El movimiento al que Trump acusa de los disturbios violentos es una difusa red de activistas antifascistas sin una estructura nacional.
El patrón se repite. Cuando hay un problema, Donald Trump
busca, antes que una solución, un culpable. En las protestas que llevan días
sacudiendo el país, ya ha escogido el blanco de su dedo acusador: “Es Antifa y
la extrema izquierda. ¡No echen la culpa a otros!”, tuiteó el domingo. El
presidente acusa a una difusa red de activistas antifascistas, a la que el
domingo aseguró que designaría como organización terrorista. La amenaza se
produce después de que el fiscal general, William Barr, convertido en indisimulado
brazo ejecutor de la agenda más dura del presidente, acusara también a los
grupos de extrema izquierda de los disturbios que recorren el país desde la
muerte a manos de la policía en Minneapolis del afroamericano George Floyd. “En
muchos sitios”, dijo Barr, “parece que la violencia está planeada, organizada y
dirigida por grupos extremistas anárquicos de extrema izquierda que usan
tácticas como las de Antifa”.
La constitucionalidad de prohibir las actividades
protegidas por la Primera Enmienda dentro de Estados Unidos conforme a la
ideología es, cuando menos, discutible. La ley estadounidense solo permite la
designación de terroristas a grupos extranjeros, que no gozan de las mismas
protecciones. Pero el problema de Trump no es solo que Antifa no es terrorista,
sino que difícilmente se puede definir como una organización. Se trata, más
bien, de un movimiento amorfo de activistas que comparten una filosofía general
y unas tácticas. Aunque la policía asegura que algunos activistas antifascistas
están altamente organizados en células a nivel local, Antifa no es un grupo con
un liderazgo centralizado, una cadena de mando y una estructura definida. Es
imposible saber el número de miembros, ni siquiera definir cuándo alguien es
miembro.
No existe siquiera un manifiesto comúnmente aceptado o un
catálogo de posiciones, pero los militantes antifascistas comparten causas como
la lucha contra el racismo, la homofobia, la xenofobia y en general la
protección a los sectores de la población más marginados o desfavorecidos. Se
ha vinculado a activistas de Antifa con movimientos como Occupy y Black Lives
Matter. El primero fue una protesta internacional de naturaleza progresista contra
las desigualdades, materializada en la ocupación del neoyorquino parque
Zuccotti, junto a Walt Street, en otoño de 2011. El segundo, que se puede
traducir como “las vidas negras importan”, adquirió relevancia nacional tras la
muerte de dos afroamericanos en 2014, lo que dio lugar a protestas y disturbios
en Ferguson, Nueva York. Activistas englobados bajo el paraguas de Antifa se
hicieron notar también en las protestas contra la marcha de Unite the Right,
que reunió a grupos ultraderechistas de todo el país en Charlottesville
(Virginia) en 2017, y acabó con la muerte de un contramanifestante
antifascista.
La palabra antifa, según el diccionario Merriam-Webster,
se usó por primera vez en 1946, en oposición al nazismo tras el fin de la
Segunda Guerra Mundial. Pero en Estados Unidos el término se ha empezado a
emplear más en los últimos años, para agrupar a la constelación de movimientos
antifascistas que ha emergido tras la elección de Donald Trump en 2016, como
contrapeso al auge de la llamada derecha alternativa que contribuyó a su
elección y que el presidente y su entorno alentaron durante la campaña y
también después.
“Los antifascistas llevan a cabo investigaciones sobre la
extrema derecha en internet, en persona, y a veces a través de la infiltración;
los exponen, informan a sus entornos para que renieguen de ellos, presionan a
sus jefes para que los despidan y piden a las salas que cancelen sus eventos,
conferencias y reuniones”, explica Mark Bray, profesor de Historia en la
Universidad de Dartmouth, en su libro Antifa: el manual antifascista. “Pero
también es cierto que algunos de ellos dan puñetazos en la cara a los nazis y
no se disculpan por ello”, admite.
Es imposible saber el número exacto de personas que
pertenecen a los grupos Antifa, según Bray, porque esconden sus actividades de
la policía y de la propia extrema derecha. El miedo a las infiltraciones,
añade, hace que los grupos sean bastante pequeños.
Los grupos Antifa, por tanto, existen. Algunos de ellos
se identifican como tales, como el Rose City Antifa de Oregón, el más antiguo
del país. Pero difícilmente se puede hablar de una organización nacional, como
parece sugerir Trump. Además, el hecho de que el domingo el hashtag #IamAntifa
(yo soy Antifa) fuera tendencia en Twitter indica que sería complicado
diferenciar entre el apoyo a la causa y la pertenencia a un supuesto grupo.