La tendencia generalizada a concentrarse en el desmadre económico que está creando el Gobierno saca el foco del objetivo principal del peronismo de Cristina: el control de la sociedad.
A cada paso de pato criollo que da el gobierno en el
campo económico, suele surgir una andanada de críticas, tratando de explicarle
a los economistas del oficialismo, profesionales o amateurs, simples audaces
improvisados o amantes gozando de los cupos en esa área, que lo que hacen tendrá
consecuencias gravísimas. Otros intentan convencerlos de que producirán el
efecto inverso de lo que juran querer lograr o de que empeorarán lo que tratan
de arreglar.
El Gobierno se comporta como si no le moviera un pelo que
huyan o se fundan empresas, que caiga más el empleo, que suba la pobreza y que
el crédito y la inversión marchen a la extinción, o que el mundo entero mire al
país con sorpresa y hasta con lástima, o en la región, con cierta satisfacción
ante la agonía del vecino otrora orgulloso de sus logros. O dando explicaciones
y argumentaciones disparatadas, que es lo mismo.
Lo que da paso a una pregunta tremenda: ¿No será que al
popuperonismo cuarentenario no le importa la economía? ¿No será que le estorba
el éxito? Esta columna, siguiendo a grandes pensadores de la libertad, sostiene
que cuando el populismo fracasa y se queda sin plata, vira con más fuerza y
velocidad hacia la dictadura. No necesita el éxito económico para perpetuarse
en el poder. Hasta le conviene más el fracaso.
El paradigma capitalista asocia el éxito personal y político con el
mérito, el riesgo y el esfuerzo. Al populismo le basta con culpar del fracaso
al egoísmo de sus opositores, a los ricos, a las empresas, y eso le da la
excusa para cerrar del todo el cepo a la libertad. Esto fue cierto en la URSS,
en Cuba, en Venezuela, en Nicaragua, en la Chile de Allende. A la masa
domesticada por el gramscismo tampoco parece importarle el éxito económico. El
populismo termina siempre en dictadura, decía Hayek.
Gobierno y pueblo populistas conviven y se nutren en el
fracaso largo tiempo, más allá de todas las privaciones y de todas las
escaseces, embarcados en una causa sacrosanta, en una epopeya personal y
patriótica de decadencia. Un florecimiento económico arruinaría ese plan. El
bienestar real y el éxito sería un mal ejemplo que dañaría la metódica tarea de
construir individuos miedosos, inseguros, melifluos, que se sienten eternos
párvulos incapaces de procurarse su propio bien y mendigan en busca de un padre
o un tutor que los redima y los proteja. Ni siquiera se unen en el concepto de
patria. Sólo salen un momento de esa dependencia para elegir un nuevo amo, y de
inmediato vuelven a ella.
Pobres y mendicantes
Como tan bien lo expresara hace casi 200 años
Tocqueville, ese individuo incapaz de procurarse su propio bienestar, su propia
seguridad y su propio sustento, discapacitado social, con miedo a vivir y a
pensar, sin embargo tiene el terrible poder de elegir a los gobernantes. Que se
ocuparán de mantenerlos pobres y mendicantes. “Bienaventurados los pobres,
porque serán nuestros votantes ciegos”.
Una economía sana, libre, competitiva y sobre todo exitosa, es
incompatible con el peronismo de hoy. Por eso el odio a la meritocracia no es
un lapsus ni un exabrupto. Es un credo, un dogma. El mérito es individual. Los
totalitarios necesitan la masa. A esa mediocridad le llaman igualdad.
La simplificación de quienes sostienen que la faraona del
Senado sólo está interesada en su impunidad, está confundiendo a muchos. Ese
objetivo es de mínima, apenas tomar una colina en la guerra. El maquiavelismo
cristinista siempre tiene un segundo objetivo oculto en todo lo que hace. Ese
objetivo es el poder por sí mismo y sus prebendas y latrocinios. Y ese poder no
se puede ejercer sobre individuos con confianza en sí mismos, laboriosos,
seguros, responsables, exitosos, formados, educados, unidos y sobre todo
libres. La lucha contra la libertad que conduce desde su reducto perverso
Cristina Kirchner es una estrategia de fondo. Para imponer su régimen famigliar
necesita una sociedad dividida, que no tenga la garantía de la justicia y el
derecho, la protección de la república, el acceso auténtico a la
representatividad política, la confianza de ser exitoso en lo que emprende, o
la esperanza de serlo.
La libertad no sólo se coarta allanando casas de
expresidentes o de albañiles, por caso, para verificar el cumplimiento de una
cuarentena de sitio, inútil y cruel, ni subordinando a la justicia y a la
Corte, ni con los sátrapas provinciales construyendo zanjas y aduanas
interiores, ni con estúpidos pasaportes sanitarios propugnados por idiotas
útiles. Se coarta también con cepos al
dólar, creando el miedo al futuro, saboteando el empleo con leyes obtusas,
ahuyentando empresas que dan trabajo, matando pymes y ordeñando al campo,
matando el cuentapropismo, dejando al individuo dependiente de una dádiva, de
una ley, de una excepción, de un favor, de una concesión monárquica o de un
acomodo. Se coarta con un plan de deseducación que hoy es más sincero: de no
educación. Ha hecho más por la pérdida de la libertad Zamba de Pakapaka que el
mayor de los tiranos.
