Hace tres meses la reelección de Trump era una apuesta segura. Las cifras económicas eran excelentes, la tasa de paro rozaba el pleno empleo y la candidatura demócrata se la disputaban dos veteranos que habían logrado un imposible: que Trump parezca joven por comparación. Todo eso se evaporó gracias al coronavirus. La economía se está despeñando y el desempleo suma millones de personas cada semana. Ganar unas elecciones así es harto difícil. Como en toda guerra -y con más de 50.000 muertos en dos meses hay muchos más muertos en ese tiempo que en cualquiera de las guerras en las que se ha visto involucrado Estados Unidos en su historia- hay que definir un enemigo. Y el virus es poco práctico a esos efectos. El enemigo tiene que tener cara y ojos. Y la mejor opción para humanizar el virus se llama China. Más en concreto, los chinos.

Lo ha explicado con su maestría habitual Walter Russell Mead, un antiguo profesor de política exterior de Yale («Trump’s Best Re-Election Bet: Run Against China» WSJ. 22-04-2020). Según Gallup, en 2019 el 57 por ciento de los norteamericanos tenían mala opinión de los chinos. En febrero de este año, con el virus empezando a hacer estragos, la cifra había subido al 67 por ciento. Y según una encuesta del instituto Pew, el 62 por ciento de los votantes demócratas y el 68 por ciento de los republicanos creen que el poder chino es una amenaza para Estados Unidos.

A Trump siempre le ha gustado presentarse como un enemigo del «establishment» y China le da la oportunidad de hacerlo desde la Presidencia. La realidad es que desde hace décadas empresas americanas están buscando mano de obra barata en China mientras Pekín mantenía sus mercados cerrados, ofrecía ayuda estatal a empresas chinas y robaba propiedad intelectual por el mundo entero, España incluida, pero especialmente Estados Unidos. Y como dice Mead allí ese «establishment» prefería mirar hacia otro lado diciendo que China estaba cambiando y adoptando nuestras formas. La realidad ya sabemos cuál es: China es hoy más hostil, somos más dependientes de ella y millones de norteamericanos han perdido su empleo en esta crisis.

Si denuncia esto como el mayor error estratégico de la historia, Trump tiene en su mano los instrumentos con los que puede decir que le está haciendo frente: elevar las tasas a la importación de bienes chinos y sancionar a miembros del Gobierno de la República Popular, mientras que para evitar toda acusación de xenofobia, se refuerzan los vínculos con la República de China (vulgo Taiwán), que advirtió de la pandemia que venía, nadie le hizo caso y se ha protegido mejor que ningún otro país frente al virus.

Es cierto que Trump firmó el pasado enero un acuerdo comercial con China y eso puede ser empleado por sus rivales políticos contra él en un escenario de hostilidad entre ambos países, pero eso no es nada comparado con la cantidad de imágenes que hay de prominentes demócratas elogiando a China, incluyendo a Joe Biden, cuyo hijo Hunter también hacía negocios allí además de en Ucrania -en verdad debe ser un ejecutivo global. Los demócratas saben que en campaña electoral es mejor aparecer como duro en defensa del país y sus trabajadores que aparentar la más mínima debilidad hacia quien ha generado miles de muertos y millones de desempleados.

Ésta es una campaña electoral distinta. No sólo porque vaya a ser la primera sin los candidatos recorriendo el país y abrazando a sus seguidores o quizá sin convenciones multitudinarias de los partidos por primera vez desde que en 1831 el Partido Antimasónico organizara la primera. Se dan algunas de las condiciones de una guerra, como se dieron muchas veces antes. Ahora sólo falta definir bien quién es el enemigo. Y en una guerra, ese enemigo no puede ser un ser microscópico. Se entiende mucho mejor si es el país más poblado del planeta.