiempo que genera efecto llamada y se beneficia de esa sobreabundancia de oferta en órbita precaria, dispuesta a lo que sea por aterrizar y a la que utiliza para desestabilizar el mercado de trabajo interno y para los efectos de relegitimación. A la vez, los agentes del mercado global desplazan efectivos a la periferia para abaratar costes (el ejemplo de las maquilas, del trabajo infantil: la sobreexplotación del tercer mundo). Así, la dualización se extiende más allá del tópico norte-sur, porque una parte de éste (las élites) se integran en el mercado global, mientras que una parte del norte y la mayor parte del sur, quedan alejadas de él salvo como objetos, como mercancías cuya ubicación y, en su caso, el tráfico de las mismas, se regula en función del beneficio. Es la tesis de Saskia Sassen[5]: una nueva geografía de la centralidad y de la marginalidad.

Frente a esa máscara, frente a esa ficción acerca de la inmigración que nos impone la ideología globalista, necesitamos revisar los presupuestos desde los que organizar una política de inmigración eficaz, esto es, adecuada a las condiciones de un mundo globalizado y, sobre todo legítima, es decir, acorde con los criterios de legitimidad propios de una democracia plural e inclusiva, la que exigen el contexto de globalización y de multiculturalidad que nos caracteriza (y uno de cuyos factores fundamentales, en la sociedades europeas, junto a las minorías –nacionales, lingüísticas, culturales-, son los nuevos flujos migratorios) y con los principios de legitimidad del Derecho internacional. Para conseguirlo, habría que examinar todos los elementos o dimensiones de la política de inmigración. En esta intervención me limitaré a algunos de los más básicos.

El punto de partida es recordar algo que, por obvio, se pierde de vista con demasiada frecuencia, que las actuales características del fenómeno migratorio, muestran que se ha convertido en constante estructural, factor sistémico del mundo globalizado. Porque los nuevos flujos migratorios constituyen un fenómeno global, complejo, integral.

Global, en primer lugar, por su dimensión planetaria, que hace imposible examinarlo desde la perspectiva de un Estado nacional. Los flujos migratorios ya no son sólo movimientos demográficos de alcance local, aunque la mayor parte de esos desplazamientos se producen entre países limítrofes y no, como reza el tópico, abrumadoramente desde la periferia al corazón del norte (la UE, EEUU, Canadá). Más que un fenómeno de geografía humana se convierten en un rasgo, una constante estructural que afecta por tanto al mundo entero: como recordé no hablamos de desplazamientos en el mundo, sino de auténtico “desplazamiento del mundo”. Las migraciones son globales, además, en otro sentido al que aludiré después y que he caracterizado con la nota de integral.

Además, un fenómeno Complejo, por heterogéneo, plural: no existe la inmigración, como tampoco un tipo homogéneo de “inmigrantes”. Los proyectos migratorios no son unívocos, sino que varían en función de los presupuestos, los mecanismos de desplazamiento, los objetivos de esos proyectos, étc. Son diversos los países de origen, pero también y sobre todo sus agentes, sus protagonistas. Hay inmigrantes, no el inmigrante, pese al dogma del que parten nuestras políticas migratorias, la existencia de un modelo canónico de inmigración sujeto al molde del Gastarbeiter, el único inmigrante admisible, el buen trabajador, que ocupa el puesto de trabajo que necesitamos que desempeñe sin salir de él y durante el tiempo que nosotros decidimos. Un trabajador dócil, integrable, casi invisible y fácilmente retornable. Es decir, varían los presupuestos, las necesidades, las condiciones y las causas de los desplazamientos migratorios, y con ello, por decirlo en la terminología al uso, los factores de impulso (desde el origen) y de atracción (desde el destino), los rasgos push/pull. No son unívocos tampoco los mecanismos y características de los desplazamientos migratorios, comenzando por las propias rutas y las redes de desplazamiento e inserción o asentamiento. Y en particular, como ha subrayado sobre todo Antonio Izquierdo, se trata de fenómenos de flujos, y no de movimientos unidireccionales, con movimientos de salida, no sólo de entrada, algo que las estadísticas (por no hablar de la propaganda oficial) se resiste a incluir. Varían también los proyectos migratorios, que son básicamente proyectos grupales (como mínimo, familiares) de donde la importancia de la noción de redes, y el objetivo y duración de los mismos.

Finalmente, un fenómeno Integral o, si se prefiere, global en una segunda acepción del término, porque, como enseñara Mauss, la inmigración es un fenómeno social total, que involucra los diferentes aspectos (laboral, económico, cultural, jurídico, político) de las relaciones sociales: encerrarlo en una sola dimensión, como es frecuente –la laboral, la de orden público, la cultural- es un error, tal y como insistiera el dramaturgo y novelista suizo Max Frisch al acuñar una expresión célebre pero que en su simplicidad aparente contiene esta referencia a la globalidad: “queremos mano de obra, pero nos llegan personas”. Más aún, nos llegan grupos sociales.

Todo ello exige que nuestra mirada sobre la inmigración atienda a la complejidad: exige paciencia para conocer la realidad migratoria, sin sustituirla por el estereotipo que mejor conviene a nuestros intereses en la relación que supone ese proceso y que tiene al menos tres tipos de actores: los de las sociedades de origen, los de las sociedades de destino y los propios inmigrantes.

1.3. El significado político del fenómeno migratorio

Creo que no es difícil advertir que por lo que se refiere a la UE (y a sus Estados miembros) se ha generalizado un modelo de gestión de la inmigración que puede definirse en términos de política instrumental y defensiva, de policía de fronteras y adecuación coyuntural a las necesidades del mercado de trabajo (incluida la economía sumergida). Una política de inmigración que, al igual que sucede con algunas políticas de gestión de la multiculturalidad, se basa paradójicamente en la negación de su objeto[6], pues consiste en negar al inmigrante como tal inmigrante, es decir, alguien cuyo proyecto –plural- puede ser perfectamente tratar de quedarse en el país de recepción, al menos durante un período estable que tampoco significa necesariamente (menos aún en los tiempos de la globalización) quedarse para toda la vida, al menos en el proyecto de la primera generación. Se niega la posibilidad de ser inmigrante de verdad, esto es, libre en su proyecto migratorio –el que sea-, basado simplemente en la libertad de circulación. En lugar de aceptar esa posibilidad o, al menos, abrirla, se extranjeriza al inmigrante, se le estigmatiza, congelándolo en su diferencia, como distinto(extranjero) y sólo como trabajador útil en nuestro mercado formal de trabajo aquí y ahora. Por eso, se le imponen condiciones forzadas de inmigración, supeditadas al interés exclusivo e instrumental de la sociedad de destino, que sólo le necesita como mano de obra y sujeta a plazo.

Ese es un modelo de gestión de la inmigración construido a base de la creación de distinciones pretendidamente científicas pero de enorme trascendencia normativa y, sobre todo, maniqueas, como han mostrado, por ejemplo, Castles o Bauböck. Lo más grave es que esas categorías clasificatorias, pese a su pretendida objetividad, no responden a la realidad, no se adecúan a ella y por tanto difícilmente pueden servir como instrumentos eficaces para gestionarla. Lo que es aún peor, ignoran la realidad pues se empeñan en negarla, en desconocerla. Así, distinguen entre buenos y malos inmigrantes, es decir, entre los que se ajustan a lo que nosotros entendemos como inmigrantes necesarios (adecuados a la coyuntura oficial del mercado formal de trabajo, asimilables culturalmente, dóciles) y los demás, que son rechazables, bien por delincuentes (cometen actos delictivos, comenzando por entrar clandestinamente en nuestro país lo que evoca connivencia con las mafias), bien por imposibles de aceptar (porque desbordan nuestros nichos laborales o son inasimilables): por una u otra razón, constituyen el ejército de reserva de la delincuencia y, rizando el rizo de la argumentación, generan racismo y xenofobia contra los inmigrantes buenos. Aún más. Como ha criticado Castles, buena parte de las políticas contemporáneas de inmigración ha elaborado una tipificación más eficaz, más “científica”, la que permite distinguir entre verdadera y falsa inmigración. La falsa, la inmigración “forzada” –como si la otra fuera puramente libre-, está constituida por las manifestaciones clásicas de refugio y asilo, junto a los fenómenos más recientes que calificamos como desplazamientos masivos de población, característicos de quienes huyen de catástrofes de todo tipo, desde las naturales –terremotos, hambrunas, inundaciones, sequías- a las sociales –guerras civiles, conflictos étnicos, religiosos, étc-. Esta segunda clase, la falsa inmigración, además, tiene hoy una cómoda y –para nosotros- rentable etiqueta: “lo humanitario”, de forma que podemos olvidarnos de ella como un asunto a gestionar en el ámbito de políticas de inmigración, salvo para vigilar que ningún inmigrante tout court (el económico) intente “colarse”, utilizando fraudulentamente esta segunda vía. Por el contrario, para asegurarnos cuándo nos encontramos ante la primera, la verdadera inmigración que es, claro, la económico-laboral, la de los trabajadores, se les impone un corsé diseñado según el viejo modelo del Gastarbeiter, el guest worker, el trabajador invitado, que es sobre todo, extranjero. Esa figura significa en primer lugar eso, que no es un inmigrante, porque no se quiere aceptar la posibilidad de que venga aquí en otra calidad que la de trabajador; aún menos, de trabajador dentro de un cupo predeterminado. Frente al Gastarbeiter no hay, no puede haber voluntad de integración, porque no se acepta la posibilidad de que pueda aspirar a quedarse establemente (aunque no sea de forma definitiva, insisto). No hay integración, que supone aceptar que el inmigrante es parte activa en un proceso bidireccional que involucra en el cambio también a la sociedad de acogida y por eso el Bild podía titular el pasado verano al recoger la noticia de un programa de reclutamiento de la RFA de técnicos informáticos titulados en universidades de la India: Inder, nicht Kinder! (queremos indios, trabajadores superiores informáticos indios, sí, pero nada de niños, nada de quedarse a formar familia y vivir entre nosotros más allá de su contrato). Por eso, una condición tan necesaria del proceso de integración como el ejercicio del derecho de reagrupamiento familiar, no es reconocida como tal, sino como un problema, como una vía no deseada de entrada de seudoinmigrantes (pues sólo son familiares del trabajador, del verdadero inmigrante, que es el trabajador). Por eso no se plantea la prioridad de las condiciones de residencia estable o de verdadera libertad de circulación en los dos sentidos. Por eso la insistencia en que los derechos que corresponde reconocer son sólo los derechos humanos universales y aún estos fuertemente restringidos. Por eso, lo inconcebible de pensar al inmigrante como posible ciudadano[7].

Esa imagen de la inmigración no es ni necesaria, ni racional, ni la única posible. A mi juicio, más bien lo contrario. Debemos abandonar esa mirada miope, que deforma el fenómeno migratorio y, al hacerlo, necesariamente cambiarán también las respuestas a la inmigración. Porque es posible otra mirada, otro concepto de inmigración.

Es hora de enfrentarse con claridad y rigor a la opción entre dos imágenes de la inmigración, sobre las que se construyen a su vez dos tipos de respuesta, dos modelos de política migratoria. En efecto, si la inmigración es sólo una herramienta del mercado global, el modelo político se encamina a gestionarla en términos que aseguren su contribución al crecimiento, al beneficio, a nuestro beneficio. Si, por el contrario, reconocemos la realidad que nos ofrece otra mirada sobre los flujos migratorios (paradójicamente, con una visión realista y de sentido común, y he dicho realista -no pragmática- y debo añadir que seguramente mi noción de sentido común no es muy común), quizá la respuesta se encuentre en otra política, basada en unas relaciones internacionales equitativas, y uno de cuyos instrumentos fundamentales no puede ser muy diferente de lo que conocemos como codesarrollo en el sentido de desarrollo mutuo (desarrollo no sólo económico, desarrollo humano) según trataré de precisar después.

