Si para algo ha servido esta primera mitad del 2020, es para recordarnos que los consensos en los que creíamos asentada la vida occidental tenían pies de barro. No viene al caso ahondar esta vez sobre los disparadores que permitieron confinar a casi todo el planeta y lograron un consenso inimaginable alrededor de las ondulantes recomendaciones de un organismo internacional cuyo prestigio ronda, hoy, profundos subsuelos.
Y tampoco viene a cuento de estas líneas, analizar los
acontecimientos que desataron iracundas protestas en EEUU durante los últimos
días, que derivaron en violencia y degradación hacia lo que pretendían defender
y que se extendieron a toda velocidad por el mundo. Pero, ciertamente, los
primeros meses del 2020 han sido protagonistas no ya de un cisne negro sino de
una bandada de estos pajarracos, que se acumulan y multiplican y se vuelven
virales. Entre todas esas desgracias, hay una pequeña y acotada que merece la
pena analizar.
El 3 de junio pasado, el senador estadounidense por el
Partido Republicano Tom Cotton publicó una nota de opinión en The New York
Times en la que instaba al cese de la violencia en las calles y clamaba por la
intervención de tropas militares para este fin. A partir de esta publicación,
una batalla se desató puertas adentro del tradicional periódico entre los
trabajadores más jóvenes versus el antiguo staff, que mantiene la profesión con
los principios de las libertades civiles, sobre todo en lo que respecta a la
libertad de expresión (1).
Pero como decíamos al principio, el 2020 los enfrentó
ante la mentira en la que estaban viviendo: asumieron que compartían esa
cosmovisión con los jóvenes que contrataron y que se autodenominaban liberales
y progresistas. Estaban muy equivocados. Los cultores del cuarto poder vieron
esta semana que las nuevas generaciones han sido educadas con otra idea de lo
que es “la profesión” basada en que, el derecho de los colectivos sociales a
sentirse emocionalmente seguros y contenidos, está por encima de los valores
liberales fundamentales como el repudio a la censura.
La nueva guardia del New York Times educada bajo la
convicción de las bondades de la discriminación positiva, un confuso
paternalismo culposo y la prevalencia de los sentimientos por encima de la
razón, se constituyeron como una manada de ofendidos que clamaban por la
prohibición de informar sobre un punto de vista con el que no estaban de
acuerdo.
Para que se entienda, los empleados del diario que, sin
reparos, publicó notas del puño y letra de Hitler (2), habían estallado
iracundos por un artículo de opinión que, a la sazón, citaba numerosos
precedentes legales y que clamaba por el imperio de la ley. Tal fue el
berrinche que James Bennett, editor del
diario, debió disculparse por la publicación, justificándose en una larga nota
que actualmente precede al artículo de Cotton al que no pudo (lisa y
llanamente) borrar. En un acto de ecuánime cobardía escribió:
"La junta
editorial del Times defendió con fuerza las protestas como patrióticas y
criticó el uso de la fuerza, diciendo que la policía a menudo ha respondido con
más violencia contra manifestantes, periodistas y transeúntes. Hemos publicado
argumentos poderosos que apoyan las protestas, abogan por un cambio fundamental
y critican los abusos policiales. NYT le debe a nuestros lectores
contraargumentos, particularmente aquellos hechos por personas en condiciones
de establecer políticas. Entendemos que muchos lectores encuentran el argumento
del senador Cotton doloroso, incluso peligroso. Creemos que es una de las
razones por las que requiere el escrutinio público y el debate".
Distopía
En los últimos meses hemos gastado la palabra “distopía”,
tal es la acumulación de vivencias que creíamos imposibles. Y eso viene a
explicar que nuestro imaginario social asentado en los mentados pies de barro,
más rápido que tarde, se haya degradado. Tal vez por eso no vimos y nos hicimos
los distraídos, como durante décadas crecía en todo el mundo (y en Argentina,
cuándo no) un revival edulcorado de las Guardias Rojas que protagonizaron uno
de los eventos más oscuros de la historia de la humanidad: La Revolución
Cultural China.
