Estados Unidos se asemeja estos días a un de campo de minas. La esfera pública ya no es un ágora, el lugar en que se dialoga y se dan opiniones.En 2014, en las universidades de EEUU había seis docentes progresistas por cada conservador.
Estados Unidos se asemeja estos días a un campo de minas.
La esfera pública ya no es un ágora, el lugar en que se dialoga y se dan
opiniones, sino más bien una valla electrificada a la que es mejor no
acercarse. La película que se proyecta en la sala 1, aquella donde están los
votantes progresistas, se ha recrudecido, y junto a las marchas contra la
brutalidad policial y el racismo, apoyadas por una mayoría de norteamericanos,
están apareciendo peligrosos brotes de intolerancia.
El antirracismo se ha convertido en un dogma. Dicho así,
nada que objetar. Cualquier movimiento que vaya en contra de esta actitud
injusta y despreciable, que tanto daño ha hecho y sigue haciendo a día de hoy a
tantas personas de color, sobre todo afroamericanas, es bienvenido. Pero me
gustaría incidir en la palabra 'dogma'. La diferencia entre un movimiento y un
dogma es que, en el dogma, la más mínima sospecha se convierte en condena. No
existe la presunción de inocencia, la “duda razonable”, como diría Henry Fonda
en '12 hombres sin piedad'.
Por ejemplo. Emmanuel Cafferty, un empleado de la San
Diego Gas & Electric, fue grabado haciendo casualmente el símbolo de OK:
cuando uno hace un círculo con el pulgar y el índice y estira los otros tres
dedos. El típico gesto para indicar que algo ha salido bien. Cafferty lo hizo
distraídamente, mientras conducía la camioneta con el logo de su empresa. Otro
conductor lo vio, lo grabó y colgó el vídeo en Twitter. Dos horas después,
Cafferty recibió una llamada de su jefe.
Resulta que ese símbolo, que Cafferty había hecho sin
darse cuenta, con el brazo colgado de su ventanilla, había sido adoptado por la
extrema derecha racista de internet. Al estirar los tres dedos, se forma una W,
la inicial de 'white supremacy', supremacismo blanco. Docenas de indignados
llamaron a la empresa de Cafferty pidiendo el despido del empleado
supuestamente racista. Y así fue. Cafferty perdió su empleo. A pesar de que,
además, es latino. “Si fuera un supremacista blanco, literalmente tendría que odiar
el 75% de mí mismo”, dijo a Yascha Mounk en 'The Atlantic'.
Mounk recoge otros casos, como el de David Shor, empleado
de la consultora progresista Civis Analytics. Shor compartió en Twitter un
estudio de 2017 según el cual las protestas pacíficas, en los años sesenta,
habían tenido mejores réditos electorales para los demócratas que las protestas
violentas. Shor mencionó este estudio, cuyo autor es afroamericano, para
aportar al debate de estos días. Pero no acabó de cuajar en Twitter. ¿Acaso
estaba Shor afeando las protestas por la muerte de George Floyd? Menos de una
semana después, Shor había perdido su trabajo.
Lo mismo ha sucedido en los medios de comunicación. El
reportero Lee Fang, del portal The Intercept, cometió el error de citar a un
señor afroamericano cuestionando la lógica de Black Lives Matter. “¿Por qué la
vida negra solo importa cuando la quita un hombre blanco?”, se preguntaba el
entrevistado. Era una duda que ni siquiera expresaba el periodista, sino una de
sus fuentes. La acusación de racismo contra Fang vino de una compañera de
redacción, Akela Lacy, y fue seguida por una campaña de acoso en Twitter. Por
parte, sobre todo, de otros periodistas.
Caza de brujas y el crimen sin cometer
Los casos de Cafferty, Shor y Fang, entre otros, encajan
en la descripción de la 'caza de brujas' que hizo el filósofo Émile Durkheim.
Su desgracia empezó por una nimiedad, la tormenta se desencadenó de golpe y sin
aviso, y nadie, o casi nadie, se atrevió a defenderlos. Shor y Fang, además,
acabaron pidiendo disculpas públicamente por un crimen que, en realidad, no
habían cometido.
Situaciones más conocidas se han dado en 'The New York
Times', a raíz de la columna de opinión de un senador llamando a desplegar el
ejército contra los disturbios (una postura respaldada por el 52% de los
estadounidenses). El jefe de Opinión que la encargó, James Bennett, fue
obligado a dimitir. En el 'Philadelphia Inquirer', un titular desafortunado
(“Los edificios también importan”) causó la rebelión de 40 empleados y acabó
con el despido del editor, Stan Wischnowski, después de 20 años de trabajo.
La cuestión racial se ha abierto en las empresas, los
vecindarios y las administraciones, y es objeto de conversación en las familias.