La existencia de esa alternativa, se advierte con meridiana claridad al examinar las disyuntivas que se ofrecen en el diseño de las dos piezas sin las que, como advierten todos los expertos -como Sami Naïr- no hay política de inmigración La primera, indefectiblemente internacional, y otra básicamente interna, nacional (aunque en países como los de la UE hay que definirla en términos regionales).

a) La pieza internacional de la política de inmigración es la relativa a la gestión de los flujos en sí, del tránsito o circulación de los inmigrantes (e insistiré en el término gestión, que no dominio o control unilateral). Claro que no vale cualquier tipo de gestión de los movimientos migratorios. Ha de ser una gestión eficaz, pero sobre todo una gestión legítima, y eso quiere decir respetuosa con los principios del Estado de Derecho, que parece exigir el reconocimiento de la equiparación de derechos, más allá incluso de los derechos humanos básicos[8]. Pues bien, a propósito de esta primera dimensión, la gestión los flujos migratorios, de su circulación, se plantea evidentemente la relación de los países de destino con los países de origen de los flujos y de tránsito, y es aquí donde aparece la opción de definir ese pilar en uno de estos dos términos:

 

a.1. Entender esa política de gestión internacional de los flujos como extensión o asociación de los países de origen o tránsito de los mismos en las tareas de policía o control de tráfico, de forma que se asegure que no salgan o transiten otros inmigrantes sino los que los países de destino van a aceptar y, sobre todo, que aquellos países están dispuestos a colaborar eficazmente en la repatriación o expulsión de los inmigrantes que decidan los países de destino

a.2. Entender esa política en términos de asociación de países de origen, tránsito y destino de forma que los flujos migratorios sean beneficiosos para todos, a la par que respetuosos con la libertad de los mismos y es aquí donde aparece la importancia de un ambicioso programa que asocie a los países de recepción con los países de origen y transforme a la inmigración en un factor beneficioso para esa dos partes y para los propios inmigrantes, que son los principales agentes de este proceso aunque lo olvidemos con frecuencia.

(b) La segunda pieza es interna, porque es la relativa a la presencia de los movimientos migratorios en los países de destino y, a este respecto, los mecanismos de entrada, el régimen de permanencia y los de salida. De nuevo aquí se abre una opción, casi una divisoria de aguas entre dos formas de entender esta segunda pieza de política de inmigración.

 

b.1. De una parte, los que la reducen de nuevo a la actuación de policía de tráfico y por eso centran los esfuerzos en optimizar el control de ese tráfico, las entradas y salidas, los mecanismos de filtro y de expulsión, para asegurarse de que estén todos los que son y sean todos los que estén. Para asegurarse de que sólo tenemos a los que queremos tener, mientras los queramos tener y en las condiciones en que los queremos tener. Es lo que en algún otro trabajo (de Lucas 2002a, de Lucas 2003) he denominado modelo Blade Runner, tal y como se concreta hoy en el muy publicitado "programa Ulises", una iniciativa europea sostenida sobre todo por el eje Aznar, Blair y Berlusconi, recién estrenada esta última semana de enero de 2003.

b.2. La otra opción, sin descuidar ese aspecto, insiste en que no hay legitimidad ni aun eficacia en esta segunda pieza si no se atiende sobre todo al respeto de los derechos de quienes quieren entrar y salir y sobre todo a los mecanismos –políticas públicas- de integración de los inmigrantes o de acomodación, como prefieren decir Ricard Zapata y Jeff Halper[9]. La discusión terminológica (integración, asimilación, acomodación, participación) es interesante, pero a veces estéril. Lo importante a mi juicio es conseguir lo que luego llamaré integración política, por utilizar una conocida terminología propuesta por Phillips y que otros prefieren denominar participación de los inmigrantes en la vida pública y en la sociedad civil en condiciones de igualdad.

Como he tratado de señalar en otros lugares, ni la agenda europea ni la española en particular, parecen encaminadas a avanzar en esos dos ámbitos según el rumbo que marcan las opciones a mi juicio más aconsejables en términos de legitimidad y aun de eficacia.

En lugar de ello, el pilar internacional (la política de convenios con los países de origen y tránsito de los flujos migratorios que tienen por destino la UE) parece orientado al objetivo de asociar a esos países exclusivamente en la función de policía de fronteras, conforme a la prioridad de esta política, que es la lucha contra la inmigración ilegal, contra las mafias.

En cuanto a la segunda pieza, que exige la prioridad de políticas de integración con los inmigrantes, difícilmente se camina hacia ese objetivo si, como sucede en la UE, predomina la visión instrumental del inmigrante como Gastarbeiter, del trabajador invitado, como lo muestra el regateo del derecho al reagrupamiento familiar[10] o la segmentación de derechos sociales -no digamos de los políticos-, o la resistencia al reconocimiento de un status de residente permanente europeo equiparable a la ciudadanía para los inmigrantes asentados establemente. Todo ello se vincula a la primacía de un modelo policial de gestión de la inmigración que instituye una especie de carrera de obstáculos en la que además cabe la marcha atrás, la caída en la ilegalidad debido al círculo vicioso de permiso de residencia y trabajo y a la apuesta por esa ficción de que todos los flujos migratorios se produzcan por el cauce de la contratación desde los países de origen. Ese modelo obedece, como señalaba antes, a que las respuestas de política de inmigración (las europeas, las españolas) ignoran la realidad de los fenómenos migratorios a los que hacemos frente hoy en la UE ,porque su visión del fenómeno migratorio no alcanza las características reales del mismo: es miope, sectorial, monista, simplista.

En cambio, si tomamos en serio los fenómenos migratorios como factor estructural de otro tipo de sociedad, que está emergiendo, necesitamos, a su vez, otro tipo de respuestas a las preguntas políticas básicas. Dicho de otra manera, no tanto otra política de o sobre la inmigración cuanto otra política. Y creo que comienza a existir una importante estado de opinión acerca de la prioridad de ese objetivo, tanto entre científicos sociales (diría sobre todo en algunos sectores de la ciencia y la filosofía política y de la sociología y las relaciones internacionales). Baste pensar en las obras de Zolberg, Bauböck, Castles o Carens y en las reflexiones apuntadas entre nosotros por Zapata o Rubio Marín. Pero esa necesidad de una seria inflexión es también advertida cada vez más por parte de responsables políticos y activistas o integrantes de organizaciones que trabajan en el ámbito de la inmigración.


2. Migraciones: una cuestión de justicia y legitimidad internacional.

2.1. Regular las migraciones desde las exigencias de justicia en un mundo globalizado.

De eso se trata. De pensar la política en el contexto de un mundo sometido al proceso de globalización impuesto por la ideología globalista. De unas sociedades cada vez más dependientes y, al tiempo, cada vez más complejas y plurales, cada vez más multiculturales. Por eso, la tarea prioritaria es revisar los criterios normativos a través de los cuales toma cuerpo la institucionalización de lo político. Porque la cuestión no es cómo acomodar a los que emigran en nuestro orden de cosas, conforme a la lógica del mercado, la ratio oeconomica que sólo juzga en términos de beneficio. La cuestión es que precisamente los flujos migratorios, que son ya una condición estructural de este mundo en desplazamiento, nos hacen ver que es ese orden de cosas el que debe cambiar. ¿Cómo? ¿Cómo identificar cuáles son las transformaciones necesarias?.

Por descontado, no tengo las soluciones para construir la alternativa, para establecer qué transformaciones son necesarias y cómo llevarlas a cabo. No es ese mi propósito, tampoco. Lo que pretendo es ofrecer algunas pistas, algunos caminos –un método, a fin de cuentas- que nos permitan aprovechar la oportunidad que nos ofrecen los retos de los flujos migratorios para pensar esa otra política, para gestionar los flujos migratorios desde criterios de justicia y legitimiudad, es decir, desde el Derecho, desde los principios del Estado de Derecho, en el orden interno y en el internacional.

Se trata de plantear preguntas o, mejor, de identificar cuáles son las preguntas más relevantes a esos efectos. Voy a apuntar dos tipos de interrogantes relativos a los dos ámbitos de las políticas de inmigración, aunque aplazaré las propuestas hasta el último epígrafe de mi exposición.

En primer lugar, hay que atender a las cuestiones que plantean los flujos migratorios en relación con los criterios de legitimidad de las relaciones internacionales, es decir, con las transformaciones derivadas de lo que significan los flujos en el contexto del proceso de globalización (y de sus consecuencias de dualización). A mi juicio, se abre así la necesidad de revisar el papel de los Estados nacionales y de los agentes del mercado global (las empresas transnacionales) como únicos protagonistas en este ámbito. Aún más, según han puesto de manifiesto entre otros Baumann, Beck, Castells, George, Morin, Santos, Naïr, Petrella, Ramonet o Stiglitz[11], se hace cada vez más urgente la crítica –y las alternativas- del proyecto que algunos de ellos han calificado de fundamentalismo liberista, y que consiste en el monopolio del mercado global (que sería en definitiva, el protagonismo absoluto en la sociedad global) por parte de los segundos, ante la incapacidad de los primeros de someterles, si no a su control (la vieja soberanía política, monopolio de los Estados nacionales, hecha trizas), sí a algún tipo de control.

Como sostiene Naïr[12], “la anarquía de los flujos es reflejo de la anarquía del proceso de mundialización (un término que prefiere al de globalización) económica”. Naïr pone así el acento en un objetivo que comparte con todos los críticos de la ideología globalista-liberista, la prioridad de gobernar ese proceso de mundialización, someterlo a reglas. Ese es el problema, que todavía no se ha generado una respuesta política a la altura de las exigencias de estas transformaciones. Insisto en lo que denuncia esa crítica: Lo que llamamos globalización, lejos de universalización, está más próxima al oximoron propuesto por el subcomandante Marcos o por John Berger: “La pobreza de nuestro siglo es incomparable con ninguna otra, porque no es, como lo fuera alguna vez, el resultado natural de la escasez, sino de un conjunto de prioridades impuestas por los ricos al resto del mundo”, y por eso es una “globalización fragmentada” o como propone Robertson, glocalización.

El problema es que la globalidad, es decir, la interdependencia, la desterritorialización, la transnacionalidad del capital, las financias y el comercio, no lleva pareja globalización de recursos ni de control democrático. Ya Weber, según recuerda Bauman, advirtió acerca del objetivo de exoneración de cualquier regla o instrumento de control que persigue el proyecto globalizador propio del neoliberalismo que lo guía, y por eso se justifican los calificativos a los que me referí anteriormente, neoliberalismo fundamentalista (Stiglitz)[13] o totalitario incluso (Beck)[14]. Weber, en realidad, señaló esa emancipación de lo económico respecto a lo doméstico, pero, como apunta Bauman, hoy deberíamos hablar de una segunda emancipación, la de lo económico respecto a lo político.

Es Ramonet quien apunta con claridad que el problema reside en lo que, en coincidencia por lo señalado por sociólogos como Morin, economistas como Beck o Petrella, filósofos como Habermas, podríamos denominar “contaminación del mundo de la vida por parte del subsistema económico”: lo económico -en realidad, una determinada concepción, la ultraliberal, al decir de Ramonet- se autonomiza, y ese es el dogma de la ideología neoliberal, que, con una humorada no exenta de razón, él mismo califica de paleomarxista: el dogma de ese pensamiento único (otra categoría hoy común, acuñada por el autor) es, en efecto, la hegemonía de esta versión de la ratio oeconomica respecto a cualquier intento de regulación por parte de la política (“los mercados gobiernan, los gobiernos gestionan”, según el aserto de M.Blondel, parafraseando a H.Tietmayer, que recoge Ramonet), el derecho, la ética, las viejas herramientas de las que la cultura se ha servido para intentar domeñar la fuerza.

Eso explica también la crisis de la política, de la democracia, más aún que la crisis del Estado y del Derecho, y da cuenta asimismo de las dudas ante la oportunidad de enterrar éste, el Estado nacional y su Derecho, que es casi el único recurso que puede intentar el control -por más que ineficaz, sin duda- frente a la capacidad planetaria, sin fronteras, de los nuevos amos del mundo globalizado que abominan de lo público para reafirmar la primacía de un ámbito de lo privado (bajo el noble manto de la “sociedad civil”) que es progresivamente también cada vez más privado en el sentido de más ajeno a todos, más inaccesible, pese a que sus decisiones -imposibles de controlar- afectan a todos y cada uno de nosotros.

Necesitamos una alternativa a ese orden del mundo –un orden imperial- que trata de construir el proceso de globalización. Un orden imperial que, de nuevo, se vincula a una etapa de expansión del capitalismo de mercado y revela un proyecto colonia, esta vez con ingredientes jurídicos y políticos relativamente distintos de los que acompañaron la fase decimonónica de primera expansión imperial y cuyas herramientas en el orden internacional fueron bien explicadas, por ejemplo, por Remiro (Remiro, 1996), en un trabajo que en cierto modo se adelantó a la discusión que renovaría Hungtinton y sus secuaces. Y para construir ese otro mundo tenemos que empezar de nuevo por una emancipación. En este caso, se trata de la emancipación de la sociedad civil, de la ciudadanía global, respecto a ese monstruo que la usurpa, esa bestia salvaje -al decir del filósofo- que es el mercado sin reglas, que pretende monopolizar la sociedad global, hablar en su nombre. Por eso, construir ese otro mundo exige gobernar el mercado global, controlar a esos agentes. Eso es lo que nos permitirá recuperar lo político.