En 1966 el Partido Comunista Chino anunció el inicio de
la "Gran Revolución Cultural Proletaria", cuyo objetivo era purgar la
influencia capitalista y el pensamiento burgués. Su brazo ejecutor fue la
juventud, en principio universitaria, pero final y mayoritariamente compuesta
por adolescentes y niños. Se trató de una cacería sin cuartel cuya inercia no
reconocía simplemente a opositores ya que en su planificada ambigüedad cobijaba
venganzas personales, ajustes de cuentas, revanchas, extorsiones y su real
propósito, sostener a un Mao desgastado. Sus principales víctimas fueron
profesores, técnicos e intelectuales, acusados a dedo alzado de consignas
simples, emocionales e incomprobables como ser revisionistas o, peor,
capitalistas.
Los innúmeros fracasos económicos de Mao lo llevaron a
ensayar diversas estrategias exculpatorias. Como parte de esas bombas de humo,
ya había implementado una falsa renovación política en los años 50 que se
conoció como “Movimiento de las 100 Rosas”, en el que se motivó a los
intelectuales a hacer críticas constructivas al régimen comunista. “Que cien
escuelas se abran; que cien flores florezcan”, dice la propaganda oficial de
1956. Quienes confiaron en Mao y en sus intenciones se abrieron a propuestas
que fueron prolijamente tomadas en cuenta por el Partido Comunista, que se
encargó minuciosamente, de listar a los protestones y mandarlos con idéntico
ahínco al reino de Hades.
En cualquier parte del globo, en cualquier momento de la
historia, el comunismo encuentra la respuesta a los problemas del comunismo en
más comunismo.
Una década después, y a ojos vista de la masacre en vidas
que había significado “El Gran Salto Adelante”, el número de críticos del Gran
Timonel se multiplican. El indiscutible genio propagandístico de Mao toma un
nuevo envión con el apoyo de los más jóvenes. Las Guardias Rojas encararán una
especie de guerra civil que era, curiosamente, generacional. Jóvenes combaten a
Lo Viejo y a Los Viejos. Combate es combate, cero metáfora: se bombardean
ciudades completas con obuses, las turbas arrasan las calles a sangre y fuego.
Un enorme movimiento de delación se desata de hijos a padres. El caos y la ira
son la norma.
¿Qué demonios tenía de cultural esto? Bueno, Mao clamaba
por una cultura nueva, quería aniquilar físicamente a la vieja. El discurso
inflamado de Mao llamaba a acabar con “los cuatro viejos”, a saber: las viejas
costumbres, los viejos hábitos, la vieja cultura y los viejos modos de pensar.
Todo estaba mal, todo era opresor, todo debía ser destrozado, quemado,
terminado. “Los cuatro viejos” eran los culpables del fracaso económico, no Mao
y sus imbecilidades asesinas, no. Todo sufrimiento y resentimiento era culpa de
los cuatro viejos. La culpa afuera, y la destrucción como consuelo contra la
frustración social.
Si señores, Mao lo inventó antes.
La Revolución Cultural tiene su Biblia: El Libro Rojo. Se
trataba de un panfleto que compilaba las frases del Gran Timonel (todo
alrededor de Mao era “gran”). En el sanguinario escenario se destacaba
Chiang-Ching, esposa de Mao, al frente de los jóvenes guardias rojos, que se
puso a la cabeza de la gigantesca purga. Toda la vieja guardia del partido fue
aniquilada: asesinatos, deportaciones masivas a campos de concentración,
asaltos callejeros, ataques a ceremonias religiosas o denuncias públicas. Junto
a esto la prohibición de la cultura burguesa, o sea Shakespeare o Beethoven,
por ejemplo. La ópera de Pekín fue sometida a una rígida censura de guardias
rojos que destruyeron templos y monumentos considerados “ofensivos” símbolos de
la opresión.
La Revolución Cultural no fue una cuestión de educación
sino una manipulación de analfabetos. Mao sabía que los fanáticos ignorantes
son una invalorable arma cargada de potencial. Se cuentan por millones los
muertos por la orgía de adoctrinamiento llevada a cabo por adolescentes y
niños, que duró hasta el otoño de 1967, cuando Mao retiró su apoyo a la
Revolución Cultural, y a sus líderes, a los que luego usarlos, abandonó para
que fueran correspondientemente ejecutados.
