«El secreto del éxito chino es que no imita a los rusos en extender su sistema a otros países. Se limita a tener buenas relaciones con ellos, sobre todo comerciales, a comprarles las materias primas que necesita para su gigantesca industria de objetos de consumo y a vendérselos luego más barato que nadie. Que sean dictaduras o democracias, le importa un bledo. Eso sí, dentro del país rige la dictadura, no del proletariado, sino del partido más absolutista».
Si me preguntasen cuál es el mayor cambio acaecido en el
siglo XX, no vacilaría en responder: Europa. Esa península occidental de Asia
llegó a dominar el mundo durante la Edad Moderna, con naciones minúsculas,
Holanda, Bélgica, Portugal, Dinamarca, poseyendo enormes colonias en el resto
de los continentes, y no hablemos de las grandes, Francia, Inglaterra, España,
con dominios en los que no se ponía el sol, aunque nosotros habíamos perdido la
mayoría a finales del XIX. Pero Europa se suicidó en dos guerras civiles en el
XX, que terminaron mundiales. La vencida, Alemania, sobrevivió de milagro pues
estuvieron a punto de convertida en país agrícola, pero incluso los vencedores,
Inglaterra, Francia, tuvieron que renunciar a su papel de ‘gran potencia’, para
dejar paso a las nuevas superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética,
que se repartieron no sólo Europa, sino también el mundo, que empezó a girar a
los acordes de Washington y Moscú, manteniendo un pulso por la hegemonía
durante décadas conocido por Guerra Fría que estuvo a punto de convertirse en
caliente cuando y donde entraban en contacto -Berlín, Corea, Cuba, Vietnam-,
sin llegar al choque, gracias al llamado ‘equilibro del terror’: por ser la
Tercera Guerra Mundial la última para la perdedora, o para ambas, al tener
megatones bastantes para destruirse mutuamente. Entretanto, Europa Occidental
aprendió que sin guerras se vive mejor, y pudo reconstruirse gracias a la
generosidad norteamericana e inició el proceso de unirse, que le trajo paz, prosperidad
y democracia, mientras la parte oriental tuvo que resignarse a vivir bajo el
dictado ruso, no precisamente el mejor, sobre todo si se le añade el comunismo,
con su falta de libertades y oportunidades.
En Asia, a todo ello, las cosas iban cambiando, sobre
todo en China. El líder comunista Mao Zedong, refugiado en las montañas del
interior con sus leales, inicia la reconquista de aquel inmenso país. ‘La gran
marcha’, como ha pasado a la historia, hasta la toma de Pekín está envuelta en
la épica de los poemas medievales. Lo único cierto que sabemos es que no se
ahorraron esfuerzos, ni vidas y que Mao estaba dispuesto a dar el ‘gran salto’
que necesitaba su país para ser la gran potencia que por extensión y demografía
merece. A lo que hay que añadir la laboriosidad y creatividad del pueblo chino.
No olvidemos que inventaron el papel, la pólvora y los espaguetis, tres
elementos esenciales en la historia de la humanidad. Al darse cuenta, en las
postrimerías de su vida, que no había logrado su sueño, Mao lanzó una
‘revolución cultural’ que dejó pequeñas todas las anteriores y posteriores,
enviando a la intelectualidad a hacer las faenas agrícolas y entregando a los
revolucionarios más jóvenes la marcha de su proyecto, que agravó la situación.
Por desgracia, la muerte de Mao no acabó con aquella anarquía revolucionaria,
ya que su mujer tomó el mando, con mayor fervor incluso, según los cronistas.
Menos mal que Chou En-lay y Deng Xiaoping lograron hacerse con las riendas del
país, que empieza a funcionar con la receta que el segundo de ellos dio a
Felipe González cuando le visitó: «Gato negro o gato rojo, lo importante es que
cace ratones». Desde entonces, lograda ya la velocidad de crucero, China no
hace más que crecer, siendo hoy la segunda potencia económica mundial. Cuándo
desbancará a Estados Unidos del primer puesto es difícil decir, unos dicen que
en 2040, otros, en 2050, hoy se contenta con poseer la mayor cantidad de bonos
norteamericanos.
El secreto del éxito chino es que no imita a los rusos en
extender su sistema a otros países. Se limita a tener buenas relaciones con
ellos, sobre todo comerciales, a comprarles las materias primas que necesita
para su gigantesca industria de objetos de consumo y a vendérselos luego más
barato que nadie. Que sean dictaduras o democracias, le importa un bledo. Eso
sí, dentro del país rige la dictadura, no del proletariado, sino del partido
más absolutista. De que ha conseguido elevar en tiempo récord el nivel de vida
del país da fe la comparación de aquellas ciudades de casuchas con miles de
personas en la calle con traje Mao y las de hoy con rascacielos, tráfico
endiablado y viandantes como los de cualquier metrópoli occidental.
Los expertos esperan curiosos los síntomas del llamado
‘afán de libertad’, que muestra la población de un país sometido durante años a
un régimen totalitario. «Una vez cubiertas las necesidades elementales,
trabajo, comida, vivienda, educación, vestido, etc., llega la necesidad de
poder elegir la forma de vida de cada uno», dice ese principio. Pero excepto
aquel joven que se plantó ante un tanque en la plaza de Tiananmén y a las
revueltas en Hong Kong tras ser devuelto por los ingleses, no ha habido rastro
de ello. Lo que no quiere decir que no las haya, sino que el control estatal es
riguroso. Y que el Gobierno chino no olvida ofensas pasadas y no está dispuesto
a que se repitan, lo acaba de advertir durante las celebración del centenario
del Partido Comunista Chino. Sus desfiles militares muestran las armas
convencionales y nucleares más modernas, como su flota, que se amplía
constantemente con nuevos navíos, para asegurar que el mar de la China es
realmente de ella. Sin olvidar a Formosa.
Hace medio siglo se decía que los optimistas estudiaban
ruso y los pesimistas, chino. Hoy, se han invertido los términos, con el inglés
como primera opción, porque Estados Unidos sigue siendo el que más patentes
registra y más premios Nobel recibe mientras China nos debe todavía una
explicación del Covid-19.
***José María Carrascal es periodista