No todos los casos son iguales. Hay empresas en que, efectivamente, se dan
culturas racistas y tóxicas y donde se intentan emprender acciones para
cambiarlo. El racismo es una realidad en Estados Unidos: se refleja en los
ingresos, la educación o el tratamiento policial. Pero la fe en un mundo mejor
no puede llevarse por delante la dignidad, el honor y el sustento de personas
inocentes, y poner en peligro la libertad de expresión.
Ortodoxia intelectual en la Ivy League
El miedo a ser condenado es real, pero ¿quién es el juez?
¿Dónde está el tribunal y en qué cámara delibera el jurado? Decir 'las redes
sociales' es demasiado vago. Quizá nos ayude mirar allí donde parece que se ha
originado esta corriente de asfixia. Los lugares en los que este mismo clima de
ortodoxia intelectual gana terreno desde hace años: muchas de las universidades
de Estados Unidos.
En 2018, el abogado Greg Lukianoff y el psicólogo social
Jonathan Haidt publicaron un libro titulado 'The Coddling of the American Mind'
('El consentimiento de la mente estadounidense'), en el que alertaban sobre un
rápido incremento de la intolerancia en los campus universitarios. El texto
describe la proliferación de intentos, por parte de los estudiantes, de
bloquear la entrada al campus de conferenciantes y panelistas, porque, en algún
momento de sus vidas, habían dicho o hecho algo que no se ajustaba a los altos
estándares de los alumnos.
Según FIRE, el grupo que dirige Lukianoff y que vigila el
respeto a la libertad de expresión en las universidades, entre 2000 y 2018 hubo
379 iniciativas para cancelar invitaciones a hablar en el campus, sobre todo
desde 2013. Casi la mitad de estas peticiones tuvieron éxito: los
conferenciantes fueron desinvitados. Del resto, un tercio fue presa de la
protesta y el boicot. Varias veces, de manera violenta.
También observaron un aumento de las peticiones de
colocar 'trigger warnings', avisos para no herir la sensibilidad de los
alumnos, en textos que pudieran provocar reacciones traumáticas en quienes
hubieran padecido racismo o misoginia. Obras como 'El gran Gatsby', 'Miss
Dalloway' o 'Matar a un ruiseñor' pasaban a ser agresores potenciales a la
integridad de los jóvenes.
Lukianoff, que reconoce haber padecido depresiones
durante una parte de su vida, observó que los alumnos mostraban un
comportamiento propio de los depresivos. Muchos de ellos caían todo el rato en
el catastrofismo, describiendo cualquier menudencia como si fuera un desastre
irreparable, o practicaban el pensamiento binario: dividían el mundo en buenos
y malos, inocentes y culpables, víctimas y verdugos. Los servicios psicológicos
de las universidades, además, no daban abasto con las peticiones de ayuda.
Los autores del libro llegaron a lo conclusión de que los
métodos de crianza contemporáneos, basados en la sobreprotección parental, la
exigencia académica desde una edad muy temprana y el abuso de las redes
sociales habían creado una remesa de jóvenes dependientes e infelices, con
índices de ansiedad, depresión y hasta de suicidio mucho más altos que los de
las generaciones anteriores.
Monocultivos de la izquierda identitaria
La entrada a la universidad de la llamada generación Z, a
partir del otoño de 2013, no solo no ayudó a mitigar estos problemas sino que
los magnificó. Los campus de Estados Unidos, sobre todo en las regiones
costeras progresistas, parecían tener la estructura perfecta para exacerbar y
justificar con una narrativa política las aprensiones de los jóvenes.
Una razón, según Haidt y Lukianoff, es que las
universidades de este país, donde un año de matrícula cuesta de media más de
30.000 dólares, tratan a los alumnos cada vez más como si fueran clientes:
gente a la que mantener contenta para que no se lleve su dinero a otra parte.
Otra, que las administraciones tienen mucho cuidado a la hora de contradecir a
un alumno, por miedo a todo tipo de problemas legales.
Pero, sobre todo, según diferentes sondeos y las
investigaciones de Samuel J. Abrams, se ha dado una progresiva ideologización
de las universidades. Desde hace unas tres décadas, los campus, sobre todo en
las regiones costeras, se habrían convertido en monocultivos de la izquierda
identitaria. Ambientes académicos dominados por una ortodoxia, donde las voces
conservadoras se han ido apagando.
Después de la Segunda Guerra Mundial, según los escasos
estudios de la época, la ratio de profesores progresistas frente a
conservadores era aproximadamente de dos contra uno. Una proporción normal,
teniendo en cuenta que, en campos relacionados con la enseñaza, las artes y las
humanidades, suele primar la opinión progresista (a diferencia, por ejemplo, de
en la medicina, las finanzas o el ejército).