Los Guardias Rojos, alrededor de 19 millones de imberbes
sacados de las aulas para que el ocio se convirtiera en revolución, fueron el
experimento de adoctrinamiento más enorme jamás cometido, mientras la
intelectualidad progresista de occidente se babeaba con La Revolución Cultural.
Hacia fines de los años 60, Mao cancelaba el experimento mientras en las
universidades del capitalismo, la tilinguería progresista abrazaba un
adoctrinamiento más lento y confortable pero no menos efectivo.
El famoso Libro Rojo, que precedía en dos años al Mayo francés,
fue traducido a decenas de lenguas y se convirtió en un cheque en blanco para
que los Guardias Rojos delataran, torturaran y asesinaran a sus padres y
maestros. Millones de personas confesaban bajo tortura terribles crímenes
recibiendo castigos “populares” desde palizas hasta la muerte. Hace pocos años,
salían a la luz historias desgarradoras como la confesión de Zhang Hongbing, un
abogado que reconoció haber denunciado a su madre, fusilada por haber criticado
a Mao. Zhang relató cómo llegó a redactar un testimonio de 21 páginas para
inculpar a su madre, y reconociendo que él fue uno de los jóvenes “entusiastas”
que creyó en las palabras de Mao.
“Tenía 14 años
y pensaba que era un momento glorioso. Que iba a ganar el comunismo. Me acuerdo
que al verle en Tiananmen llorábamos y gritábamos ¡Viva el Presidente Mao!”
También relató como sometían a sus profesores a largas
sesiones de humillación en una posición que llamaban “'el avión” con el torso
inclinado y los brazos abiertos
“Les colocábamos
un gorro de papel en la cabeza donde decía: capitalista. El profesor estaba
aterrorizado porque todos estábamos muy exaltados. Pensaba que lo íbamos a
matar. Hicimos confesar al 80% de nuestros profesores.”
Mientras la Revolución Cultural china lograba sostener el
poder de Mao dentro del partido contra los miembros que le disputaban el
liderazgo, en las universidades y comunidades educativas de América y de Europa
se idealizaba el movimiento, se hacía hincapié en su condición “cultural” y se
veneraba su propósito con la misma ingenuidad que esos niños de 14 años. La
Revolución Cultural fue un malabarismo instrumental, ni más ni menos. Cuando
Mao lo dejó de necesitar lo descartó.
Resentimiento socialista
Pero ciegos a estos hechos históricos fácilmente comprobables,
los espacios educativos sostuvieron religiosamente sus principios doctrinarios.
Las batallas campales en los campus de EE.UU., la censura como método contra la
libertad de cátedra o contra simples conferencias, la corrección política como
comisario de pensamiento, la reescritura de la historia, el odio al mérito, la
banalización de los crímenes del socialismo dan origen a los grupos antifas que
hoy destrozan, golpean y saquean para hacer valer sus reivindicaciones
humanistas. Y tienen su origen en las capas y capas geológicas de jóvenes
educados en la envidia y el resentimiento socialista en Occidente.
América y Europa llevan años y años graduando personas en
ese adoctrinamiento, que se han incorporado a los medios de comunicación, a
todos los niveles educativos a su vez como adoctrinadores, a la dirigencia
frívola de plataformas tecnológicas, al conglomerado de organismos que dictan
los lineamientos de las políticas públicas de los países y a los mismos
partidos políticos que constituyen los gobiernos. La reeducación no terminó con
el cierre de la Revolución Cultural. Logró un nivel de infantilización
educativo y académico extenso y poderoso. Esto no es, ni remotamente, producto
de una conspiración. Es una degradación lenta e inorgánica de valores, una
repetición desarticulada de dogmas y una resemantización vacía que ha logrado
que en el mundo académico y cultural se llame antifa (antifacista) al
movimiento más fascista de los últimos años.
(1) https://www.nytimes.com/2020/06/03/opinion/tom-cotton-protests-military.html
(2) https://www.nytimes.com/1941/06/22/archives/the-art-of-propaganda-by-adolf-hitler.html