Ante todo, se trata de establecer cuáles son los instrumentos –las reglas, las instituciones- que pueden garantizar la supeditación de las relaciones internacionales a las exigencias de la democracia y con ello la recuperación del lugar de la política en esas relaciones. No hablo del objetivo más ambicioso, el de la democracia global, en los términos cosmopolitas propuestos por Archibugi o Held, o de la Constitución mundial sobre la que argumenta Ferrajoli[15]. Me refiero a propuestas que permitan someter el modelo de división internacional del trabajo a una lógica distinta de la del fundamentalismo de mercado a la que antes aludí. Me refiero a instrumentos adecuados para mantener las garantías mínimas de control y de accountability[16]

En definitiva, la pista que trato de ofrecer nace de la constatación del error en que se incurre como consecuencia de la fijación obsesiva en dominar la inmigración para el propio beneficio, una obsesión que se traduce a su vez en la fijación o identificación de toda política migratoria con la tarea de policía de fronteras (la prioridad de toda política de inmigración o, peor, en realidad su identificación exclusiva con la lucha contra la inmigración clandestina, legitimada como lucha contra la explotación protagonizada por las mafias). De nuevo, política de inmigración como política sectorial e incluso nacional. No es así. Como ha señalado Castles, lo que necesitamos es pensar en instrumentos de una estrategia global en el orden político y en el económico, tanto a medio como a largo plazo[17], estrategias que deben ser adoptadas, claro está, por instituciones con capacidad de actuación en el ámbito transnacional y global, instituciones alternativas, como señala Ramonet y confirma Stiglitz, a las 2 instituciones de Washington que monopolizan esa tarea pero sin ponerla al servicio de la solidaridad internacional (FMI y Banco Mundial).

Hay que cambiar la prioridad de estrategias que se encaminan a hacer desaparecer los flujos o a tratar de reducirlos -mediante embudos, es decir, mediante el estrechamiento de las vías de entrada-, hasta hacerlos coincidir exactamente con los cupos que necesitamos por razones más o menos coyunturales de mercado de trabajo o por exigencias demográficas. Ese modelo, que es el de la política de inmigración entendida como estadística (aunque se trate de una estadística inmersa en el reino de lo impreciso, como ha subrayado Antonio Izquierdo) y que se concreta en el axioma de los contingentes o cupos, axioma que constituye el desideratum, más que el alma, de nuestras políticas de inmigración, ha mostrado su incapacidad e ilegitimidad. Se trata más bien de encontrar estrategias que permitan gestionar los flujos conforme a criterios de legitimidad y eficacia, lo que supone en primer lugar que esos criterios sean acordes con los principios básicos de derechos humanos.

Por eso, en segundo lugar (aunque en el orden lógico se trata de la prioridad absoluta), la necesidad de revisar el significado de un concepto básico, el derecho a la libre circulación, que supera y engloba la disociación entre otros dos derechos tal y como nos la ofrecen hoy los instrumentos jurídicos internacionales, el derecho a emigrar y el derecho a inmigrar. Muy concretamente, debemos preguntarnos si lo que hoy reconocemos y garantizamos como tal derecho permite lo que sería coherente con la concepción liberal de los derechos (en pura ortodoxia de la filosofía política liberal, la que nos propone Mill en On Liberty), esto es, que el proyecto de emigrar no sea lo que es hoy, ni un privilegio ni una necesidad, un imperativo forzoso. Que no sea una opción libre reservada a unos pocos, los ricos y famosos, es decir, un privilegio. Que no sea tampoco un destino fatal, una empresa peligrosa y degradante que aparece como la única opción para los más, si quieren escapar de la miseria, de la ausencia de libertad, de oportunidades de vida. Que sea una decisión libre, autónoma.

Pues bien, si queremos tomar en serio ese derecho, si queremos seguir manteniendo que se trata de un derecho humano fundamental universal, hay que plantearse su relación no ya con el derecho de salir libremente (el de emigración, el único contemplado en realidad en la Declaración del 48 donde es sobre todo un arma de crítica frente al bloque del este en el contexto de la guerra fría) sino con el derecho de inmigración como derecho de acceso y no sólo con el derecho de entrada en otro país, sino con el derecho de optar por la pertenencia a otra comunidad, a otra sociedad política. Eso es algo que los liberales esgrimen una y otra vez contra los excesos holistas del comunitarismo. De eso se trata, pues, de tomar en serio la autonomía individual, el principio de free choice, su carácter de triunfo frente a la mayoría. ¿No hay una contradicción profunda en la limitación impuesta al derecho de libre circulación en la Declaración del 48? ¿Acaso el derecho de libre circulación sin el correspondiente de libre acceso no se convierte para la mayoría en un mero derecho o expectativa de “situarse en órbita”, para ser captado cuando así convenga por el mercado global, por sus agentes, los verdaderos titulares de la libertad de circulación, sus dueños?

Ya sé que inmediatamente se me responderá con la objeción de que esta propuesta desemboca inevitablemente en la “irresponsable” propuesta de abrir las fronteras. Pero no consiste en eso mi argumento. A mi juicio, para garantizar ese derecho no se trata tanto de abolir las fronteras, sino cambiar la división internacional del trabajo, cambiar la función social atribuida a los países de origen de los flujos y sobre todo a los propios inmigrantes, a los que sólo admitimos que ejerzan el derecho de libre circulación qua trabajadores, si no como herramientas de trabajo (sí, nuevos esclavos).

Sobre todo, ello exige imponer otras reglas que cambien el monopolio de la lógica del beneficio en las relaciones norte-sur, actuar sobre las causas del subdesarrollo humano en los países que lo padecen y es ahí cuando resulta necesario tener en cuenta la referencia a la política de codesarrollo, porque son esos objetivos los que contemplan la propuesta formulada por Tapinos y renovada por S Naïr y consistente en asociar migraciones y codesarrollo sobre la base de la libertad de circulación (siempre que no se convierta en realidad en imposición del modelo de inmigración de allée et retour). Me parece poco discutible que cambiar las reglas de las relaciones no igualitarias entre el norte y el sur supone ante todo impulsar la participación de los países del norte en el salto hacia el objetivo de desarrollo humano y que a esos efectos, que son ante todo políticos, es cuando puede servir la estrategia de codesarrollo como condición de beneficio mutuo de todos los agentes implicados en los flujos migratorios.

El debate sobre el codesarrollo es muy rico y nadie que haga propuestas en serio presentará el codesarrollo como una fórmula mágica, de fácil aplicación y exenta de riesgos[18]. Unicamente quisiera apuntar la necesidad de evitar lo que entiendo como dos errores o quizá dos sofismas frecuentes: primero, un planteamiento que asocie o condicione la estrategia de codesarrollo a los intereses geoestratégicos de los países de destino de la inmigración empezando por la tarea de policía de fronteras y siguiendo por la penetración de objetivos empresariales de los países en cuestión. Segundo, la identificación de la estrategia de desarrollo con la imposición de unos flujos migratorios que vetan el proyecto de asentamiento, siquiera estable. Si el precio de lo que denominan codesarrollo es que los inmigrantes sepan que no pueden pretender en ningún caso el objetivo de quedarse en el país de destino (salvo como guest workers y ello durante el período y en las condiciones que marque el mercado) esa estrategia fracasará. Y fracasará sobre todo porque de nuevo se yerra la perspectiva: pensar en esa estrategia de codesarrollo como el freno frente a la inmigración es un error[19].

Si la tesis de vinculación entre políticas de inmigración y codesarrollo tiene sentido es para tratar de gestionar de modo eficaz y, sobre todo, legítimo, los flujos migratorios y eso exige escuchar a los protagonistas (los inmigrantes) reconocer ese protagonismo y atender a lo que necesitan los países de origen, no a nuestro beneficio. O sea, la estrategia de codesarrollo no puede entenderse –como sucede con frecuencia- como un nuevo tapón o barrera, un freno, el más eficaz, porque combina la zanahoria con el palo. Eso sería un error. Es cierto que la solución a los problemas que crean –a todos los implicados- los flujos migratorios pasa por crear riqueza, trabajo, desarrollar el sector privado además del público, pero pensar en el codesarrollo únicamente como el freno frente a la inmigración es un error. Si esa estrategia supone ignorar las dos propuestas que he avanzado, los principios de legitimidad en las relaciones internacionales, respeto a los derechos humanos y, en primer lugar, del derecho de libre circulación, y si no tiene en cuenta las necesidades de los países de origen de los flujos, sus condiciones, sus propios proyectos, esta es una apuesta equivocada.

2.2. Dos principios desde el realismo y el sentido común.

Lo que propongo en este primer pilar o dimensión de la gestión de los flujos migratorios, se resume en dos viejos mandamientos, si se me permite la terminología: ser realista y utilizar el sentido común.

Las llamadas al realismo y al sentido común en este ámbito, el de la respuesta a los flujos migratorios, suelen ser acogidas con alivio -sobre todo después de discursos que apelan a principios filosóficos- e interpretadas como una reivindicación de responsabilidad frente a tanta propuesta irresponsable, utópica en el peor de los sentidos. Por mi parte, he tratadfo de dejar claro que no se es realista si no se hace el esfuerzo por entender la realidad de los flujos migratorios, en lugar de continuar construyendo artificialmente e imponiendo mediante las leyes una imagen de los mismos que resulte adecuada a nuestros propios propósitos. Sin duda, podemos tener cierto éxito en domeñar los flujos a nuestra imagen durante algún tiempo, pero no será un éxito estable, duradero. 

Por lo que se refiere a la reivindicación del sentido común, no lo entiendo al modo habitual como una llamada al pragmatismo, a la lógica del beneficio que es la del mercado y no a la lógica de lo posible que es la de lo político. No comparto ese sentido común, tampoco a propósito de la inmigración. No es esa la exigencia del sentido común. Porque lo que impone ese raro don es precisamente lo contrario de tales recetas.

El sentido común, cuando hablamos de política y flujos migratorios exige empezar por el principio: la aceptación de que la libertad de circulación es un derecho, que todos, desde que salimos de Africa, desde que empezamos a caminar (y el rastro de Laetoli es el primer signo de humanidad que conservamos) emigramos en busca de mejorar nuestra vida, en busca, como decía Montesquieu, de la senda que nos conduzca a la libertad y riqueza.

Lo que nos dice el sentido común es que, si creemos en la igualdad básica de los seres humanos, no tenemos autoridad para negar a nadie ese derecho básico de autonomía, el derecho a autodeterminar la propia vida, a ejercer la libertad de decidir. Y por eso las políticas migratorias que conocemos arrancan de una contradicción constitutiva con los principios liberales que dicen tratar de defender o, lo que es más grave, esas políticas demuestran que sólo creen y defienden tales principios –la autonomía- para unos pocos seres humanos.

Pues bien, el sentido común exige pensar en otros principios, otros criterios diferentes de los que rigen ahora nuestra mirada sobre los flujos migratorios, nuestra política al respecto. Exige una política de inmigración entendida como política global e integrada en una concepción de la política que supone otro modelo de sociedad civil, en el marco de una democracia plural e inclusiva[20]. Principios como los dos siguientes:

3. La garantía del derecho humano universal a emigrar, entendido en primer lugar como derecho a la libre circulación, y que, para ser real, debe formularse además como derecho a inmigrar, es decir, a entrar y a asentarse. Por supuesto que ni uno ni otro son derechos absolutos, pero ningún derecho lo es. La garantía de ese derecho, como trataré de señalar luego, no exige abolir las fronteras, sino una legalidad internacional e interna que haga posible la libre circulación.

4. El reconocimiento de que el objetivo de desarrollo humano es una obligación que no sólo incumbe a cada Estado o, en general, a las Naciones Unidas, sino que constituye un deber positivo internacional y como tal, un principio en el que debe colaborar todos los Estados y por tanto debe presidir las relaciones internacionales, bilaterales y multilaterales.

 

2.3. Algunas medidas en el ámbito regional europeo.

Una estrategia de inmigración y codesarrollo exige instrumentos complementarios, en el corto, medio y largo plazo, algunos de los cuales he evocado anteriormente siguiendo la sugerencia de Castles. Pero si hablamos de inmigración en la UE y en España, quizá podríamos añadir algunas sugerencias complementarias que tienen en cuenta la prioridad euromediterránea:

En primer lugar, la constitución de un Observatorio Permanente de Inmigración e Integración de los flujos migratorios en el espacio euromediterráneo, como pieza clave para establecer un sistema integrado de observación, análisis de la realidad de los flujos migratorios y evaluación de las políticas, conforme a la recomendación de la Conferencia de Barcelona, y con estatuto similar al Observatorio Europeo contra el racismo y la xenofobia ubicado en Viena. Ese Observatorio debe coordinarse con la actuación del REM, Red cuyo desarrollo debe ser impulsado política y financieramente por las instituciones de la UE, conforme a lo exigido en los Foros civiles euromediterráneos de Marsellla 2000 y Bruselas 2001.

