Las circunstancias nos imponen la tarea de reconstruir un país devastado por medio siglo de desgobierno y traiciones.
No necesito decir que tenemos por delante una parada
brava: de una manera u otra, ya todos lo sabemos, o lo intuimos. Y no me
refiero sólo a lo que pueda ocurrir inmediatamente después de las elecciones,
con los habituales espectros de cataclismo económico o de violencia civil que,
más allá de su mayor o menor probabilidad, se agitan siempre en la trastienda
de nuestras inquietudes. El reto que nos aguarda es de los que nos ponen a
prueba, de los que revelan, a propios y ajenos, si estamos a la altura.
Muchas veces hemos mirado con admiración y respeto a los
que pelearon sable en mano por asegurar la independencia de estas tierras, o a
quienes con leyes y códigos, con arados y fraguas, con tiza y pizarrón,
convirtieron estos remotos potreros incultos en uno de los grandes países de la
tierra. Ahora es nuestra hora: las circunstancias nos imponen la tarea de
reconstruir desde sus escombros un país devastado por medio siglo de
desgobierno y traiciones, con una población empobrecida, embrutecida,
acobardada y confundida.
Y esto, que ya es mucho, no es todo: el destino nos
impone además levantar nuestra nación y defender nuestra libertad justamente en
momentos en que azota en el mundo el vendaval globalista, enemigo de las
naciones y de la libertad.
Menudo desafío.
Más o menos como armar una carpa en descampado mientras
arrecia el huracán.
La nación inmaterial
Una nación está compuesta por una parte inmaterial y una
parte material. La parte inmaterial reside en el espíritu de sus integrantes
como identidad, es decir conciencia de pertenecer a un determinado grupo humano
distinto de otros grupos humanos, y como voluntad, es decir deseo e intención
de cultivar ese grupo en la convicción de que su prosperidad facilita la
prosperidad personal. La parte material es lo que comúnmente llamamos el
Estado, e incluye las normas (la Constitución, las leyes, los códigos), los
organismos administrativos (los llamados “poderes” del Estado), la
infraestructura de servicios (escuelas, hospitales, tribunales, rutas,
puertos), y los recursos naturales de propiedad común.
La parte material de la nación es lo evidente, y lo que
vemos está todo roto. El sistema republicano que adoptamos se convirtió en una
comedia, todos y cada uno de los tres poderes son una estafa a la ciudadanía:
la justicia llega tarde, mal y nunca; el legislativo no debate nada importante,
y lo importante lo cede al ejecutivo; el ejecutivo no tiene ni idea de cuáles
son sus deberes, ni cuál es su rumbo. Los servicios que debería proveer ese
sistema son inexistentes: no tenemos defensa, ni seguridad, ni educación, ni
salud, ni infraestructura ni moneda dignos de ese nombre, aunque algunos nichos
que todavía funcionan aquí y allá, probablemente gracias a la voluntad de sus
agentes, mantengan cierta apariencia de normalidad.
Menos evidente es la salud de la parte inmaterial de la
nación, la parte espiritual. ¿Hasta dónde nos sentimos argentinos, hasta dónde
compartimos la creencia en un destino común? Aquí las señales son ambiguas e
inciertas. El antiperonismo identificó el nacionalismo con el nazismo e incluyó
el patriotismo entre las bajas pasiones, primitivas y propias del populacho; la
intensa campaña de desmalvinización posterior a la guerra sofocó su inesperado
reverdecimiento, y los vientos globalistas que empezaron a soplar en los
noventa empujaron la conciencia nacional hacia el rincón de los trastos viejos,
junto con el orgullo y el optimismo que trae asociados.
Pero la clave, sin embargo, está en el espíritu: sin
patriotismo, sin conciencia nacional, sin voluntad compartida de ser, sin
“pasión argentina” como diría el liberal Eduardo Mallea, la reconstrucción de
la materialidad de la nación se vuelve una quimera, por más probidad en las
instituciones republicanas o más libertades civiles y económicas que se logre
asegurar. Una nación es “un proyecto sugestivo de vida en común”, decía Ortega
y Gasset, otro liberal. No hablaba de ideologías ni de códigos de conducta ni
de sistemas políticos o económicos. Si la nación es espíritu, ¿cómo
diagnosticar, entonces, la salud espiritual de la nación?
