«La civilización euroasiática no existe y desde luego los rusos no la encarnan. ¡Pobre Putin! Tampoco la salvación de esa quimérica civilización le vale como excusa. Debe seguir buscando la causa por la que sus soldados van a morir en Ucrania y a masacrar a los ucranianos. No la encontrará, porque no existe».
Por lo general, las guerras tienen un motivo: la guerra
de Ucrania no lo tiene, lo que es una innovación notable. Cuando Putin
emprendió las operaciones militares, se trataba de proteger a los rusos contra
la opresión ucraniana. Pero, cuál no sería la sorpresa de los soldados rusos,
intoxicados por esta propaganda, al descubrir que la mayoría de los ucranianos
hablaban ruso y compartían la misma cultura que ellos. La única diferencia
entre los invasores y los invadidos era la democracia: Ucrania es una democracia,
Rusia no lo es. Por lo tanto, Putin tuvo que inventar otra causa para
justificar la invasión: liberar a los ucranianos del neonazismo, completar la
obra del Ejército Rojo en 1945. ¡Vaya! Los soldados rusos no han descubierto en
Ucrania ni un solo nazi, ni antiguo ni nuevo; peor aún, el presidente ucraniano
es judío y su familia fue asesinada por los nazis. Putin tuvo que renunciar
también a ese motivo. Propuso entonces un tercero: salvar a Rusia de una inminente
invasión de la OTAN, que la asediaba. Pero Rusia era la menor de las
preocupaciones de la OTAN, una alianza estrictamente defensiva; sus miembros,
hasta la invasión de Ucrania, estaban más bien preocupados por el islamismo en
Oriente Próximo y el Sahel. En cuanto a Estados Unidos, Rusia estaba muy por
detrás de China en sus preocupaciones.
Paradójicamente, ha sido la invasión de Ucrania lo que ha
restaurado la OTAN, sobre la que Emmanuel Macron dijo el año pasado, con razón,
que se encontraba en situación de muerte cerebral. Privado de una causa justa
para legitimar su guerra, Putin sigue buscando. Cree haberla encontrado: su
guerra tendría la ambición de salvar a la civilización ‘euroasiática’ (antes se
la denominaba eslavófila) del imperialismo de la civilización occidental. El
conflicto de Ucrania sería un choque de civilizaciones con Ucrania como línea
del frente. Al hacerlo, Putin exhuma un viejo mito que se remonta al siglo XIX.
Este fue el siglo del romanticismo nacionalista en Europa: poetas, literatos y
cantantes redescubrieron o reinventaron las llamadas tradiciones ancestrales
amenazadas por la era de la máquina y la modernidad. Los escandinavos se
redescubrieron como vikingos, los italianos volvieron a sentirse romanos, los
serbios crearon un nuevo idioma nacional, los judíos inventaron el hebreo
moderno.
El primer premio Nobel de Literatura se otorgó a un poeta
francés porque escribía en occitano, lengua que ya nadie hablaba. Este
romanticismo étnico, que dejó algunas huellas en el País Vasco, Cataluña,
Córcega y Escocia, era una reacción más intelectual que popular a lo que hoy se
denomina Primera Globalización. Los rusos no se libraron: como las élites
hablaban francés y alemán, los poetas exaltaban los idiomas supuestamente más
auténticos de los campesinos rusos.
Este romanticismo ruso, la eslavofilia, llevó a la gente
a creer que Rusia no estaba ni en Europa ni en Asia, sino que encarnaba, por sí
misma, una civilización más comunitaria, más cálida, menos materialista, menos
individualista y más cristiana que el Occidente europeo. El cantor de esta
eslavofilia redentora fue Dostoievski, que sintetizó esta tesis en un famoso
discurso, la biblia de los eslavófilos, pronunciado en 1880 con motivo de la
inauguración de la estatua del poeta Pushkin en Moscú.
Después de la revolución de 1917, esta exaltación de la
diferencia rusa fue reemplazada por la ambición mundial de extender el
comunismo: este, para imponerse a todos, no podía ser ruso. Además, Lenin se
expresaba normalmente en alemán y Stalin era georgiano. Adiós a la eslavofilia,
salvo en la obra de Alexander Solzhenitsin, un cantor aislado y sin público en
su propio país, de una civilización eslava y cristiana, antioccidental y
antimaterialista. Pero he aquí por fin la oportunidad buscada por Putin:
mantiene su buena causa, la salvación de la civilización euroasiática. Para dar
algo de sustancia intelectual a su tesis, ha desenterrado a un filósofo
desconocido que defiende esta línea, un tal Alexander Dougin: los servicios de
propaganda lo convierten en una estrella de la televisión oficial. Es de
palabra fácil y tiene una larga barba gris, el look perfecto para el papel.
Pero, ¿quién cree realmente, en Rusia y en otros lugares,
que existe esta civilización euroasiática alternativa y que Putin es su
cruzado? En todo caso, no los rusos, que siempre se han considerado europeos.
Los zares se habrían sorprendido mucho si les hubieran explicado que no eran
europeos, cuando se veían a sí mismos como los herederos de los emperadores
romanos. ¿El rechazo al materialismo? Stalin se habría asombrado al enterarse.
¿La comunidad religiosa? La perestroika era individualista y democrática antes
de que Putin la desviara y reinventara una Iglesia ortodoxa que está totalmente
subordinada a él y no tiene apoyo popular. Solo la geografía es engañosa, pues
los rusos emigraron hasta el Pacífico, pero no por ello son menos europeos. Me
llamó la atención, mientras visitaba Sajalín, al este del Este, que la
población local, rusa, procedía en su totalidad del Oeste y tenía intención de
regresar allí al jubilarse. O para ser enterrados allí. Ni hablar de dejar
nuestras tumbas en Sajalín, me decían; aunque sea muertos, volveremos a ‘casa’,
a Europa. La civilización euroasiática no existe y los rusos no la encarnan. ¡Pobre
Putin! Debe seguir buscando la causa por la que sus soldados van a morir en
Ucrania y a masacrar a los ucranianos. No la encontrará, porque no existe. El
único lema de Putin, si no hubiera servido ya en España en 1936, es «¡Viva la
muerte!».