Además, la recuperación como objetivo del modelo de partenariado, que debe ser redefinido en profundidad, lo que exige ir más allá del proyecto de Zona de Libre Cambio o libre mercado con los países de la ribera sur del mediterráneo, pues la prioridad debiera ser el objetivo de una comunidad de intereses y la asociación de todos los países ribereños del Mediterráneo desde un principio básico de igualdad de trato sinel que no existe la condición de socio.

En tercer lugar, la provisión de instrumentos financieros que permitan alcanzar ese objetivo, y uno de ellos, como se ha insistido, es el Banco Euromediterráneo de inversiones, más allá de una simple línea de crédito específica.

Pero sobre todas ellas, como veremos en el último apartado, es preciso reformular la noción de ciudadanía europea atendiendo a la residencia y con ello hay que apuntar hacia otra regulación del estatuto de inmigrante residente estable, y de sus derechos, con atención particular al reagrupamiento familiar. Todo ello en la línea del principio de “integración cívica”, al que volveré en esa sede.

 

 

 

 


5. La justicia en la gestión de la presencia de los inmigrantes: integración e igualdad.

 

3.1. Introducción

El segundo tipo de cuestiones se plantean en el otro “cesto” de las políticas de inmigración, el relativo a la gestión de la presencia de los inmigrantes en las sociedades de destino. Las preguntas en este caso son: ¿cuáles son las exigencias (los instrumentos) del reconocimiento efectivo del principio jurídico de igualdad? Y, en segundo término, ¿cuáles los instrumentos para construir una ciudadanía plural e inclusiva? En este segundo ámbito, las interrogantes atañen, de un lado, a la justificación de la lógica de la segmentación jurídica en relación con las garantías del Estado de Derecho y con la universalidad de los derechos humanos y, de otra parte, a las exigencias de una democracia plural e inclusiva.

Es imposible seguir ignorando la quiebra de legitimidad, la erosión de los principios del Estado de Derecho y de la democracia que supone el dramático contraste entre el proclamado universalismo de nuestra cultura jurídica y política, y la institucionalización de la desigualdad jurídica que se traduce en manifestaciones casi aporéticas de institucionalización de la exclusión (no sólo de discriminación), acentuado si cabe en las pretensiones de republicanismo o patriotismo constitucional con las que se quiere salvar las dificultades derivadas de la crecientemente visible multiculturalidad.

La evidencia de la función social instrumental, residual, atribuida a la inmigración, es decir, la reducción de los inmigrantes a trabajadores temporales y vulnerables, si no a herramientas de trabajo, al mismo tiempo que, como prueban una y otra vez informes y análisis, las políticas universalistas del Estado del bienestar se sostienen en no poca medida gracias a las aportaciones de los inmigrantes, exige una respuesta que no sea un parche, una verdadera alternativa a las actuales políticas migratorias, que se integre en una alternativa política global. Una alternativa que no consista en relativizar la importancia de lo político. Porque insistiré en que el problema relevante es precisamente éste: la exclusión institucional de los inmigrantes del espacio público, justificada en términos axiomáticos o, en todo caso, mediante argumentos paternalistas como los que a mi juicio propone Whitol der Wenden[21]. Esta exclusión constituye un déficit constitutivo de legitimidad, en dos aspectos. En primer lugar, porque no hay integración política cuando la dimensión etnocultural es condición de la integración política (y la única justificación de esta discriminación es la condición de extranjero, de ajeno a la comunidad por nacimiento o por identidad cultural). En segundo término, porque se bloquea el acceso del inmigrante al espacio público al reducirlo a una condición atomística, exacerbadamente individualista. Por eso se le niega el reconocimiento de los derechos que permiten ese acceso mediante la acción colectiva: reunión, asociación, huelga, etc.

Es desde esas consideraciones desde las que cabe examinar y entender las críticas habituales a las políticas de inmigración de los países de la UE. Hoy, las políticas migratorias en el nivel global se caracterizan por una limitación, total o parcial, de las migraciones económicas, de la multiplicación de las causas de retención en la frontera y de expulsión, de la negación sustancial del derecho al refugio reconocido por la Convención de Ginebra de 1951, por la concentración de recursos públicos en la consolidación de las fuerzas de policía en las fronteras, por la falta de políticas públicas de acogida y de integración y por el desmantelamiento de las existentes, por la construcción de lo que se llama centros de permanencia temporal que son "centros de detención": reales campos de concentración, en los cuales son detenidos inmigrantes, pero también solicitantes de refugio, que no han cometido ningún crimen pero tienen lo única "culpa" de no tener el permiso de residencia[22]. Esas políticas restrictivas tienen el objetivo de monopolizar la libertad de absorber o expulsar mano de obra extranjera a bajo coste y eso es más fácil impidiéndoles a los inmigrantes entrar legalmente sobre el propio territorio y negándoles ciertamente un status jurídico.

Y lo relevante es que son esas políticas, esa legalidad cicatera, las que producen ilegalidad, las que conducen a los inmigrantes a la marginación, la exclusión y finalmente en no pocos casos a la ilegalidad, las que les obligan a negociar con las mafias, a aceptar cualquier trabajo, en cualquier condición. Son esas políticas las que permiten su exclusión de los sistemas de protección social (incluso de las redes privadas alternativas) y justifican así su estigmatización.

De ahí la necesidad de preguntarse cómo orientar otra construcción del vínculo social, y, desde él, otra relación entre comunidad social y comunidad política, entre etnos, pueblo y demos, que evite esa aporía constitutiva. Dicho de otra forma, una reflexión que vaya algo más allá de la necesidad práctica (e indiscutible) de alcanzar un pacto de Estado a propósito de la inmigración.

Claro que lo necesitamos. En realidad, necesitamos mucho más que lo que suele llamarse un pacto de Estado. Porque no se trata sólo de un pacto entre los partidos para dejar la inmigración al margen de la lucha electoral. Se trata de sentar las bases de un acuerdo social que implique a todos los agentes sociales (no sólo a los institucionales, ni sólo a los políticos) implicados, con especial atención a los propios inmigrantes ya los agentes sociales de las sociedades de origen de los flujos migratorios. Pero también mucho más, porque el carácter global de las migraciones y nuestra propia condición –la de un país dentro de la UE-, por no hablar del proceso de globalización, amplían considerablemente el marco de los protagonistas. Y aún más necesitamos pensar en los presupuestos mismos del pacto, en la forma de entender la política, sus agentes, sus instrumentos. Ese es a mi juicio el gran reto, la oportunidad, la dificultad que comportan hoy los flujos migratorios.

Para decirlo de un modo sencillo, aunque no simplista: las exigencias de justicia a la hora de la gestión de la presencia de los inmigrantes en las sociedades de destino se concretan en tres principios: integración, igualdad y seguridad jurídica.

3.2. Sobre el significado de la integración.

Integración parece una clave comúnmente aceptada. Todos estamos por la integración: todos la incluimos, como incluimos la paz, el progreso, la felicidad, entre nuestros objetivos. Pero semejantes consensos unánimes son sólo posibles desde una abstracción que envuelve un vacío. Hay que precisar cómo entendemos esos conceptos, cuáles son los instrumentos que proponemos para obtener esos objetivos. Por eso hay que empezar por lo obvio, es decir, por recordar la polisemia (ambigüedad, vaguedad) del concepto de integración. La integración no es tanto un status, sino un proceso, o como mucho, un resultado u objetivo. Como tal, su dimensión es múltiple, o al menos bidireccional, pues implica transformaciones en todas las partes implicadas. Por decirlo de otra forma, e un fenómeno transitivo, reflexivo, que no conjuga el integrar “en”, “de”, o “a”, sino el integrar “con”: integrarse. Ese es el error de partida en buena parte de las soi-dissants políticas de “integración de los inmigrantes”: así sucede, por ejemplo, con el Plan nacional GRECO. Por fortuna, no se incurre en ese error en buena parte de los Planes o Programas de integración o de gestión de la inmigración diseñados por Comunidades Autónomas o administraciones municipales: véanse los de Cataluña o Andalucía, que incluyen programas o medidas cuyo destinatario es la población indígena, autóctona. Dicho esto, y aunque partamos de la dicotomía integración-exclusión definida en esos términos, su aplicación al ámbito de la inmigración no es sencilla y obliga a distinguir entre categorías como asimilación, segregación, integración, incorporación, acomodación.

Las claves de la integración son, en primer lugar, jurídicas y tienen que ver con la igualdad y la seguridad. Es decir, con la igualdad de status jurídico (igualdad ante la ley, igualdad de trato), y también con la igualdad en el acceso al poder y a la riqueza. Y en segundo término con la seguridad jurídica, que es en primer lugar certeza y previsibilidad y, además, estabilidad: estabilidad en el status jurídico y en las condiciones sociales, comenzando por la estabilidad laboral. Pero al mismo tiempo, hay una condición jurídica de la integración como igualdad que remite a un requisito político, a un principio constitucional a mi juicio descuidado, el pluralismo: Lo que trato de subrayar con esta idea es que la integración no es uniformidad ni homogeneización. En una sociedad plural, la igualdad es la igualdad compleja que conduce a un modelo de ciudadanía que no debiera ser el que mantenemos, anclado en la nacionalidad y en ciertos patrones etnoculturales.

Y porque las claves de la integración son jurídicas, hay que plantearse en primer término la relación entre Integración, valores constitucionales y prácticas sociales. Frente a ciertos planteamientos simplistas, creo que hay no pocas dificultades a propósito de la justificación de medidas que tratan de contrastar o certificar la voluntad de integración mediante la exigencia de residencia estable unida a una “disposición ciudadana” o “lealtad constitucional” que se probaría mediante tests de conocimiento (del idioma, de la Constitución, de las instituciones y/o costumbres básicas), como los dispuestos en algunas de las reformas legales que se han emprendido en varios países de la UE, siguiendo la experiencia del servicio de inmigración de los EEUU. Baste pensar en el caso de Dinamarca o Austria: la ley danesa de mayo 2002, impulsada por el gobierno Rasmussen (con el apoyo del ultraderechista Partido del Pueblo) amplió de 3 a 7 años el plazo para obtener residencia y exigió pasar un examen de danés y otro de ciudadanía para otorgar la nacionalidad. En Austria se aprobó en junio 2002 la ley que impone la obligatoriedad de aprender alemán a partir de 1 enero 2003 y retroactivamente a los residentes desde 1 enero 98 (salvo ejecutivos y altos cargos). Si en 4 años no aprenden el idioma, pierden residencia. Si no se siguen las clases se pierde toda ayuda social y de desempleo y también se puede perder la residencia (la ley incluye una claúsula en virtud de la cual el Estado sufragará la mitad del coste de aprendizaje). Dejando aparte la incuestionable exigencia del idioma, que a mi juicio no debería promocionarse –al menos no sólo, ni aun primordialmente- mediante técnicas de sanción como las expuestas, sino mediante el recurso a medidas promocionales y que plantea otras dificultades a las que luego aludiré, la cuestión es: ¿cabe exigir a los extranjeros, como condición sine qua non de su naturalización, requisitos que no establecemos para los nacionales? ¿Cuántos de nuestros nacionales superarían el test de conocimiento constitucional? ¿Y hasta qué punto la aceptación incondicional de instituciones, valores y costumbres –prácticas sociales- de la sociedad de recepción (por cierto: ¿de cuáles? ¿o es que acaso esa sociedad es homogénea?) no es una etnicización de la ciudadanía contraria al pluralismo? ¿No es desde esas propuestas desde las que se lanza el mensaje del “inintegrable cultural”? Volveré más adelante sobre esas cuestiones.

3.3. Seguridad e igualdad, condiciones de la integración.

La cuestión puede enunciarse en términos que se han repetido con frecuencia: ¿Puede ser el Derecho -las leyes, los derechos, las reglas de juego, los procesos jurisdiccionales y administrativos- la vía idónea para la integración? ¿Tiene sentido una ley de integración de quienesquiera que sea? La respuesta oficial, las más de las veces, es obviamente negativa: la integración, al decir de buena parte de nuestros responsables políticos, no es una cuestión jurídica, sino social. Pero lo cierto es que, más allá del “descubrimiento del Mediterráneo” que supone anunciar urbi et orbe que la integración, como proceso social complejo, no puede reducirse a una dimensión como la legal o, para decirlo mejor, la jurídica, valdría la pena tratar de aportar algo de interés.

