Las reglas del juego han cambiado. El pésimo manejo de crisis del gobierno federal, en todo el asunto relacionado con la Casa Gris del hijo del Presidente, en Houston, ha dejado al desnudo la capacidad de reacción, y el margen de maniobra, de una administración mucho menos fuerte de lo que quiere aparentar.
Y es que —a tres semanas de su publicación— los efectos
de la onda expansiva continúan, sin que los esfuerzos de la Presidencia hayan
logrado mayor resultado que desatar nuevos escándalos, mayores, innecesarios.
Lo que podría haber sido una nota más —como lo han sido videos que involucran
al círculo cercano del Presidente en actos de corrupción— en este caso se ha
convertido en una bola de nieve que se hace más grande y más rápida con cada
conferencia mañanera, sin que nadie sea capaz de detenerla.
El Presidente no sólo ha sido incapaz de retomar la
narrativa, sino que en estas tres semanas de tropiezos ha logrado más en contra
de su propia imagen que los ataques de la oposición en tres años de gobierno.
El mandatario carece de capacidad de reacción, y los ataques a la prensa sólo
han puesto su autoritarismo bajo el foco internacional, sin aportar en nada a
la credibilidad de su gobierno —o de su hijo— sino mostrando a un hombre
iracundo y rencoroso, cuyo margen de maniobra no le alcanzó sino para refugiarse
en el apoyo de un empresario que, sin duda, hubiera preferido evitar los
reflectores.
La información sigue fluyendo, y las contradicciones son
más que evidentes no sólo para un mandatario que predica en contra de la
riqueza —y niega medicamentos por austeridad— mientras que su familia disfruta
una vida de lujos en el extranjero, sino para una militancia que ahora tiene
que defender a los mismos juniors con tal de quedar bien con el amado líder.
El control de crisis ha sido terrible, y sólo ha servido
para dejar a la vista los puntos débiles de una administración de la que —de
cualquier forma— se esperaba “90% de honestidad, y 10% de experiencia”: no
tienen estrategia, no cuentan con metodologías, el Presidente no los escucha.
El gobierno es un barco sin rumbo, que navega entre clases de historia; las
crisis políticas se atienden como si fueran crisis de comunicación, sin que
exista mayor mensaje que el de los supuestos enemigos que conspiran en las
sombras en contra de un capitán que no está dispuesto a escuchar ni a soltar el
timón. La bola de nieve sigue creciendo, mientras que el Presidente se ufana de
no escuchar y de ser muy terco. ¿Cómo respondería ante una crisis más grande?
O ante una mucho, mucho más grande. La crisis en curso
—que ya tiene contra las cuerdas al gobierno federal— no es nada en comparación
con la que se está gestando tras la revelación inesperada en el sentido de que
Alex Saab, el principal operador financiero del régimen venezolano —y quien
tiene un largo historial de corrupción con gobiernos autoritarios—, era en
realidad un informante de la DEA. Un soplón desde junio de 2018, que conocía a
fondo la operación del régimen de Maduro y con quien las autoridades mexicanas
en el poder habrían tenido tratos ilegales por más de treinta millones de
barriles de petróleo, desde 2019, de acuerdo con una investigación realizada
por El País.
Las reglas del juego han cambiado. El problema es serio,
e involucra tanto a Segalmex como a la Cancillería mexicana en un esquema de
“ayuda humanitaria” fraudulenta, que podría implicar incluso sanciones para
nuestro país si se demuestra la intención del Estado Mexicano de orquestar un
fraude para burlar los acuerdos internacionales, alineándonos con los países
más autoritarios del mundo en el peor momento posible. ¿Cómo responderá el
Presidente?
Conspiración, dirá Maduro; conspiración, repetirán sus
huestes. Alex Saab, sin embargo, lo sabe todo porque él lo hizo, aquí, en
México, junto con el gobierno. Y está dispuesto a probarlo.