El hacinamiento provoca que la policía no sepa dónde enviar a los delincuentes, al tiempo que éstos rechazan convivir con más detenidos por temor al coronavirus.
No saben qué hacer con los ladrones que arrestan. En los
tres calabozos de la Estación de Policía de Engativá, en el noroeste de Bogotá,
se hacinan 114 reclusos, algunos condenados por homicidio. Y no aceptan a nadie
más para evitar contagios. Hace unos días tuvieron que sacar a uno de ellos, de
64 años, con fiebre, por si estaba infectado, y aguardan los resultados del
test.
"Capturaron a tres sujetos por hurto y no los
dejaron ingresar a una celda. Los mandaron a otro lugar y debieron montar una
carpa [tienda de campaña] junto a los calabozos y poner a un policía de
vigilancia", explica un agente. En otras comisarías se produjeron
revueltas en señal de protesta por pretender meter más apresados. "No
queremos que ellos generen traumas ni que se nos salga de las manos. A veces
toca dejar a los detenidos en nuestras camionetas", agrega.
"Aquí estamos como animales, no tenemos una hora de
sol", grita Daniel Henao, uno de los presos. "No hay espacio para
caminar y estamos tan juntos todos, que nos podemos contagiar".
Tampoco en las cárceles quieren ver nuevos internos, por
idéntica causa, y los jueces no saben a dónde enviarlos. Atrapar delincuentes
se ha vuelto una pesadilla en estos tiempos de coronavirus. Para fortuna de las
autoridades, con la cuarentena bajaron las cifras de criminalidad. Roban y
matan menos en unas calles semi-desiertas.
EL MUNDO acompañó a una patrulla de la Estación de
Engativá durante su jornada de ronda. Se trata de la Localidad número 10 de
Bogotá, con más de un millón de habitantes, donde se mezclan zonas tranquilas
de clase media-baja, con barrios de invasión habitados por recicladores, gentes
trabajadoras de escasos recursos y delincuentes.
"Esos que ve allá son todos bandidos. Venden vicio
[drogas], roban bicicletas, asaltan taxis, y son muy violentos", indica un
patrullero, y señala hacia una partida de jóvenes, mujeres y hombres, que
cruzan de un lado a otro de la calle como si nadie los observara. "Hace una
semana intentamos detener a dos que habían atracado a un taxista, pero se nos
echó encima una turba de unas cien personas que salieron de todas partes, nos
tiraban ladrillos y piedras, y tuvimos que dejarlos ir".
Nos encontramos frente a "la olla", punto de
venta de cocaína, marihuana, bazuco y otras drogas. Es una vivienda de dos
pisos como cualquier otra, situada en la mitad de una diminuta calle sin
pavimentar y sin salida, que desemboca en un humedal. Los integrantes de la
banda también se dedican al reciclaje y saben que poco pueden hacer las
autoridades contra ellos, máxime en esta época.
"Uno los detiene y a las 36 horas ya están de
vuelta", agrega el agente, porque los jueces los sueltan. "Las ollas
están muy quietas, no hay movimiento, los dueños tienen que inventarse otra
estrategia, ha bajado el número de los que van a aprovisionarse. Les ha tocado
entrega a domicilio", anota el intendente Fabio Moreno.
Las medidas preventivas frente a la Covid-19 han menguado
el pie de fuerza de la Estación de Engativá. De sus quinientos agentes, cien se
encuentran en aislamiento preventivo. En cuanto advierten el menor síntoma que
pueden relacionar con el cornavirus, les mandan a su casa.
Entre las funciones de los que están en las calles,
figura detener a quienes rompan la cuarentena, así como atender los casos de
maltrato familiar, más comunes en una época en que familiares mal avenidos
están condenados a convivir las 24 horas. Esa mañana reciben la llamada de un
señor paralítico, de unos 40 años, que ha peleado con su padre jubilado.
La Policía escucha a los dos y ante la falta de acuerdo,
los conduce a la Comisaría de Familia. La madre, de 80 años, pide no
acompañarlos. "Si me meto en medio, es peor", dice la mujer,
conteniendo las lágrimas. Los vecinos aseguran que las broncas son continuas y
el hijo le pega a ella con el bastón.
Al margen de casos aislados, Engativá parece calmado, con
filas ante los supermercados. Es un día en el que solo pueden comprar mujeres,
y aunque se ven algunos hombres, la patrulla no interviene. "Uno tiene que
ser un poco flexible, es una situación difícil para muchas familias",
señala un patrullero.
En algunas calles se divisan trapos rojos, colgados de
ventanas, el símbolo capitalino de que en su interior vive una familia con
hambre. La cuarentena les ha dejado de brazos cruzados y no reciben las ayudas
prometidas.
"En esta casa habemos tres hogares y yo llevo dos
meses sin trabajar en casas de familia [asistenta]. Mi hijo era vigilante y lo
sacaron. Mi otro hijo, tampoco tiene empleo", cuenta Tatiana Triana,
rodeada de hijos y nietos, a la puerta de su pequeña morada. "Nos rebuscamos
con algo de reciclaje pero no es suficiente. Hace un mes unos futbolistas nos
trajeron un poco de arroz y salchichas y, después, nada".
No resulta sencillo para la policía hacer cumplir de
manera estricta las normas del confinamiento cuando se topan a diario con una
realidad angustiosa.
"Si sigue el encierro, habrá desobediencia civil en
unas partes", aventura uno de los policías. "La cosa se puede poner
peor porque la gente, si no trabaja, no tiene con qué vivir".