Así, por ejemplo, podríamos empezar, en el mismo plano de las evidencias, por recordar otra obviedad: si lo que se pretende decir es que el Derecho sólo puede y debe aspirar a garantizar a posteriori las condiciones y procesos sociales que hacen posible la integración, esos argumentos se descalifican por sí mismos. Semejante planteamiento es el que se sostiene cuando se aduce que la integración no tendría o, al menos, no dependería básicamente de condiciones jurídicas, porque es una cuestión cultural, o económica, o de la vida cotidiana, y que, en todo caso, la integración es cuestión y competencia de la sociedad civil, de los agentes sociales y por tanto el Derecho y el Estado deben mantener una estricta posición de neutralidad, de no interferencia (hands-off) para no perturbar ese protagonismo, esa responsabilidad.

El análisis liberal sobre la cuestión refuerza semejantes tesis, incluso cuando se recurre a sus mejores intérpretes, como el Rawls de Political Liberalism o –más allá de los postulados liberales, en su versión republicana- el Habermas de Die Einbeziehung des Anderes. Para resumirlo: la tesis que se sostiene desde la filosofía liberal es que la neutralidad es la condición de la necesaria configuración del espacio público como ámbito plural, en el que las diferentes concepciones de bien (valores, prácticas sociales, normas e instituciones relacionadas con ellas) se superpongan en un consenso que tiene como punto de partida la Declaración de los derechos humanos. Pluralismo cultural y valorativo, sí. Neutralidad cultural de la Constitución, también. Y como fundamento y a la vez límite de todo ello, la universalidad de los derechos humanos. Esos principios, neutralidad, pluralismo, universalidad de los derechos, se ajustan mediante el recurso a la tolerancia. He ahí el elenco de elementos que dan pie a lo que se ha dado en llamar el “patriotismo constitucional” como expresión del vínculo de lealtad que haría posible la democracia en una sociedad multicultural.

Frente a esa aparente obviedad, hay que insistir en que la realidad es mucho más compleja. Y, en primer lugar, hay que poner de relieve las insuficiencias de un planteamiento que se formula como obvio –si no como “natural” al discurso de la democracia y de los derechos- y sin embargo, a mi juicio, está lejos de serlo. Como han señalado los críticos de Rawls (y en menor medida los de Habermas) debemos denunciar sobre todo dos falacias argumentativas, muy coherentes con cierta rancia concepción del liberalismo, por más que pretenda modernizarse arrojando al otro lado la descalificación de paleolítico intervencionismo estatalista. Me refiero , en primer lugar (A), a determinada presentación de la universalidad de los derechos que es paradójicamente reduccionista e instrumental (y no apuesta en realidad por la universalidad, sino por la imposición de un molde uniforme) pues niega el principio básico de autonomía individual que es el postulado del que arranca el liberalismo. Y, junto a ello, (B), a una concepción de la integración social que peca de unidireccional.

(A) La primera falacia es fácil de enunciar: cualquier posibilidad de integración pasa por el hecho de que todos y eso quiere decir en realidad los otros (pero ¿quiénes? ¿los otros que viven entre nosotros como ciudadanos españoles, o sólo los otros que no nacieron aquí?)acepten los valores constitucionales, y en primer lugar, los derechos humanos y la democracia, que son valores que no se pueden poner en duda. El problema es que esa tesis aparentemente indiscutible encierra no poca complejidad (¿qué catálogo de derechos? ¿qué jerarquía y qué criterios en caso de conflicto entre esos derechos?) y además suele llevar consigo otra menos evidente: “quienes llegan a nosotros han de probar su voluntad de integrarse, de respetar nuestra forma de vida, nuestros valores”. Y ahí viene una doble asimetría: la que exige en primer lugar el cumplimiento incondicionado de deberes por parte del otro (porque en realidad se le sitúa bajo sospecha) antes de reconocerle ningún tipo de derechos. En segundo lugar, la identificación de valores constitucionales con prácticas e instituciones sociales arraigadas: “nuestras costumbres”. En el primer caso, nos encontramos ante una argumentación que bordea el respeto de la universalidad, la igualdad y la autonomía individual. En el segundo, ante un mal entendimiento del pluralismo en serio. Baste pensar en la concreción del tan manido respeto a nuestras costumbres: ¿alcanzan a un modelo de familia como si sólo uno fuera constitucional? ¿forman parte de ese coto vedado las costumbres y usos sociales de carácter confesional: fiestas religiosas, procesiones, ritos religiosos, etc? Y aún subyace otro error: En efecto, contra lo que viene insistiendo el discurso oficial a propósito de los "errores de leyes desmesuradamente generosas que pretender imponer la integración y crean así el conflicto", hay que decir muy alto y muy claro lo contrario: Los derechos, su reconocimiento, no crean el conflicto, no crean el racismo y la xenofobia, sino que constituyen la condición previa, necesaria aunque, desde luego, insuficiente, para que haya una política y una realidad social de integración. Y, además, o son universales, de todos, sin condición, o no son derechos humanos. Su reconocimiento no puede condicionarse al abandono de los rasgos sociales de identidad, aunque esta afirmación, que enuncio en tono provocativo para criticar el complejo de Procusto escondido tras esa supuesta universalidad, debe ser matizada.

(B). Por decirlo de otra forma: para que tenga sentido hablar de integración hay que comenzar por algo previo a los programas de interculturalidad, a las políticas de valoración positiva de la diversidad, a la lucha contra el prejuicio frente al otro. Y eso previo es abandonar la segunda falacia argumentativa, que afecta a la forma en que se formula la integración social, sobre todo en su vertiente culturalista. Hay que reconocer que la integración no es un proceso o movimiento unidireccional, un trágala en el que uno de los lados permanece igual a si mismo, porque no debe cambiar, porque todo lo que sostiene es bueno de suyo, evidente, y es únicamente la otra parte la que debe integrarse.

Se trata, en realidad, de recuperar la universalidad de los derechos no sólo como la seguridad en el reconocimiento y satisfacción de las necesidades básicas de todos, sino como exigencia de inclusión plural, de reconocimiento de igualdad compleja, comenzando por el derecho a tener derechos, a expresar necesidades y proyectos, a participar en la elaboración del consenso constitucional. Insisto en el elemento previo que significa reconocer y garantizar a todos los seres humanos los derechos fundamentales (aquellos derechos humanos que predicamos como universales) que son la vía de satisfacción de tales necesidades. Si no, estamos hablando de otra cosa cuando hablamos de derechos. Ya no hablamos de aquellos instrumentos que sirven para la emancipación de los seres humanos como agentes morales, como únicos sujetos de soberanía, sino de las coartadas para asegurarnos la obediencia mecánica y la pasividad de los súbditos, de la masa. Y es que a veces cuando hablamos de integración y derechos estamos pensando en otro modelo. Otro modelo, sí: aquel en el que la integración es el ingreso en un corral en el que nuestra marca de hierro son esos derechos-mercancía, que traducen un consenso ajeno a nuestra voluntad y a nuestra capacidad de decisión, a nuestra autonomía, a nuestra libertad. Integración en un cuerpo supuestamente homogéneo en el que está muy claro lo que es bueno y lo que no, porque lo primero está recogido en la Constitución y lo segundo en el Código penal, y no hay discusión, ni dudas ni, menos aún, posibilidad de cambiar éste o aquella. Ese es el modelo de quienes piensan que de un lado está la democracia occidental, el mercado y los derechos universales y de otro la barbarie. De forma que lo que hay que exigir al bárbaro es que se despoje de sus costumbres, instituciones y reglas repugnantes para la dignidad humana, la democracia y el mercado y se integre, o, mejor aún, comulgue en esas reglas de juego que nos hacen superiores, libres e iguales.

Para concretar la objeción, rechazo que el camino jurídico aúreo para la integración sea el que supone la más absoluta renuncia a cualquier manifestación de pluralidad en serio. Quienes así lo sostienen (aunque se proclamen y probablemente lo crean de buena fe, demócratas inequívocos) jamás han tomado en serio ni la libertad, ni la igualdad, ni el pluralismo. Presas no ya de un complejo etnocéntrico, sino de un auténtico complejo de Procusto, realizan una tan simplista como falsa ecuación de identidad entre –de un lado- los valores jurídicos universales, el Estado de Derecho y la democracia, con –de otro- las costumbres e intereses de los grupos que hegemonizan y homogeneizan nuestras denominadas sociedades de "acogida". Y sobre todo reducen al otro a una condición de menor de edad, incapaz de participar, de formular sus necesidades y sus demandas de reconocimiento (lo que no significa automáticamente que hayamos de trasladarlas en derechos).

Lo que sucede es que incluso esa cínica respuesta entraña no pocos problemas, empezando por la concreción de los derechos cuyo reconocimiento vendría así exigido como condición previa de la integración. Es una opinión comúnmente repetida, a ese propósito, que ese reconocimiento, en el caso de los inmigrantes, de los extranjeros, de los diferentes visibles (aunque sean nacionales: mujeres, minorías étnicas o culturales o nacionales o religiosas, niños, discapacitados, étc), recorre un camino inverso al de la positivación de los derechos humanos: en este caso, los derechos civiles son primero, sí, pero luego vienen los económicos, sociales y culturales y sólo muy al final los políticos. En mi opinión, la única regla admisible es la igualdad y la plenitud en el reconocimiento de derechos, con prioridad para los imprescindibles para la integración: educación, sanidad, trabajo, vivienda y libertades.

En realidad, la argumentación que critico es más falaz aún: supone una doble restricción del camino del reconocimiento jurídico. Ante todo, (a) la restricción que hace del otro-inmigrante un no-sujeto jurídico, porque por definición ("por naturaleza") no es ni puede ser miembro de la comunidad política y jurídica, no puede crear o producir el Derecho, sino sólo sufrirlo, obedecerlo. Por eso el inmigrante no puede tener (qué disparate!) derechos políticos, ni siquiera en el ámbito municipal, si no es en régimen de correspondencia o reciprocidad…Hasta que no se ha "naturalizado" hasta que no ha dejado de ser él, no podemos creer en su integración. Sólo los hijos de sus hijos, cuando se haya borrado la huella de su comunidad de origen, la huella de la evidencia de su no-pertenencia al nosotros (y eso en realidad nunca será del todo así) podrán aspirar a ser ciudadanos de verdad. Además, (b) la restricción de su autonomía, de su plan de vida (contradiciendo así un principio clave de la concepción liberal), porque imposibilitan que el no-sujeto llegue a ser sujeto, pues el primer y devastador efecto de tales "políticas" es desestabilizar, deslegalizar, desintegrar a quienes aspiran a la estabilidad, a la legalidad, a la integración

Esa condición de no-sujeto y esas trabas en su camino por llegar a ser sujeto se concretan en los elementos que caracterizan el “contrato de extranjería” que trata de dejar claro la política desarrollada por los Gobiernos del PP como status jurídico de los inmigrantes:

(1) En primer lugar, la "filosofía" de esta política es negar la inmigración. Volver al viejo concepto del Gastarbeiter, el guest-worker, el trabajador invitado. Sólo existen los inmigrantes como trabajadores individuales y en la medida en que desempeñen su trabajo en los nichos laborales abandonados por los trabajadores nacionales, y mientras lo realicen en esas condiciones. Y con un corolario (en realidad un presupuesto que, en mi opinión, se revela como prejuicio y no como una tesis científica) clave: la condición de la integración es que no lleguen más que aquellos que necesitamos y podemos acoger (como si alguien hubiera probado alguna vez cuál es el método científico con el que se establece ese criterio). De ahí el dogma del cupo.

(2) De ahí que toda la legalidad esté encaminada y supeditada a mantener ese molde. Y por esa razón, el estatuto legal de los trabajadores inmigrantes es tan vulnerable y precario. Se trata de asegurarnos de que sólo llega el que nos interesa y mientras nos interesa, que esté bajo control y que, cuando deje de ser útil, lo podamos expulsar fácilmente. Por esa razón, la política de inmigración es sobre todo policía de tráfico y de adecuación de mercado. Sus instrumentos son el control de fronteras y los contingentes o cupos laborales. Y por eso también, para asegurar esos controles, los trabajadores inmigrantes que consiguen llegar deben ser visibles legalmente como diferentes. Esa es la razón de que nuestras leyes de inmigración extranjericen a los inmigrantes, insistan en mostrarlos como otros, distintos, inasimilables, desiguales.