Kakistocracia
Una vez que el populismo se desliga del sobrepeso
insoportable de tener que procurar y estimular una economía exitosa, empieza su
tarea de fondo, que es su eternización en el poder. Sin descartar la búsqueda
de la riqueza personal, finalmente está construyendo una nueva oligarquía, o
una antiaristocracia, o sea una kakistocracia, un gobierno exclusivo de los
peores, que casualmente abunda en kas. Un gobierno dialéctico, duranbarbista,
peronista o maquiavelista. Lo que retrotrae a otro error a que ha inducido la
prensa, que es el de creer que Maquiavelo era un filósofo político, cuando
apenas era un canalla.
Ese ser-masa, sin la llama de patria, sin esperanzas, sin
entusiasmo, sin confianza en sí mismo, es inoculado con el odio, el miedo, la
revancha y la bronca. Quiere ser libre, pero tiene pavor a la libertad. Y luego
se le da el arma del voto para que delegue en alguien la tarea de protegerlo y
gobernar. Entonces el estado en manos del populista electo tiende su manto
burocrático sobre la sociedad, como un padre generoso, otra vez parafraseando a
Tocqueville, y lanza una maraña de leyes protectoras, dádivas, planes,
subsidios, prohibiciones, garantías y repartos de derechos, hasta estupidizar a
la masa y evitarle el duro trabajo de pensar. Y de paso destroza la economía,
objetivo tan importante como el de destrozar la educación, base de la única
igualdad que se necesita, la de oportunidades.
La brecha es inevitable y buscada. Como a Stalin le
molestaban los ciudadanos maduros, educados, llenos de tradiciones, respeto y
éxitos y los purgaba o encerraba por millones para que no contaminaran a las
nuevas generaciones a las que separaba de sus padres, el cristinismo ataca a
los que simbolizan la historia nacional, el progreso, la movilidad social, la
riqueza, la grandeza y la creación de oportunidades. Por algo odia a Sarmiento,
desconoce a Alberdi, oculta a San Martín y sepulta a Roca. Por algo pacta con
los mapuches truchos y fabrica usurpadores. Intento de borrar un pasado
inspirador y de sancionar a los que fueron capaces con su esfuerzo de comprar
un terreno o un campo que ahora se les roba con ensañamiento.
Seguramente también juegan subliminalmente resentimientos
personales por todo lo que el líder demagógico no pudo obtener en la vida o
debió sufrir. Una carrera universitaria, el reconocimiento de sus pares y sus
conciudadanos, una trayectoria ética, el reconocimiento de su generación, el
afecto verdadero y espontáneo de sus conciudadanos. Los grandes dictadores
locales y universales de todo signo fueron antes grandes mediocres.
Soldaditos de plomo
La economía, que es sólo la acción humana, se basa en la
libertad, la potencialidad del individuo de elegir. Esa libertad, esa
individualidad, es insoportable para el totalitarismo populista. Choca de
frente con la necesidad de crear seres todos iguales, igualdad de soldaditos de
plomo uniformados y uniformes. La economía se basa en un equilibrio y un
desequilibrio constante. La igualdad no existe en la naturaleza. Obligar a los
privados al default, como está ocurriendo, es triturar la empresa, ponerla de rodillas
ante el monarca, escamotear la libertad y la propiedad, e igualar al bueno y al
malo.
Simétricamente, el otro objetivo es apoderarse de la
justicia. Algo que va más allá de la impunidad. Se trata de quitar la última
esperanza. De llenar a las ciudadanas de desesperación, frustración,
desconfianza, inseguridad, impotencia y odio. De consolidar su condición de
esclavitud. La impunidad es sólo una propina.
Y para completar el cerco, el sometimiento se consolida
con la inseguridad jurídica y personal. Con el miedo a los atracos, a los
asesinos en moto, al abolicionismo, que da más miedo que el delito. Un ataque
sistémico, ya no sistemático, a la propiedad. Hoy tiene más derechos un
usurpador villero probablemente limítrofe que el dueño de una chacra o una
casita usurpada. Tampoco eso es casual. A la destrucción de la economía y la
educación se agrega la destrucción del derecho, empezando con el de propiedad.
Allí se perfecciona la apología del demérito. “Sólo los tontos ahorran”, decía
Perón. The People rests, la acusación descansa, diría un fiscal de serie de
Netflix, luego de tal confesión.
Se puede argüir que todo este panorama es demasiado
fantasioso, demasiado perfecto y preciso como para constituir un plan
deliberado. Habrá que recurrir a la naturaleza. Al ejemplo del comportamiento
de la marabunta, o de la colmena, a la vocación asesina del tigre, a la
coordinada acción de las hienas o las orcas, para entender el punto. El
populismo es siempre igual, es un instinto irrefrenable y siempre con el mismo
patrón, como dicen Tocqueville, Hayek, Popper, Locke, Bastiat y todos los
pensadores de la libertad. Siempre con el mismo objetivo y el mismo final.
El instinto animal del populismo es su plan maestro.
***Dardo Gasparre
@dardogasparre