La democracia no es más que la traducción institucional de nuestro espÃritu crÃtico; votar es aceptar que uno pierde, es reconocer que nadie está en posesión de la verdad absoluta y que el otro, con el que tenemos derecho a disentir, también puede tener razón, hasta la próxima ronda electoral.
El domingo pasado voté. Se trataba de elegir el nuevo
Parlamento francés y otorgar, o no, una mayoría al presidente Macron. El
colegio electoral estaba casi desierto, la mitad de los votantes indiferentes
se habían abstenido. Echaba de menos las multitudes del pasado y el ambiente
festivo. También echaba de menos que ya no sea necesario introducir la papeleta
en un sobre y luego en una urna de madera. El progreso electrónico pasa por
ahí: se vota sobre una pantalla táctil, lo que deja perplejos a algunos ancianos.
Todo esto, me dirán, es una tontería; pero no debería serlo. En la cabina de
votación pensé en los miles de millones de personas que también desearían
elegir a sus dirigentes, pero no pueden porque sus tiranos se lo impiden; una
gran parte de los habitantes de nuestro planeta vive bajo la tutela de
regímenes autoritarios.
La democracia, la libertad, solo las apreciamos
debidamente cuando nos las quitan. ¡Que se avergüencen los abstencionistas!
El pasado domingo también dirigí mis buenos deseos,
lamentablemente teóricos, al pueblo ucraniano. Mueren no solo por Ucrania, sino
también, como señalan los dirigentes occidentales que los apoyan, por nuestros
valores. Este término aparece incesantemente en las declaraciones de Joe Biden,
Emmanuel Macron y Ursula von der Leyen. El presidente Zelenski está en la misma
línea: los ucranianos, nos dice, no luchan solo por sí mismos, sino también por
los valores europeos.
El uso sistemático de este vocabulario no era corriente
en conflictos anteriores; en el mejor de los casos hablábamos de lucha por la
democracia. Entonces, ¿por qué esta avalancha de valores? ¿Será una especie de
oportunismo semántico para eliminar cualquier sospecha sobre el imperialismo
estadounidense o el militarismo de la OTAN? ¿Será para que los rusos admitan
que no se lucha por su ciudadanía o su pertenencia cultural? Porque podrían a
su vez, después de Putin, unirse a nuestros valores.
En esta lucha, en nombre de los valores, la palabra nunca
se define como si fuera evidente o, por precaución; una coalición de valores
permanece más sólida si no se especifica su contenido. En un enfrentamiento
entre el bien y el mal, todos estarán más apegados al campo del bien porque se
sabe qué es el bien. Sacerdotes y popes siempre han bendecido a los ejércitos
de ambos bandos como si la cristiandad no fuera capaz de distinguir entre sus
hijos. Entonces, ¿podríamos definir estos valores que Occidente ilustra por
medio de Ucrania? Si tuviera que devolverlos a lo esencial, creo que todo el
sistema de valores occidentales descansa sobre una piedra fundamental: el
pensamiento crítico. Y es así desde los filósofos atenienses; sin Sócrates, no
hay Occidente.
Durante los últimos veinticinco siglos, la discusión
socrática se ha enriquecido con aportaciones religiosas y científicas. Los
hebreos lo ponían todo en duda, incluido su propio Dios; los teólogos católicos
y protestantes (pero difícilmente los ortodoxos) introdujeron la disputa
religiosa como algo esencial para conocerle. El espíritu crítico fue el que
engendró a Newton y Galileo, abriendo la puerta a la ciencia. Cualquier
hipótesis científica, precisamente porque puede ser criticada –«falsificada»,
decía Karl Popper–, es científica. Por el contrario, se puede afirmar que
(casi) todas las demás civilizaciones se basan en afirmaciones dogmáticas.
Confucio y Mahoma son los ejemplos más convincentes, afirman que no discuten.
Su concepción del mundo, mundo chino y mundo musulmán, no deja lugar a la
crítica ni a la autocrítica, que es su anverso.
Por supuesto, también en Occidente se ha excomulgado,
quemado y masacrado a las brujas en nombre de dogmatismos que se consideraban
los únicos verdaderos. Pero, a la larga, el espíritu crítico que corroe todas
las ideologías, laicas o sagradas, siempre ha destruido el imperio de las
certezas. Por otra parte, la democracia no es más que la traducción
institucional de nuestro espíritu crítico; votar es aceptar que uno pierde, es
reconocer que nadie está en posesión de la verdad absoluta y que el otro, con
el que tenemos derecho a disentir, también puede tener razón, hasta la próxima
ronda electoral. Citemos de nuevo a Popper: la democracia no es tanto una forma
de seleccionar a los mejores dirigentes como la certeza de poder deshacerse de
ellos civilizadamente, en una fecha conocida de antemano.
Para ilustrar con una anécdota cómo funciona el pensamiento
crítico, me viene a la memoria un debate, organizado en Madrid por Mario Vargas
Llosa, en defensa del liberalismo. Lo defendió con su conocido entusiasmo. Yo
mismo, liberal, me sentí obligado a contradecirlo, recordando que el
liberalismo, como cualquier filosofía política, solo puede describir una ínfima
parte de la realidad. Ser liberal, añadí, consiste obligatoriamente en
practicar la autocrítica y ser modesto. Solo los 'iliberales' no son modestos y
no comparten nuestros valores. ¿Convencí a Mario Vargas Llosa aquella tarde? Lo
ignoro.
Concluyamos con Ucrania: en nombre de nuestros valores,
Occidente apoya a Zelenski para que algún día los ucranianos puedan, si lo
desean, derrocarlo con sus votos. Los rusos, por el contrario, nunca se
librarán de Putin sin violencia. ¿Compartirían estos rusos nuestros valores si
se les permitiera? En otras palabras, ¿nuestros valores son universales o no?
¿O están necesariamente arraigados en una larga historia? Honestamente, no sé
la respuesta, porque estoy impregnado de los valores críticos de Occidente.