Cinco años de mandato marcados por el terror yihadista, la corrupción y la crisis económica. El precio del carburante ha subido un 15% en los últimos tres meses y el de la electricidad se ha triplicado. “Existe la sensación de que Nigeria podría arder hasta los cimientos mientras el presidente se mantiene malévolamente distante”, dice la escritora Chimamanda Ngozi Adichie.
Al inicio, Buhari fue la esperanza de los desesperados.
En verano del 2015, apenas dos meses después de que el general Muhammadu Buhari
derrotara en las urnas a un presidente en el cargo por primera vez en la
historia de Nigeria, a Mahamat Ahmat todavía le temblaban las piernas a orillas
de Lago Chad. Tras sufrir un ataque de la banda yihadista Boko Haram, Ahmat
había huido de su aldea nigeriana junto miles de personas para salvar su vida.
En aquellos días de olas humanas aterrorizadas, aquel hombre conservaba una
brizna de ilusión: “Buhari ha sido militar, tiene mano dura, sabrá cómo vencer
a esos asesinos”. Un lustro después, aunque los asesinatos yihadistas se han
reducido, la amenaza islamista sigue activa, hay más de 2’5 millones de
desplazados y Nigeria tiene abiertos nuevos frentes de violencia entre nómadas
y agricultores en el centro del país —10.000 muertos en dos años— y en la
insurgencia del Delta del Níger, en el sureste.
Para el analista de Crisis Group, Nnamdi Obasi, ya hace
cinco años Buhari tomaba las riendas de “un país en emergencia”. “La
inseguridad —escribió entonces— supone un problema gravísimo, la economía se
encuentra en situación desesperada y la corrupción y la impunidad están
extendidas”.
Hoy, Nigeria avanza al borde del abismo, anestesiada por
los mismos pecados de siempre —pobreza, crisis económica, corrupción sistémica
y violencia— pero el ejecutivo de Buhari se enfrenta al que probablemente sea
su mayor reto: un estallido social incontenible. Desde hace semanas, las calles
de las principales ciudades del país se han levantado para protestar contra la
ineficacia gubernamental. La gota que colmó el vaso fueron los abusos del
Escuadrón Especial Antirrobo (Sars en sus siglas en inglés), una unidad
especial de la policía que desde hace más de una década atemoriza impunemente a
la población con actitudes de matón, robos, violaciones e incluso asesinatos.
Aunque Buhari intentó frenar el desencanto al desarticular el escuadrón el 11
de octubre y ordenó una investigación, ya era tarde y los manifestantes, sin un
líder visible, pacíficos y organizados a través de las redes sociales,
continuaron sus protestas.
La semana pasada, las fuerzas de seguridad cruzaron una
línea roja: dispararon contra manifestantes desarmados. Ya hay 62 muertos
confirmados y el coste de los destrozos por los pillajes o el incendio de
comisarías, sedes bancarias y otros bienes públicos asciende a un billón de
nairas* (2.212 millones de euros).
El enfado de la iPhone generation, como se llama a los
jóvenes de clase media que toman parte de las protestas y nacieron en una
Nigeria democrática, bebe de la incapacidad del ejecutivo de Buhari de atajar
la sangría social. Con una economía extremadamente dependiente del petróleo y
en crisis, acentuada todavía más por la pandemia de Covid-19, el país más
poblado de África, con 202 millones de habitantes, tiene más de 82 millones de
pobres, 14 millones de niños sin escolarizar y un 35% de desempleo juvenil
(además de un 28’2% más de jóvenes con empleos miserables). Y las arcas del
Estado ya no dan para más. Hace tres meses, el Gobierno anunció que a causa de
la crisis presupuestaria no podían soportar más subsidios al carburante, cuyo
precio ha subido un 15%. En el mismo periodo, la electricidad ha triplicado su
coste.
Y no es solo la pobreza, es la falta de futuro. El año
pasado, casi tres de cada cuatro estudiantes que hicieron el examen para
acceder la universidad no fue finalmente admitido, bien porque no tenían el
nivel suficiente o bien porque se terminaron las plazas.
En septiembre, el ex presidente Olusegun Obasanjo atizó a
Buhari por la deriva del país “Nigeria se está desviando rápidamente hacia un
estado fallido y muy dividido; económicamente, nuestro país se está
convirtiendo en un caso perdido y en la capital de la pobreza del mundo, y
socialmente, nos estamos consolidando como un país malsano e inseguro”.
La respuesta del líder nigeriano fue prometer que sacará
a 100 millones de nigerianos de la pobreza en diez años —no dijo cómo— y
alentar a sus ministros a defender al gobierno y mejorar la comunicación. “La
información para el público —subrayó Buhari ante su equipo— debería estar mejor
empaquetada. Seamos ofensivos. Estamos orgullosos de nuestros logros;
deberíamos hacer sonar nuestras trompetas”.
La condena de Nigeria, con una población dinámica y joven
—el 66% tiene menos de 35 años— es la sensación de déjà vu. En el año 1983, el
novelista nigeriano Chinua Achebe publicó un breve tratado titulado El problema
de Nigeria que empezaba con una frase demoledora. “El problema de Nigeria es
simple y llanamente un fracaso de liderazgo”. Aquellas palabras de uno de los
intelectuales más internacionales del país retumbaron como truenos en el
palacio gubernamental.
La semana pasada, la escritora Chimamanda Ngozi Adichie,
una de las voces más poderosa de la literatura africana actual, criticó en el
The New York Times la “ineficacia” e “indiferencia deliberada” de Buhari. “Bajo
su liderazgo, la inseguridad ha empeorado —escribió Chimamanda—; existe la
sensación de que Nigeria podría muy bien arder hasta los cimientos mientras el
presidente se mantiene malévolamente distante”. Entre sus dardos, sobresalía un
párrafo corto, afilado y con un aroma familiar. “Es la anarquía, me dijo un
amigo. Nigeria está deslizándose hacia el caos, me apuntó otro amigo. Quizás
tienen razón, pero anarquía o caos son diferentes formas de usar el lenguaje
para esquivar donde está la culpa fundamental: en un fracaso de liderazgo”. 37
años después, Nigeria sigue en el mismo laberinto.