El punto es que se acabaron tres décadas de paz, en que vivimos sin riesgos de guerra nuclear, dice Pablo Hiriart.
MIAMI, Fl.- Las sanciones económicas contra Rusia no han
detenido a Putin sino que lo han envalentonado, y su popularidad menguante de
autoritario en declive se ha revertido hasta ponerlo como el presidente con
mayor respaldo en el mundo, seguido del indio Narendra Modi.
Vamos a ver si Estados Unidos entra directamente a la
guerra en Ucrania. Lo más probable es que no. Aunque la última palabra, sin
embargo, no la tiene Biden. La tiene Putin.
El punto es que se acabaron tres décadas de paz, en que
vivimos sin riesgos de guerra nuclear.
Putin le ha recordado al mundo que no todos piensan como
los suecos o los canadienses, y que la guerra es consustancial a la humanidad,
en la época que sea.
El rearme en el mundo ha comenzado y el poderío militar
de Estados Unidos es hoy más indispensable que nunca. Adiós a la paz universal
como estado permanente, según se perfilaba con la caída de la cortina de
hierro.
Ayer en la tarde eran esperados en Kiev los secretarios
de Estado y Defensa estadounidenses, Antony Blinken y Lloyd Austin, que no
pueden ir con las manos vacías ni regresar sin un mensaje claro del compromiso
de su país en Ucrania.
Los ucranianos han mostrado valor, determinación y
destreza militar. Necesitan armas de primera generación, y no defenderse con
remendados aviones MIG de la ex Unión Soviética.
En cambio Rusia tiene un Ejército mal dirigido, que a dos
meses de iniciada la guerra no ha podido tomar Kiev.
Vaya, ni siquiera tienen el puerto de Mariúpol completo,
donde hasta ayer un grupo de milicianos resistía ferozmente en una siderúrgica,
a pesar de estar rodeados, con inferioridad de efectivos y en armamento.
Pero también ha quedado claro que Putin no se va a
retirar de Ucrania sin haberla destruido. Y cuando decimos “Ucrania”, es gente,
instituciones, cultivos, edificios, fábricas. Ése será su triunfo. Y luego, a
lo que sigue.
Las sanciones económicas deben seguir, dicen los
expertos. Aunque no van a tirar a Putin por sí solas.
Éstas no han encontrado eco en naciones aliadas de
Estados Unidos, como lamentó el viernes The New York Times en su editorial
institucional:
“¿Las sanciones impuestas por el G-7, realmente aislarán
a Rusia? No. Varios países, incluidos México, Arabia Saudita, Sudáfrica…
mantienen una relación amistosa con Rusia”.
Van a hacer efecto en el bolsillo de los rusos, sí,
aunque nunca los castigos económicos han hecho cambiar de opinión a un tirano.
En este caso, han causado –por ahora al menos– el efecto
contrario. Previo a la invasión, los rusos estaban divididos: 52 por ciento
creía que el país iba por buen camino, y ahora (de acuerdo con la reciente
encuesta del prestigiado Centro Levada), el 69 por ciento cree que va bien.
La popularidad de Putin es de 83 por ciento.
Para Leonid Ragozin, periodista que trabaja desde
Lituania para la BBC, Newsweek y The Washington Post, “Putin era un líder
autoritario en declive que prolongó su vida política fomentando el conflicto y
la polarización”.
Con la guerra, afirma, Putin “paralizó la resistencia a
su régimen convirtiendo a sus partidarios en cómplices de crímenes de guerra y,
a los opositores, en enemigos del Estado. Realmente (Putin) no necesitaba
invadir Ucrania, necesitaba la guerra per se”.
Vladimir Putin ha planteado a los rusos un dilema
mentiroso, aunque fácil de vender, con palabras sencillas que no ocultan su
contenido siniestro: “ganar o ser destruidos”.
Si lo anterior lo acompaña de 15 años de cárcel a los que
llamen guerra a la guerra o hablen mal del Ejército, la eficacia de su
despotismo, para los fines que persigue, es redonda.
Tiene un mal Ejército y pésimos generales, pero también
tiene armas nucleares capaces de destruir el planeta.
Como un suicida en la cornisa del piso 30, acaricia con
el dedo el botón nuclear: “¿Para qué queremos al mundo, si Rusia no está ahí?”
La semana pasada anunció que había probado con éxito un
misil balístico de alcance intercontinental con armas termonucleares
superpesadas: 220 toneladas, cargado de ojivas nucleares, capaz de atacar
cualquier objetivo en el lugar que sea.
El RS-28 Smart (en la prensa occidental fue bautizado
como “Satanás II”), dijo Putin, es un “arma verdaderamente única: fortalecerá
el potencial de combate de nuestras fuerzas armadas, garantizará de manera
confiable la seguridad de Rusia frente a las amenazas externas y dará qué
pensar a aquellos que, al calor de la retórica agresiva frenética, intentan
amenazar a nuestro país”.
John Kirby, portavoz del Pentágono, dio una respuesta
tranquilizadora a la prensa: “Sí, Rusia ya nos había notificado de su prueba de
misiles balísticos intercontinentales…Estados Unidos no lo considera una
amenaza, ni tampoco para sus aliados”.
Cierto, Estados Unidos tiene uno más potente aún, el
Minuteman III, que Biden no ha ensayado para no poner más nervioso al suicida
del piso 30, y evitar que éste se ensañe con más escarnio contra Ucrania.
Estamos de regreso a los años 80, luego de un corto
verano de paz universal.
La posibilidad de que estalle el mundo, es decir todos
nosotros, es de nuevo una realidad para el día menos pensado.