La comunidad anticorrupción se encuentra desde hace un tiempo en una etapa de revisión, autocrítica y replanteamiento de lo que se ha logrado –que no ha sido mucho–, y de lo que se debería hacer en el futuro para mejorar sus resultados.
Desde la “explosión” del interés por la corrupción como
problema de política pública a principio de los años 90, el tema pasó de ser la
preocupación exclusiva de un reducido puñado de académicos y activistas, a
ocupar un lugar dominante en la agenda pública global. Hoy, en cambio, existe
un ancho abanico de oficinas de gobierno, programas académicos, organizaciones
de la sociedad civil, tratados internacionales, leyes, iniciativas para el
desarrollo de organismos de cooperación y una variada oferta de conferencias
internacionales, así como cumbres regionales o globales a las que
frecuentemente asisten líderes políticos que se toman una foto y firman
ambiciosas declaraciones. Eso es lo que Michael Johnston llama la “industria
anticorrupción” (The conundrum of corruption: reform for social justice,
Michael Johnston y Scott Fritzen, Routledge, 2021).
No hay duda –dice Johnston– de que en los treinta años
desde que arrancó el interés por las políticas anticorrupción hubo avances muy
claros y que la realidad ha cambiado mucho. Hemos visto el desarrollo de
múltiples iniciativas y reformas impulsadas por organismos internacionales,
empresas y organizaciones de la sociedad civil; tenemos ahora un vasto
compendio de información, datos y conocimiento nuevo sobre corrupción; hemos
logrado crear una nueva conciencia global sobre el daño que la corrupción hace
a los países y se ha creado una red activa de organizaciones e investigadores.
Sólo el reconocimiento actual de que la corrupción es un problema que no puede
postergarse, en comparación con el desdén oscurantista del pasado, representa
un avance importante. Tampoco es posible negar que salvo algunas excepciones,
en la mayoría de los países no se han registrado avances importantes en el
combate a la corrupción.
Johnston advierte que el paradigma dominante en el
control de la corrupción de los últimos 30 años se ha centrado en la repetición
de soluciones, remedios, ideas y terminologías que siguen reflejando la
realidad de los años 90, útiles en su momento, pero que han dejado de tener vinculación
con la actualidad. Cada vez es más evidente que tratar de comprimir la
complejidad y diversidad regional de la corrupción en índices que comparan
países no es útil para armar una agenda específica de acciones. Conceptos y
políticas como transparencia, acceso a la información, voluntad política,
sociedad civil, problema agente-principal, análisis costo-beneficio,
arquitectura constitucional, manuales, guías, cajas de herramientas, se han
convertido en un edificio de nociones repetitivas, que no reconocen la realidad
de cada país, que cada vez se relacionan menos con la realidad y que es
necesario cuestionar.
Con el paso del tiempo, las iniciativas anticorrupción se
han institucionalizado y lo que en un principio fue un “movimiento” integrado
por una suerte de coalición heterogénea y amplia de personas y organizaciones
reunidas con el interés común de entender y combatir la corrupción, se ha
convertido en una “industria”. La “industria anticorrupción” es un conjunto de
intereses y organizaciones que existen con independencia del problema de
corrupción; es un régimen que se sirve de sí mismo, que goza de vida propia y
que se mantiene con la elaboración de políticas, iniciativas, convenciones,
cursos de capacitación, índices, programas y actividades para promover la
transparencia y la integridad en el sector público. La industria
anticorrupción.
Johnston describe un problema doble: las limitaciones de
una agenda de políticas y propuestas que está agotada, cansada y ha dejado de
ser útil; en segundo lugar, la existencia de una industria anticorrupción que
ha perdido de vista los objetivos reales de su tarea y que ha desarrollado una
agenda de intereses más vinculada a su propia supervivencia. El reto que se
plantea –y que el libro de Johnston no resuelve– es muy importante, casi
existencial para el movimiento anticorrupción. Tiene que ver con abandonar
muchas de las ideas que han dominado la agenda anticorrupción en los últimos
años. Tiene que ver con el reconocimiento de que las respuestas de los gobiernos
al problema de la corrupción no puede ser la simple adopción de mejores
prácticas, sino su integración con otras políticas que en última instancia
persiguen la justicia económica y social. Como ha dicho Daniel Kaufmann, el
combate a la corrupción no puede ser sólo el combate a la corrupción. Y tiene
que ver finalmente, con el reconocimiento de que los resultados solo serán
posibles en el largo plazo.
https://www.elfinanciero.com.mx/opinion/benjamin-hill/el-fracaso-de-la-industria-anticorrupcion