Pandillas socialdemócratas
En las entrelíneas de las encuestas preelectorales puede
advertirse que la mayor parte de los ciudadanos ya se ha dado cuenta de que el
país está tocando fondo y que el jueguito de las dos pandillas socialdemócratas
que lo administran (en su beneficio) desde 1983 en simulada “alternancia democrática”
no permite hacerse ilusiones. Difieren sin embargo en la manera de reaccionar:
algunos prefieren seguir pidiendo pizza y mirando Netflix como si nada pasara,
otros tratan de poner a salvo sus personas y sus bienes buscando el amparo de
banderas ajenas, y otros más, aunque por ahora los menos, andan buscando
alternativas, incluso creando alternativas. Son los anticuerpos que despiertan
esperanzas sobre la sanación.
Pensemos en esos grupos de ciudadanos que, asfixiados por
una cuarentena eterna, despótica e injustificada, salieron a las calles en todo
el país para reclamar por su libertad de tránsito, de trabajo, de comercio y de
expresión. Pensemos en esa mujer, la primera, que en la capital federal desafió
las restricciones y fue a tomar sol al parque en su reposera, y anotemos la
marcha de nueve días por las libertades civiles que arranca este mismo fin de
semana desde Venado Tuerto con rumbo a la ciudad de Córdoba. Pensemos en las
rebeliones populares contra afianzadas dictaduras provinciales como la de
Formosa, y prestemos atención a su proyección sobre el escenario político como
demanda de aires nuevos.
Tras la profunda decepción que significó el gobierno de
Cambiemos, asomaron en las elecciones de 2019 alternativas impensadas:
liberales como la de José Luis Espert y nacionalistas como la de Juan José
Gómez Centurión. Impensadas porque el progresismo socialdemócrata se las venía
arreglando bastante bien para estigmatizar todo lo que se le opusiera desde la
“derecha”, a tal punto que ningún político con ambiciones se animaba a
reconocerse como de derecha. Espert y Gómez Centurión se desligaron de esos temores,
encontraron respuesta en la sociedad, y abrieron espacios que se afirmaron
todavía más en las primarias de este año, con la irrupción arrolladora de
Javier Milei en la capital federal.
Milei y Espert se han mostrado exitosos en su capacidad
para atraer votos en los distritos donde se presentan, y muchas agrupaciones
liberales o libertarias del interior se referencian informalmente en ellos. El
NOS de Gómez Centurión, por su lado, está más avanzado en su intención de
convertirse en un partido nacional: cuenta con filiales y representaciones en
muchas ciudades del interior, con importante trabajo de base, y ha exhibido un
apreciable comportamiento electoral en algunas provincias, especialmente en
Entre Ríos donde se ubicó como tercera fuerza. Nunca vamos a valorar lo
suficiente el esfuerzo de estas personas para instalar en la escena política
voces distintas, claras e intransigentes, contra la indiferencia o la
hostilidad manifiesta de la prensa asociada a las camaleónicas pandillas
socialdemócratas.
Lo dicho sugiere apenas que la Argentina puede sanar, que
el estetoscopio detecta signos vitales: hay demanda de libertad, hay
preocupación por el destino nacional, hay un desinterés y una desconfianza
crecientes respecto de la política tradicional, y las expectativas tienden a
orientarse en la dirección del liberalismo o del nacionalismo.
Esto es auspicioso en sí mismo: en primer lugar porque
devuelve el debate político a los términos profundos que lo han animado desde
los orígenes de nuestra argentinidad (morenistas y saavedristas, unitarios y
federales, antiperonistas y peronistas), y que nada tienen que ver con las
variantes socialdemócratas que se alternan sin debate en el usufructo del
estado desde 1983. Oficialistas y opositores aburren ahora cuando hablan porque
no tienen nada que decir, o lo que dicen nada tiene que ver con lo que el
ciudadano siente, sufre y sueña.
Y también es auspicioso porque al menos una parte de la
ciudadanía argentina siente la necesidad de movilizarse en defensa de sus
libertades, o en defensa de la integridad de su nación, justamente cuando el
globalismo arrecia en su ofensiva mundial contra la libertad y contra las
naciones, que son el espacio jurídico (constitucional, legal) que garantiza la
libertad.
La casa en ruinas
La casa ni siquiera está en desorden, la casa está en
ruinas. Los signos vitales sugieren que hay brazos y voluntades dispuestos a
trabajar en la reconstrucción. Pero ¿hay ingenieros y maestros de obra
resueltos a conducir la tarea? Los sectores más vulnerables han dado muestras
con su voto, en la elección de 2015 y en las primarias de este 2021, de que
están dispuestos a sacrificar un auxilio presente para ellos en beneficio de un
futuro prometido para sus hijos. No se ha visto en la clase dirigente una disposición
similar a resignar ventajas de corto plazo, y mucho menos a contribuir con
tiempo y dinero, en aras de un futuro mejor para todos, incluidos ellos mismos.