Los profesores de aquella época eran, en su gran mayoría,
hombres blancos y veteranos de guerra. Pero se acabaron jubilando, y entregaron
el testigo a la siguiente generación. A diferencia de sus mayores, la
generación del Baby Boom no se había educado bajo el fuego de las playas de
Normandía o la isla de Okinawa, sino en la lucha por los derechos civiles, la
revolución sexual y de la igualdad y las protestas contra la Guerra de Vietnam.
El campus viró aún más a la izquierda.
Este proceso se ha acelerado. Según los datos del Higher
Education Research Institute, en 2014 había seis docentes progresistas por cada
docente conservador en las universidades de EEUU. Una proporción mucho mayor en
humanidades y ciencias sociales (17 contra uno en psicología, en 2017) y aún
más en las selectas universidades de Nueva Inglaterra, cuna de las élites de la
Costa Este. Aquí la proporción, dicen los números de 2014, es de 28 contra uno.
Muchas facultades se habrían convertido en parroquias
izquierdistas, donde la sana tensión entre diferentes posturas habría sido
reemplazada por la malsana tensión de la ortodoxia. Haidt y Lukianoff, que se
identifican abiertamente como progresistas, constatan la prevalencia de la
filosofía marcusiana (por Herbert Marcuse, que enseñó en Columbia y Harvard,
entre otras universidades) en muchos de los departamentos de ciencias sociales.
Una visión agónica del mundo en la que varios grupos se pelean por el control
de los recursos. Antes, en su dinámica de burgueses y proletarios; ahora, en un
país más diverso, en su dinámica racial y de género.
Esta visión identitaria, que se ha ido abriendo paso
hacia los medios de comunicación y la opinión pública, habría probado ser un
adictivo elixir a la edad de 18 años. “Ocurre una cosa curiosa cuando coges a
seres humanos jóvenes, cuyas mentes han evolucionado para la guerra tribal y el
pensamiento de nosotros/ellos, y llenas esas mentes con dimensiones binarias”,
dijo Haidt durante una conferencia en 2018. “Les dices que, en cada binario, un
lado es bueno y el otro es malo. Enciendes sus antiguos circuitos tribales,
preparándolos para la batalla. Muchos estudiantes lo encuentran excitante. Los
inunda con una sensación de significado y finalidad”.
Lo que vemos ahora mismo en Estados Unidos podría ser una
extensión de esta filosofía. Como si la ortodoxia hubiera estado saliendo, año
tras año, de los campus y se hubiera incorporado a las empresas, los medios de
comunicación y las grandes fundaciones. Ahora, un comunicado tibio descabeza
una fundación y acaba con denuncias al “genocidio de la gente negra” a manos de
la policía, los creadores piden perdón por no haber buscado la proporción aúrea
de diversidad en una serie de hace 25 años, los actores ya solo doblarán
dibujos animados de su etnia, hay series canceladas, películas anotadas y
estatuas derribadas, como si todas las arrugas de la realidad tuvieran que ser
planchadas en la búsqueda del paraíso.
Algunos autores ven en estas acciones la dinámica opuesta
a la del movimiento por los derechos civiles de los años sesenta, que trataba
de ensalazar la experiencia común en lugar de las diferencias. La “resistencia
no violenta no está dirigida contra los opresores, sino contra la opresión”,
escribió Martin Luther King en 1958, como cita Coleman Huhges. “Bajo su bandera
se enlistan las conciencias, no los grupos raciales”.
Hay que escuchar a Haidt y no caer en el pensamiento
binario. Las protestas de las últimas semanas gozan de fuerte apoyo, no solo
entre la izquierda identitaria, y su incansable presencia en las calles está
dando resultados. Los inflados departamentos de policía, que se llevan hasta un
40% del presupuesto de algunas ciudades y que tienden a ver los problemas desde
el punto de vista de la pistola y el coche patrulla, se van a reformular, y hay
heridas que se están cerrando.
Los directores de la película que se proyecta en la sala
2, donde están los espectadores conservadores, caricaturizan los episodios
universitarios y muestran la izquierda a través del prisma de su minoría más
radical. Algunos provocadores expertos han tratado de hablar, estos sí racistas,
en las universidades, y la elección de Donald Trump en 2016 vino acompañada de
un aumento de las agresiones xenófobas y de una mayor influencia de los grupos
extremistas.
Y entre todos, como colocados con el LSD de la discordia
política, confirmando nuestros prejuicios y odiando los prejuicios del
contrario, nos vamos deslizando hacia las latitudes más oscuras.
https://www.elconfidencial.com/mundo/2020-07-03/sala-dos-eeuu-monocultivo-ideologico_2666459/