(3) Por eso, también, semejante política no tiene, difícilmente puede tener programas de integración en serio: recordaré, una vez más, que, pese a lo proclamado por el Gobierno del PP insistentemente, integrar es un proceso de doble dirección, reflexivo (integrarse) que implica a las dos partes, no a una sola y que exige una condición simple: igualdad. Sus instrumentos son medidas para la igualdad desde la diferencia, no medidas de asimilación impuesta o subordinación. Exige reconocer como sujetos a las dos partes, no considerar a los inmigrantes como menores de edad necesitados de asistencia, de caridad, incapaces de decidir por sí mismos y menos aún de participar en la vida pública. ¿Cómo puede hablarse de política de integración cuando la reunificación familiar no es un derecho de los miembros de la familia, sino una medida de política migratoria sujeta a estrictos controles? ¿De qué integración hablamos si el status jurídico del inmigrante -hablo del regular- es el de sospecha, el de infraciudadano para el que no valen las mismas reglas del Estado de Derecho que para el nacional?

(4) Lo que se enfatiza siempre es la prioridad incondicionada de los deberes respecto a los derechos: al inmigrante se le exige ante todo cumplimiento de deberes, testimonio fidedigno de que no va a poner en peligro nuestra comunidad, nuestros valores, nuestro consenso. Ante todo, debe hacer expreso que acepta las reglas de juego (aunque no pueda ni siquiera conocerlas porque nadie se las ha explicado, pues, pese a los apóstoles del efecto llamada, la ley de extranjería no es la lectura obligada en el tercer mundo). Ese planteamiento ignora la asimétrica relación de poder que se da entre el otro-inmigrante y nosotros-ciudadanos (o sociedad de acogida, como se dice). La lógica igualitaria exige tener en cuenta tal asimetría a la hora de imponer obligaciones, reconocer derechos y manejar medios para uno y otro fin.

(5) El síntoma básico del satus jurídico del inmigrante es el contrario a la seguridad jurídica: la inversión del principio de inocencia (clave del garantismo como núcleo del Estado de Derecho): el inmigrante debe demostrar de continuo que no es una amenaza, un peligro, una patología, un cuerpo extraño e incompatible cuya presencia no puede no generar rechazo, desestabilidad, imposibilidad de convivencia. Ese es el discurso del “integrable cultural”, incluso so capa de un pretendido respeto al imperio de la ley y del derecho que exigiría ante todo acotar la estigmatizada categoría de irregular, con la coartada de que es para su propio bien: para evitar males mayores, para poner límite a la xenofobia y al racismo, para evitar que la realidad desborde la norma, discurso que inspira a los angélicos diseñadores del plan GRECO (angélicos porque para ellos las medidas presupuestarias son innecesarias: todo el bien se producirá automáticamente al presentar ese elenco/refrito de medidas ya existentes e ineficaces hasta ahora) y a los no menos benéficos pergeñadores del "Pacto de Estado a toda costa", porque lo que importa es aparecer como estadistas consagrados al interés superior del Estado, más allá de la horrorosa etiqueta de partidistas, sobre todo de partidistas de la defensa de los derechos de los inmigrantes, terrible etiqueta de notable costo electoral. Lo más llamativo es la diferencia entre la vaguedad de las propuestas de integración desarrolladas en el Plan GRECO y las contenidas en algunos planes de integración de las CCAA, singularmente Andalucía y Cataluña.

(6) La anulación del principio de la seguridad jurídica sin el que no hay respeto a los derechos humanos. Porque la seguridad jurídica no es el discurso del orden, sino la garantía en el reconocimiento y disfrute de las libertades, y si algo caracteriza el discurso acerca del status jurídico del otro-inmigrante es la precariedad en el reconocimiento (sólo parcial, sólo sectorial, sólo durante un tiempo, mientras se tenga la condición de trabajador formal) y en el disfrute de las libertades (puesto que se incentiva la discrecionalidad si no incluso la arbitrariedad de la administración: se desdibuja el control de los actos de la administración respecto a derechos de los inmigrantes, se altera el régimen de silencio administrativo, se elimina el requisito de motivación de los actos de la administración, justamente de aquellos más decisivamente limitadores de derechos, como lo muestra el régimen de denegación de visados), étc.

(7) El abandono descarado del principio de igualdad en los derechos humanos por encima de la lotería genética, es decir, la reiteración del principio de preferencia nacional en el ámbito de los derechos humanos. Es lo que muestra el artículo 3 de la LO 8/2000, tal y como lo reconoce la exposición de motivos y como puso de relieve el muy morigerado informe del CGPJ.

(8) La última muestra la tenemos en el proyecto de reforma avanzado por el Gobierno en las medidas del consejo de ministros de 24 de enero de 2003: ni la tipificación de la ablación del clítoris como delito, ni la simplificación de algunos trámites administrativos, ni siquiera la facilitación del divorcio son medidas de integración. en enero de este año 2003. Se trata de insistir en la vía penal, pues incluso cuando se habla de medidas de integración se incluye una que a mi juicio constituye un error: la tipificación como delito de las mutilaciones genitales femeninas identificadas de una forma tan genérica como acientífica con la ablación del clítoris. Es un ejemplo de penalización de culturas, no de conductas. Y además tomada así, sin otras medidas, un ejemplo de política legislativa de hechicería: la que cree en el poder mágico de las palabras (disfrazada del viejo argumento de la eficacia de la disuasión)

 

3.4.Las condiciones políticas de la integración: la noción de integración cívica. Derechos políticos, ciudadanía gradual (local) y multilateral.

 

El problema fundamental es que mal se puede hablar de integración en serio cuando el programa de creación de la comunidad política está marcado por tres reducciones: (a) La mencionada preferencia nacional, que excluye -hace impensable- que pueda ser miembro quien no ha nacido en la comunidad, (b) La negación del pluralismo en aras de un complejo de Procusto y que sigue entendiendo la comunidad política en los términos schmittianos que exigen la existencia del otro como enemigo para que podamos hablar del nosotros, de los ciudadanos-amigos-familia, y finalmente (c) Una vieja concepción de la política que, o bien reduce la condición de ciudadano/soberano/miembro activo de la comunidad a los nacionales ricos, conforme al síndrome de Atenas, o bien entiende la democracia en términos shumpeterianos-mercantilistas, como un marco formal en el que los clientes tratan de obtener la mejora de sus preferencias y asignan poder en función de las aptitudes de los políticos-profesionales para optimizar esos intereses que les mueven a jugar en el mercado.

Hablo, desde luego, de una noción de comunidad política que quizá no se ajusta a la caracterización habitual de la democracia. Se trata de una democracia inclusiva, plural, consociativa e igualitaria. Una democracia basada, a su vez, en una noción de ciudadanía abierta, diferenciada, integradora. Una comunidad política así entendida exige, en mi opinión, plantear como reivindicaciones irrenunciables de toda política de inmigración que pretenda ser acorde con los principios de legitimidad democrática y de respeto a los derechos humanos, al menos las tres siguientes:

(1) La condición de miembro de la comunidad política no puede ser un privilegio vedado, como apunté, a quienes no tuvieron el premio de la lotería genética. El modelo de democracia inclusiva exige un cambio en las oportunidades de alcanzar esa membership. La primera reivindicación es el reconocimiento y satisfacción del derecho de acceso, de las vías que hacen posible el acceso a la condición de miembro de esa comunidad, de nuestras comunidades, y eso se ha de traducir en la adopción de un abanico de medidas que hagan posible ese reconocimiento y esa garantía. La clave de esta política, si quiere merecer el adjetivo no ya de integradora, sino de conforme a los principios de legitimidad que supone el respeto a los derechos, más incluso que el grado de reconocimiento de derechos (de huelga, de asociación, de reunión, étc) son las condiciones de acceso a la comunidad, las vías para llegar a ser miembro. Y lo primero es cómo entrar: Por lo tanto, las condiciones de entrada y permanencia, las condiciones de regularización y participación en la vida pública en términos de igualdad son condiciones sine quae non. Por esa razón, antes que los derechos políticos, el rasero para medir una política que de la talla es si se inspira en el reconocimiento de un derecho humano fundamental, el de libertad de circulación. Desde luego, ahí nos topamos con un primer problema de esquizofrenia jurídica, la ausencia de reconocimiento del derecho a inmigrar (ausente de los textos internacionales) como correlato del derecho a emigrar (el único reconocido: artículo 13 de la Declaración del 48). Pero ni siquiera el status jurídico del derecho de acceso, entendido como una facultad condicionada a la competencia de la soberanía nacional (“los intereses del Reino de España”, según reza el artículo 19 del RD 864/2001 que aprueba el vigente Reglamento de ejecución de la L.O. 8/2000) parece respetar principios jurídicos elementales, por ejemplo, a la hora de determinar el procedimiento de obtención y el control de denegación de visado, la supeditación de la entrada al sistema de cupos y la utilización de los procesos de regularización. Lo es también el sistema de dependencia inexorable entre permiso de residencia y de trabajo que aherroja la ciudadanía en el trasnochado molde del trabajo formal.

(2) Pero una vez que se entra, es necesario orientar el esfuerzo hacia iniciativas que impidan la existencia de un muro infranqueable para quien llega y quiere convertirse en miembro de esa comunidad. Ahora no se trata del derecho de acceso sino de las condiciones del derecho de pertenencia, que tampoco es reconocido como tal, ni aun como facultad. Entre los requisitos que concretan el ejercicio de esa facultad y que ponen de relieve el objetivo de restricción se encuentran, evidentemente, algunos de los medios de acceso a la integración social: vivienda, educación y trabajo, tal y como los configuran la L.O. 8/2000 y su mencionado Reglamento (cfr. Sus artículos 41 y 44 por ejemplo, por no hablar de la ausencia de desarrollo de lo previsto en el artículo 145, capítulo V, sección 2ª del mismo). Y aquí debo destacar una contradicción a mi juicio letal en la política de integración de la inmigración desarrollada por el Gobierno del PP en estos últimos años. Una contradicción con el principio de subsidiariedad y de distribución de competencias en un Estado de Autonomías. Una contradicción sobre todo en términos de eficacia. La responsabilidad básica, de facto, en el proceso de integración social cotidiano corresponde a la administración municipal y a la regional o autonómica. Todavía no me refiero a la garantía de los derechos. Hablo de problemas previos, como del modelo de alojamiento de los temporeros (el modelo de diseminación espacial puesto en práctica en El Ejido, como han explicado con claridad Ubaldo Martínez o Emma Martín Díaz por ejemplo). Los antropólogos y los geógrafos saben muy bien la importancia de la organización del espacio. Saben muy bien y nos han explicado cómo hacer imposible lugares de reunión de los inmigrantes entre sí es aún más eficaz que dificultar su acceso a los espacios micropúblicos en condiciones que debieran ser evidentes en una sociedad que se dice pluralista. Hablo por tanto de las competencias respecto a las condiciones de trabajo y de la aún modestísima existencia de informes y actas (a fortiori de sanciones) practicadas por la Inspección de trabajo (sobre ese particular hay varias interesantes intervenciones parlamentarias del diputado de CiU Carles Campuzano). Hablo, claro está, de condiciones que exigen medidas presupuestarias y previsión al menos a medio plazo. Resulta escandaloso que quienes tienen que afrontar directamente esos problemas no cuenten con medios y lo que es peor, se les regatee la competencia por parte de la Administración central del Estado.

 

(2) Y por fin, obviamente, el reconocimiento en condiciones de igualdad (nada de tolerancia) de los derechos. De los derechos personales, de las libertades públicas, de los derechos económicos, sociales y culturales (y no hay que insistir en el hecho de que la cicatería en el reconocimiento y garantía efectiva de los derechos sociales ha sido una de las piedras de escándalo de la nueva ley impulsada por el PP), pero obviamente y sin zarandajas de utopías, de los derechos políticos. Desde luego, en el ámbito municipal y autonómico me parece inexcusable el reconocimiento de la titularidad de soberanía de la comunidad local, extendida a quien reside en esa comunidad. Y sin restricciones como las de contrarreforma que los somete increíblemente al sistema de reciprocidad. Pero hay que ir más allá de los Ayuntamientos y de las comunidades regionales o autonomías. Más allá incluso del Estado: lo que necesitamos, de verdad, es un estatuto que reconozca y garantice esos derechos en todo el espacio de la Unión Europea. Es necesario un estatuto jurídico de igualdad de derechos de los inmigrantes no comunitarios en la UE, que acoja los principios propuestos o, al menos, que acepte su discusión y no los excluya y junto a él, un nuevo modelo de ciudadanía.

4.Propuestas para la integración política

 

Ya he insistido en que la condición sine qua non de un criterio de justicia en política de inmigración es la garantía de igualdad formal en los derechos fundamentales entre ciudadanos y residentes estables en los países de destino de la inmigración. Esa igualdad formal es formulada como condición necesaria aunque insuficiente de la integración política que, a su vez, va más allá de la habitual reivindicación de integración social.

El principio de integración política formulado como integración cívica, tal y como ha sido propuesto, a propósito de los inmigrantes, por la Comisión europea[23] y por el Comité Económico y Social Europeo en su Dictamen 365/2002[24] (Dictamen sobre inmigración, integración y la sociedad civil organizada) de 21 de marzo de ese año.

