«Los dirigentes comunistas chinos se aprovechan de nuestro desconocimiento de la verdadera China y juegan la baza del exotismo. Xi Jinping trata de persuadirnos de que los chinos no saben quién es Dios o qué es la libertad. Y son muchos los occidentales que se tragan esas estupideces».
Los dirigentes comunistas han tendido una trampa a los
occidentales, y estos han caído en ella. Esta trampa se remonta a la toma del
poder de Mao Zedong y sus tropas por medio de las armas y con la ayuda de los
soviéticos, en 1949. En ningún momento desde ese golpe de Estado se le ha
pedido al pueblo chino que se pronuncie sobre la legitimidad del Partido
Comunista, ya que las únicas elecciones en China, amañadas de antemano, se
celebran en el seno del partido, pero no entre la población. Desde entonces, los
dirigentes del partido aseguran a los chinos que el partido es China y
viceversa. Esta misma identificación, repetida machaconamente cada día por la
propaganda, se dirige tanto a los occidentales como a los chinos. Pero ahí está
la trampa: los occidentales lo creen.
Los chinos se muestran mucho más escépticos, y lo
manifiestan a su manera, retirándose al ámbito privado, no participando en la
política, intentando enriquecerse y utilizando la ironía con los dirigentes
comunistas; en todos los regímenes totalitarios, la ironía es el arma del
pueblo, imposible de destruir. Por tanto, los chinos, incluidos los miembros
del Partido Comunista, saben que el partido no es China, pero lo aceptan porque
el régimen les garantiza ahora una cierta seguridad civil y la esperanza de mejorar
su nivel de vida.
Este es el contrato implícito entre el partido y los
chinos. Las víctimas de este contrato son los espíritus libres, los disidentes,
las minorías étnicas como los tibetanos y los uigures, y los creadores;
desde1949, la magnífica civilización china, claramente individualista porque
todo artista es individualista, ha estado cercenada por el Partido Comunista.
Desde entonces, ha sido sustituida por una propaganda parecida al realismo
socialista, de modelo soviético, totalmente opuesta a la abstracción lírica de
la China eterna. Y lo que es peor, el patrimonio histórico de la China
auténtica se destruyó en gran parte durante la llamada ‘revolución cultural’,
entre 1966 y 1976. Esta destrucción continúa, como puede comprobarse en Pekín, donde
los inmuebles sin calidad y las autopistas urbanas horadan los últimos barrios
antiguos que rodeaban el Palacio Imperial. El Partido Comunista se caracteriza
por su desprecio hacia el talento artístico, la belleza y la herencia cultural
que data del mundo antiguo. Todo eso, los chinos lo saben y lo viven, con
amargura los que más formación tienen.
Se puede entender que a un chino en China no le queda más
opción que respetar los ritos externos del Partido Comunista. Los occidentales
no están sometidos a las mismas limitaciones, pero se someten a ellas de buena
gana. Ya es hora de salir de esa trampa y de decir bien alto, porque somos
libres de hacerlo, que China no es el partido y que el partido no es China.
Siento una gran admiración por la pintura, la literatura, la música, la danza,
el canto y la arquitectura de China y por los distintos pueblos que la
componen. Este conjunto, poco conocido en Occidente y poco representado en los
museos (salvo en Taiwán, donde se conserva la verdadera China eterna) es
equiparable al arte occidental. Y lo mismo ocurre con la poesía y la
literatura. Los occidentales podrían, y deberían, conocer mejor esta
civilización china, así como sus múltiples religiones, erradicadas desde 1949.
¿Qué ha aportado el régimen comunista a esta civilización
desde 1949? Nada. ¿Qué le ha arrebatado? Todo lo posible. Esta distinción entre
el pueblo y su civilización, por una parte, y el partido en el poder, tendría
consecuencias prácticas. Los dirigentes occidentales y los empresarios continuarían
sus relaciones con los dirigentes chinos porque ese es nuestro interés
material, pero deberían acordarse siempre, y recordárselo a sus interlocutores
oficiales, de que los pueblos son eternos y los regímenes políticos,
provisionales.
El Gobierno estadounidense, con motivo de los próximos
Juegos Olímpicos de Invierno en Pekín, acaba de dar un buen ejemplo de esta
distinción entre el régimen comunista y el pueblo. Los estadounidenses no
enviarán ninguna representación diplomática, pero los atletas estadounidenses
participarán en estos Juegos para disfrute del pueblo chino. La distinción
puede parecer sutil, pero la entienden tanto los dirigentes comunistas
-furiosos- como el pueblo de los espectadores. A la Unión Europea le honraría
seguir la misma estrategia, pero dudo que tenga la valentía de hacerlo.
En resumidas cuentas, mi lema sería: ¡Amemos a China,
ignoremos al partido!. ¿Acaso no era esta más o menos la actitud occidental
hacia la Unión Soviética? Sabemos perfectamente que Stalin no representaba ni
al pueblo ni a la civilización rusos, pero Andréi Sájarov y Alexander
Solzhenitsyn, sí. Hoy en día, sabemos que Putin tampoco representa la
civilización y el pueblo rusos, y actuamos en consecuencia.
Pero no ocurre así con China, ya que los dirigentes
comunistas chinos se aprovechan de nuestro desconocimiento de la verdadera
China y juegan la baza del exotismo. Xi Jinping trata de persuadirnos de que
los chinos no saben quién es Dios o qué es la libertad. Y son muchos los
occidentales que se tragan esas estupideces. Xi Jinping tendría que explicarnos
por qué millones de budistas, cristianos y taoístas chinos se reúnen en secreto
para rezar y por qué Liu Xiaobo, premio Nobel de la Paz en 2010, murió en la
cárcel por haber escrito que los chinos sabían perfectamente qué era la
democracia y la deseaban.