Prefieren seguir apostando por las pandillas socialdemócratas, mientras esperan
que las cosas se arreglen solas.
Pero las cosas no se arreglan solas: solas, empeoran. A
esta altura deberíamos haberlo aprendido. Y mucho menos se arreglan cuando la
embestida globalista agrava lo que ya es grave de por sí: lo hemos visto con la
ofensiva contra la familia, y la promoción del aborto, la ideología de género,
la pedofilia y la eutanasia; lo hemos visto con la pandemia imaginaria, las
cuarentenas destructivas y las vacunas letales; lo estamos viendo en estos días
con las patrañas del cambio climático. Y hemos asistido, en todos los casos, a
la complicidad traidora de las pandillas, kirchnerista y cambiemita, en la
suscripción de adhesiones, acuerdos y compromisos con los globalistas que ponen
el riesgo la vida y el patrimonio de los argentinos.
“¡Y cuando digo que el argentino no es nacionalista, no
es patriota, la gente me mira horrorizada!”, le confiaba René Favaloro a
Magdalena Ruiz Guiñazú hace cuarenta años. “Pero ser patriota es algo
diferente. Significa ser responsable, poseer sentido del país. Llevar en el
alma todo lo bueno y malo que nos pertenece.” Las cosas, efectivamente, no se
arreglan solas, no se arreglan sin un ejercicio de la voluntad, y no se
arreglan especialmente sin un ejercicio de la voluntad de quienes por
capacidad, vocación, decencia y patriotismo estén en condiciones de conducir la
reconstrucción. Si éstos dan el ejemplo, y empeñan incluso su patrimonio, no
les van a faltar inteligencia ni brazos decididos a donar horas de trabajo.
Capacidad administrativa, fondos, trabajo, aportados por
patriotas para reconstruir por ejemplo la defensa nacional. Podría haber dicho
hospitales o aulas, pero preferí mencionar este punto para que se entienda bien
a qué me estoy refiriendo, a qué clase de esfuerzos para qué clase de
objetivos.
Alternativas liberales y nacionalistas
Para escapar de la trampa socialdemócrata, la sociedad ha
generado como vimos alternativas liberales y nacionalistas, que pueden servir
como piedras de toque o puntos de encuentro para organizarse, discutir y
planificar. La reconstrucción sólo será posible mediante un entendimiento entre
ambas corrientes de opinión, un pacto entre las visiones contrastantes que
laten en el corazón profundo de nuestra vida política, un acuerdo de caballeros
en el que cada parte modere los excesos de la otra, un compromiso a respetar
hasta que llegue el momento de coronar con una rama verde el techo de la casa
reconstruida. A partir de allí, debate y alternancia según dicten la vida y la
historia.
Aunque los recelos y las desconfianzas entre ambas
corrientes, y aun entre distintos brazos de una misma corriente, todavía son
muchos, es hora de sentarse a la mesa y discutir franca y honestamente
afinidades y diferencias. Un entendimiento entre liberales y nacionalistas no
sólo es posible, como lo ha demostrado el apretón de manos que pudieron
sostener Gómez Centurión y Milei, sino que además es urgente.
El entendimiento es posible en los términos de
complementariedad que ya describí en una nota anterior: los liberales tienen
mucho que aportar para el saneamiento y la revitalización de nuestro orden
interno, desde el sistema republicano hasta la economía de mercado. Los
nacionalistas están en las mejores condiciones para trazar nuestra estrategia
geopolítica: definir el lugar que la Argentina pretende ocupar en el mundo, y a
partir de esa definición decidir la clase de relaciones que va a mantener con
otros países, con otros bloques, en el contexto de un mundo interrelacionado.
Es cierto que hay muchas zonas grises e intersecciones
complicadas, pero hasta donde se pueda es un deber postergar esa discrepancias.
El entendimiento además es urgente porque existe la posibilidad de que los
acontecimientos se aceleren, las demandas de una nación en crisis se
multipliquen, y una situación extrema exija ritmos distintos de los que
contempla el sistema democrático, con instancias ejecutivas y deliberativas
extraordinarias cuya prudencia y buen juicio convendría asegurar de antemano.
Ya hemos pasado por situaciones semejantes, y nadie querría volver a
repetirlas: perdimos todos, salvo los maleantes.
* Santiago González, Periodista. Editor de la página web
gauchomalo.com.ar