El principio de ciudadanía múltiple o multilateral como concreción de la democracia inclusiva y plural, en línea con las tesis defendida por Bauböck o Rubio (y acogidas por Castles) a propósito de la ciudadanía transnacional[25] y con la idea de ciudadanía o integración cívica antes enunciada. Se trata de una ciudadanía entendida no sólo en su dimensión técnico formal, sino social, capaz de garantizar a todos los que residen establemente en un determinado territorio plenos derechos civiles, sociales y políticos. La clave radica en evitar el anclaje de la ciudadanía en la nacionalidad (tanto por nacimiento como por naturalización), una identidad que pone de relieve la incapacidad de la propuesta liberal para superar las raíces etnoculturales del pretendido modelo republicano de ciudadanía. La ciudadanía debe regresar a su raíz y asentarse en la condición de residencia. Por eso la importancia de la vecindad, de la ciudadanía local.

Basándome en esos criterios de principio, creo que pueden formularse media docena ds medidas que los concreten, en el ámbito político y en el jurídico, en el status de ciudadano y en el de sujeto de derechos. Probablemente eso exige rebasar el ámbito estrictamente estatal, para remitirnos a la UE. En efecto, en el caso europeo, la ciudadanía de la UE pudiera ser vista como un paso hacia la ciudadanía cosmopolita, y a mi juicio la piedra de toque es el acceso de los inmigrantes al status de ciudadanía. Si me detengo en este aspecto es porque creo que el modelo de ciudadanía plural e inclusiva que requiere la sociedad multicultural se juega sobre todo en este terreno: en el de la integración política (no sólo social) de la pluralidad. En otros lugares he examinado críticamente las herramientas con las que contamos en el ámbito de la UE para orientarnos a este propósito. Ahora quiero subrayar los aspectos positivos, los que harían posible comenzar esta transformación. Me inspiraré sobre todo en dos documentos de trabajo, el primero, el Programa Marco Comunitario para promover la integración social de los inmigrantes, como ha propuesto el Dictamen CES 365/2002 de 21 de marzo de 2002 (Comité Económico y Social Europeo, “Dictamen sobre La inmigración, la integración y el papel de la sociedad civil organizada”). El segundo, la COM (2000) 757 final de 12 de noviembre de 2000 (“Comunicación a la Comisión sobre política europea de inmigración”, del Comisario de Justicia e Interior, A. Vitorino) . Uno y otro proponen dos conceptos, “integración cívica”, ciudadanía cívica” que pueden sernos de utilidad para nuestra reflexión, sobre todo porque podrían concretarse en iniciativas, más allá de la discusión teórica a la que estamos habituados. El concepto de integración cívica, como proponen esos que siguen siendo a mi juicio los más interesantes documentos recientes elaborados en el seno de la UE, exigiría a mi juicio estas medidas:

(1º). El reconocimiento inequívoco del principio básico de “igualdad de los derechos, del acceso a bienes, servicios y cauces de participación ciudadana en condiciones de igualdad de oportunidades y trato. Igualdad que conlleva la de deberes, según es obvio”. No hablo de la igualdad como principio hermenéutico (tal y como establece la LO 8/2000), ni siquiera de la tendencia a una progresiva equiparación. Se trata de la garantía de igualdad formal en los derechos fundamentales entre ciudadanos y residentes estables en los países de destino de la inmigración. Esa igualdad formal es formulada como condición necesaria aunque insuficiente de la integración política que, a su vez, va más allá de la habitual reivindicación de integración social.

(2º) La igualdad de derechos debe abarcar no sólo los derechos civiles, sino también los sociales, económicos y culturales en sentido pleno: desde la salud a la educación, al salario y la seguridad social, al acceso al empleo y la vivienda. Esta consideración, unida al objetivo de integración, exige adoptar, a mi juicio, dos medidas básicas desde el punto de vista de los derechos y complementarias: (1) El reconocimiento pleno del reagrupamiento familiar como derecho de todos los miembros de la familia, sin condicionamiento de prejuicios etnoculturales. Insisto, como derecho, no como instrumento de la política de inmigración, como un trámite. (2) El establecimiento de un plan de acción urgente y específico para los menores inmigrantes y en particular a quienes se encuentran en territorio de la UE sin el núcleo familiar, acorde con el Convenio de derechos del niño de la ONU.

(3º) Asimismo, a mi juicio un reconocimiento de derechos políticos (no sólo el sufragio activo y pasivo, sino también los derechos de reunión, asociación, manifestación, participación). Eso comporta el reconocimiento de que quienes residen de modo estable entre nosotros como consecuencia de su proyecto migratorio (lo que no significa que necesariamente tengan voluntad de quedarse de modo definitivo) han de ser reconocidos en condiciones de igualdad como agentes de nuestras sociedades, protagonistas de la riqueza cultural, económica y política de las mismas en igualdad de plano con los nacionales de los Estados en los que residen establemente. Y también, como agentes de la negociación desde la que se construye el espacio público.

(4º). El principio de integración cívica exige, desde el punto de vista de garantía, la adopción de medidas eficaces contra la discriminación por razones de nacionalidad, cultura religión o sexo, en relación con los inmigrantes, sean o no trabajadores. La diversidad cultural no puede utilizarse como factor de discriminación en el reconocimiento y garantía efectiva de derechos; tampoco, como es obvio en lo relativo al cumplimiento de deberes. Por lo mismo, muy concretamente, el acceso a un bien cultural básico como la lengua de la sociedad de acogida, más que una obligación impuesta o un requisito exigido previamente al inmigrante para poder reconocerle integración y reconocimiento jurídico, es un derecho a cuyo acceso se deben dedicar esfuerzos concretos. Y eso supone costes en dotación de personal, en líneas específicas en la escolarización y en medios económicos: las políticas de integración no son de coste cero. Y sin imponer la pérdida de la lengua de origen. En el contexto de la dimensión antidiscriminatoria de esta política, debe enfatizarse la relevancia de priorizar la lucha contra la discriminación/subordinación jurídico política de género que han creado los instrumentos de política de inmigración y que afectan a las mujeres inmigrantes.

(5º). El principio de integración cívica exige también el compromiso de establecimiento de una directiva que asegure a los inmigrantes residentes permanentes en los países de la UE (a partir de 3 años y no de 5 como se contempla en este momento) un status de igualdad plena de derechos y de participación política con los nacionales de los Estados miembros, que haga posible una ciudadanía plural e inclusiva, más allá de la propuesta sobre estatuto de nacionales de países terceros residentes de larga duración (Comunicación 127 (final) de 13.03 2001). Como asegura el referido dictamen (punto 1.5) “El referente principal de la integración cívica (está)… en el concepto de ciudadanía”, o de ciudadanía cívica, empezando por el nivel local, como se propone en la también mencionada COM 757. Es el sentido también de la iniciativa de reforma del artículo 17 del tratado Constitutivo de la CE, lanzada por la red ENAR en su appel de Madrid, junio de 2002 y que propone añadir al texto del artículo, junto a la pertenencia a un Estado miembro de la UE la condición de residente legal como vía de acceso a la ciudadanía europea.

(6º) El reconocimiento de la ciudadanía local, plena, para quienes tengan el status de residentes estables. Un status que puede tener un primer paso en el reconocimiento de efectos jurídicos al empadronamiento. Se trata de avanzar en la construcción de una ciudadanía múltiple o multilateral como concreción de la democracia inclusiva y plural, en línea con las tesis defendida por Bauböck o Rubio (y acogidas por Castles) a propósito de la ciudadanía transnacional y con la idea de ciudadanía o integración cívica antes enunciada. Una ciudadanía entendida no sólo en su dimensión técnico formal, sino social, capaz de garantizar a todos los que residen establemente en un determinado territorio plenos derechos civiles, sociales y políticos. se trata de evitar su vinculación con la naturalización o adquisición de nacionalidad, a la par que la imposición de renuncia a la ciudadanía de origen. Una condición, la de residente municipal o vecino, que debe llevar aparejado el reconocimiento de derechos políticos de participación y del sufragio municipal activo y pasivo. La clave radica en evitar el anclaje de la ciudadanía en la nacionalidad (tanto por nacimiento como por naturalización), una identidad que pone de relieve la incapacidad de la propuesta liberal para superar las raíces etnoculturales del pretendido modelo republicano de ciudadanía. La ciudadanía debe regresar a su raíz y asentarse en la condición de residencia. Por eso la importancia de la vecindad, de la ciudadanía local.

La dificultad, como apunté más arriba, estriba en cómo hacer asequible esa condición de residente estable equiparada a la de ciudadano, y debemos discutir si debe tratarse de una condición que se adquiere simplemente tras un período consolidado de residencia (y en ese caso, la duración del mismo: 3, 5, o más años) o si hace falta además superar un test de adaptación o integración y de lealtad constitucional, tal y como, a la imagen de lo dispuesto en los EEUU se ha establecido en recientes reformas en algunos de los países de la UE (pruebas de lengua, de conocimiento de la Constitución). Por mi parte, de acuerdo con Carens o Rubio Marín, entiendo que debe tratarse de un efecto automático derivado de la estabilidad de residencia. Pese al carácter razonable de algunos de los requisitos enunciados, no puede ignorarse que plantean más bien un modelo de asimilación cultural como condición de la integración política.

En ese sentido, y por lo que se refiere al período inicial de residencia, resulta decisivo revisar los factores –legales- de precarización o vulnerabilidad de la condición legal de los inmigrantes: disposiciones como las vigentes en la legislación española o italiana que permiten que quien es residente legal caiga en la ilegalidad, como consecuencia de la circularidad entre permisos de residencia y trabajo y de la rigidez de los segundos (vinculados a actividad y ámbito geográfico y, aún más, al procedimiento de contratación en origen), basada en el dogma de los cupos o cuotyas como condición de integración y que contradicen los principios liberales de autonomía y libre circulación. La filosofía actual de las política de inmigración, que establece como postulado de la defensa del imperio de la ley y de la eficacia de esas políticas los mecanismos de cupo y contingente y la contratación en origen, es la que impide a los inmigrantes venir conforme a la legalidad en ejercicio de su derecho a la libre circulación. Al contrario, pone en colisión una y otra exigencia y obliga a buena parte de los inmigrantes que buscan trabajo a cruzar la frontera con visado turista, aunque su propósito sea otro, y por tanto a incurrir en situaciones contrarias a la legalidad. Una iniciativa como la creación de permisos de residencia para búsqueda de trabajo, vinculados a visados de corta duración tal y como existía en la antigua legislación italiana (ley Fini-Bossi) y como propuso la mencionada Com 757 final. Y junto a ella, el establecimiento de programas de cooperación y codesarrollo con los países de origen, que garanticen la libre circulación. Y aquí, por cierto, debo subrayar asimismo la ceguera de la Administración central del Estado en nuestro país, que sigue sin entender que las CCAA son Estado y que las iniciativas que éstas pueden impulsar en ese marco de codesarrollo e inmigración (por ejemplo, las contenidas en los Planes de la Generalitat de Catalunya o de la Junta de Andalucía, o las medidas adoptadas por la primera de ellas a propósito de la creación de oficinas de inmigración -que brillan por su ausencia en el caso del Reino de España, que podría tomar nota de la política de Canadá en esa materia-, o el impulso a la estrategia de inversiones en los países de origen de la inmigración) son instrumentos necesarios y no retos a una soberanía, por cierto, trasnochadamente hobbesiana. 


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· Eugéne Pottier

· L'économie politique

 

AUX PROFESSEURS DU COLLÈGE DE FRANCE

De tous les droits que l'homme exerce,

Le plus légitime, au total,

C'est la liberté du Commerce,

La liberté du Capital.

La loi ? c'est l'offre et la demande,

Seule morale à professer !

Pourvu qu'on achète et qu'on vende,

Laissez faire, laissez passer !

Et que rien ne vous épouvante,

Y glissa-t-il quelque poison,

Si le marchand double sa vente,

Le succès lui donne raison.

Que ce soit morphine ou moutarde,

Truc chimique à manigancer...

C'est l'acheteur que ça regarde,

Laissez faire, laissez passer !

Les travailleurs ont des colères

Dont un savant n'est pas touché.

Il faut bien couper les salaires

Pour travailler à bon marché.

Pas un rabais de deux sous l'heure,

Des millions vont s'encaisser.

Et puis !... croyez-vous qu'on en meure ?

Laissez faire, laissez passer !

Le marché pour l'article en vogue

Offre un rapide écoulement.

N'écoutons pas le démagogue

Qui nous prédit l'engorgement.

Il faut, malgré ces balourdises,

En fabriquant à tout casser,

L'inonder de nos marchandises,

Laissez faire ! laissez passer !

Pour le bien-être des familles

Doublons les heures de travail.

Venez, enfants, femmes et filles,

La fabrique est un grand bercail.

Négligez marmots et ménage,

Ça presse ! et pour vous délasser

Vous aurez des mois de chômage.

Laissez faire ! Laissez passer !

Par essaims le Chinois fourmille.

Ils ont des moyens bien compris

De s'épargner une famille

Et travailler à moitié prix.

Avis aux ouvriers de France ;

Dans leur sens il faut s'exercer,

Pour enfoncer... la concurrence...

Laissez faire ! laissez passer !

Sous le Siège, dans la famine,

J'ai défendu la " liberté "

Voulant, fidèle à la Doctrine,

Rationner par la cherté.

Chaque jour et sans projectiles,

Par vingt mille on eût vu baisser

Le stock des bouches inutiles.

Laissez faire ! Laissez passer !

Qu'on accapare la denrée,

Qu'on brûle docks et magasins,

Que pour régler les droits d'entrée,

On se bombarde entre voisins,

Quitte à gémir sur les victimes,

Qu'on voit écraser, détrousser !

L'économie a pour maximes

Laissez faire ! Laissez passer !

Notas


* Borrador. El texto de esta ponencia corresponde al primer capítulo de un libro en curso de publicación. Se ruega no citar sin autorización del autor.

 

[1] Me refiero no ya a los Hungtinton o Sartori, sino sobre todo a los epígonos al uso entre nosotros (Azurmendi) que empiezan por ignorar la diferencia entre multiculturalidad y multiculturalismo o la variedad de “ideologías multiculturalistas”, y demonizan con tanta energía y dramatismo como desconocimiento de los hechos más elementales, fantaseando sobre prácticas y normas que no se han tomado la molestia de conocer siquiera elementalmente, por no hablar de las experiencias de gestión de las realidades multiculturales. Aquí vale el consejo wittgensteniano sobre la necesidad de callar acerca de lo que no se conoce y la sugerencia de leer y viajar más allá del propio ombligo, por estimable que le parezca al interesado.

 

[2] Se trata de una fórmula que empleamos Sami Naïr y yo mismo en un libro que publicamos hace varios años sobre las políticas migratorias en el contexto de la globalización: Le Déplacement du monde. Migration et politiques identitaires, Paris, Kimé, 1998 (hay traducción española, Madrid, Imserso, 1999)

 

[3] Castles ha sintetizado los flujos “buenos” (capital –en particular capital financiero, especulativo-, propiedad intelectual, trabajadores cualificados y/o necesarios para los nichos laborales que han de localizarse en el norte, valores culturales occidentales) y los “no deseados” (trabajadores de baja cualificación, inmigrantes forzosos, refugiados, modos de vida alternativos, valores culturales no occidentales o definidos sin más como particularistas) y el doble juego en el proceso de globalización: los primeros circulan libremente mientras que los segundos se enfrentan al cierre de fronteras y a la criminalización de las redes transnacionales a través de las que se organizan. El problema es que, como muestra el propio Castles, los factores complejos (económicos, políticos, demográficos, culturales, sociales) que estimulan todos los flujos migratorios son factores propios del proceso de globalización y son más fuertes que cualquier medida de policía de fronteras. Cfr. Castles, S., “Globalization and Inmigration”, Paper en el International Symposium on Inmigration Policies in Europe and the Mediterranean, Barcelona, 2002

 

[4] Y de otros poemas y canciones revolucionarias como Le grand Krack, En avant la classe ouvrière, Droits et devoirs, La Sainte Trinité, La guerre, Leur Bon Dieu. El texto del poema mencionado, que puede encontrarse en la antología de ediciones Dentu, se incluye tras la nota bibliográfica.

 

[5] Sassen, S., ¿Perdiendo el control? La soberanía en la era de la globalización, Barcelona, Bellaterra, 2001 (estudio introductorio de A Izquierdo).

 

[6] Y por eso, en realidad –es decir, no sólo por sus deficiencias en términos de eficacia-, es por lo que la política de inmigración española puede calificarse, como lo ha hecho Subirats (2002), como una no política de inmigración.

 

[7] Es lo que lo señalan por ejemplo Bauböck (2001), o Castles y Davidson (2000).

 

[8] Es difícilmente justificable, simplemente desde una concepción de la justicia coherente con los postulados liberales, sostener que la discriminación de derechos hacia los extranjeros pueda presentarse como justificada, más allá de argumentos meramente prudenciales. Esa tesis es incompatible con tomar en serio la universalidad de los derechos, la condición de todos los seres humanos como agentes morales y titulares de los mismos. Es lo que advierten, desde posiciones muy diversas, Balibar (1992), Carens (2000) o Ferrajoli (1998). Pero si superamos el corsé liberal, como nos proponen Benhabib (1996) o Young (1998), siguiendo a Honneth y Taylor e incluso Kymlicka, y así parece exigirlo el modelo de gestión democrática de las sociedades multiculturales, esto es, una democracia plural e inclusiva, entonces esa asimetría en derechos y ciudadanía es insostenible: cfr. Requejo (1999), De Lucas (2002).

 

[9] Cfr. Zapata (2002). Halper 82002).

 

[10] La persecución y el regateo de los que es objeto el reconocimiento de este derecho se complementa con la extraordinaria paradoja que entraña el mecanismo de sospecha respecto a los denominados “matrimonios de conveniencia”. Con agudeza y brillantez, Sánchez Lorenzo (2001) ha criticado la “contaminación romano-canónica” que supone ese argumento respecto al modelo de matrimonio civil más fiel a la Constitución.

 

[11] Cfr por ejemplo los trabajos del colectivo Observatorio de análisis de tendencias (y en el que participan una buena parte de los autores mencionados), que coordina F Jarauta, por ejemplo los reunidos bajo el título Desafíos de la mundialización, Cuadernos de trabajo de la Fundación M.Botín, Madrid, 2002.

 

[12] Naïr, Le lien social et la globalisation, Cuadernos de la Cátedra Cañada Blanch, Valencia, 1999, pp. 4 ss.

 

[13] Cfr. su reciente El malestar en la globalización, Madrid, Taurus, 2002.

 

[14] La fórmula de liberalismo totalitario se encuentra en el libro de entrevistas Libertad o capitalismo: conversaciones con Johannes Willms, Paidós, Barcelona, 2002

 

[15] Cfr. por ejemplo, L.Ferrajoli, Derechos y garantías. La ley del más débil, Trotta, Madrid, 1999. Held, Democracy and the global Order, Oxford, Polity Press, 1995, o Held-Mcgrew-Goldblatt-Perraton, Global transformation: Politics, Economics and Culture, Cambridge, Polity, 1999

 

[16] A este propósito, debemos plantearnos no sólo los debates de principio, sino también cuestiones muy concretas, como, por ejemplo, los criterios normativos que aseguren la solidaridad internacional no como un fruto de la virtud, de la espontaneidad, sino como un deber positivo, al menos mínimo. Es lo que se frustró en el denominado “consenso de Monterrey”, es decir, las conclusiones adoptadas en la Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo de Monterrey (15 a 22 de junio de 2002), a propósito del condicionamiento de la ayuda al desarrollo a objetivos que no son los de la consolidación de las libertades y de la democracia, sino de los intereses geoestratégicos –económicos, políticos. De los donantes y de las empresas nacionales y transnacionales a las que se supedita la ayuda. No digamos nada del codesarrollo. Otro ejemplo concreto: el condicionamiento de la ayuda a la adopción de la función de policía de inmigración por parte de los países de origen y tránsito de esos flujos. Un condicionamiento que incluso se ha pretendido (era la posición de España y del Reino Unido en el Consejo Europeo de Sevilla de junio de 2002) que se tradujera en medidas de sanción, en políticas coactivas para quienes no cumplieran eficazmente tales objetivos.

 

[17] Castles propone medidas a corto y medio plazo. Entre las primeras, eliminar las relaciones económicas que exacerban los conflictos locales (comercio de armas, diamantes, petróleo). Entre las segundas, cambiar las reglas de juego acerca del régimen de inversiones, los acuerdos de comercio y propiedad intelectual que mantienen a los países del sur en situaciones de dualización, subdesarrollo, pobreza. Junto a ellas, promocionar la cultura de los derechos, los instrumentos de división y control del poder de publicidad y rendición de cuentas en el sur. Cfr. Castles, S., & Davidson, A., Citizenship and Inmigration, London, MacMillan 2000,y su ya citado Castles, “Globalization and Inmigration”, Paper en el International Symposium on Inmigration Policies in Europe and the Mediterranean, Barcelona, 2002

 

[18] Así, por ejemplo, Ramón Chornet (1999, 2001, 2002) se ha hecho eco de las críticas formuladas desde diversos sectores, que ponen de manifiesto incluso la contradicción en la idea de partida: a mayor desarrollo, mayor capacidad de circulación, mayor integración en el mercado global, ergo el codesarrollo no cierra las puertas, como algunos ingenua –o cínicamente- pueden pretender. Así lo subrayan por ejemplo Whitol der Wenden o Grassa. Y ello sin tener en cuenta otros elementos de crítica como los formulados por M. Cisse, la lider de los sans-papiers. Ramón Chornet comparte con esas posiciones críticas la necesidad de reformular la propia noción de codesarrollo.

 

[19] En el mismo trabajo citado en nota 26 (Ramón Chornet, 2002), la profesora Ramón Chornet alude a las propuestas de el vicepresidente del BEI (Banco Europeo de Inversiones), el francés Francis Meyer, en vísperas del lanzamiento del FEMIA (Fondo Euromediterráneo de Inversión y Asociación), dotado con 255 millones de euros para el período 2003-2007, en ejecución de los acuerdos del Consejo Europeo de Barcelona, en marzo de 2002 y que justificaba el proyecto sosteniendo que “la inmigración se frena ayudando a los países pobres a crear riqueza con puestos de trabajo”.

 

[20] Tal y como lo ha propuesto el Documento Preparatorio de la Mesa de Emigración de los Foros Sociales Italianos Luciano Muhlbauer para el Foro Social Europeo de Florencia (6-8 de noviembre de 2002) en coincidencia a mi juicio con algunas de las conclusiones de la Declaración de Quito de agosto de 2002 (adoptada en el marco del “Primer Encuentro Sudamericano de la Sociedad Civil sobre Migraciones”.

 

[21] Whitol der Wenden,C.-Haergraves,A., “The Political Participation of ethnic minorities in Europa. A Framework for analysis”, New Community, 1, nº 20, , 1993. 

 

[22] El último botón de muestra de las quiebras básicas que produce esa lógica de segmentación lo tenemos en nuestro país en una propuesta de reforma de la LO 8/2000 que pretendía que el “silencio judicial” (la no resolución inmediata del expediente por el juez) habilitase la expulsión de inmigrantes procesados o inculpados por penas inferiores a 6 años: un paso más en la negación del derecho elemental de tutela judicial efectiva, pieza clave además del Estado de Derecho. Afortunadamente el alud de críticas parece haber detenido a día de hoy –febrero de 2003- ese proyecto.

 

[23] Por ejemplo, COM (2000) 757 final de 12 de noviembre de 2000 (“Comunicación a la Comisión sobre política europea de inmigración”, del Comisario de Justicia e Interior, A. Vitorino)

 

[24] Dictamen CES 365/2002 de 21 de marzo de 2002 (Comité Económico y Social Europeo, “Dictamen sobre La inmigración, la integración y el papel de la sociedad civil organizada”, en relación con el establecimiento del Programa Marco Comunitario para promover la integración social de los inmigrantes.

 

[25] Cfr. Bauböck, R., “How Migrations transforms Citizenship: international, multinational and transnational perspectives”, Paper en el International Symposium on Inmigration Policies in Europe and the Mediterranean, Barcelona, 2002. Sobre ciudadanía multilateral y el acceso automático a la ciudadanía a partir de una residencia estable, sin exigencias de "integración" que considera etnoculturales, cfr. Rubio, R., Inmigration as a Democratic Challenge.Citizenship and Inclusion in Germany and the United States, Cambridge, Cambridge University Press, 2000. Me parece más útil y viable en términos jurídicos y políticos su propuesta que la idea de ciudadanía posnacional basada en la universalidad de los derechos, tal y como la formula Soysal (Soysal, Y., “Changing Citizenship in Europe: remarks on postnational Membership and the National State”, en Cesarini/Fullbrok, Citizenship, Nationality and Migration in Europe, London, Routledge, 1996).

Javier de Lucas- Catedrático de Filosofía del Derecho- Universitat de Valencia

 

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