Colombia ha tenido su segunda ronda para elegir al nuevo presidente y el triunfador fue el exalcalde de Bogotá y exguerrillero del M-19, Gustavo Petro. Su plataforma de izquierda se une a la de los presidentes de Chile, México, Ecuador, Bolivia, Argentina, Honduras, aunados a quienes, con banderas socialistas, suprimieron las democracias y se tornaron en dictaduras en Cuba, Venezuela y Nicaragua. Permítame aclarar, socialismo no es sinónimo de populismo.
A lo largo de la historia de las democracias, es claro
que ningún electorado va a cambiar de opción política si la mayor parte de los
ciudadanos están satisfechos con sus perspectivas económicas, sociales y de
seguridad, así como por la percepción de estabilidad y crecimiento de la
población. Esta es la receta perfecta para asegurar la reelección en los países
donde las leyes lo permiten y la mejor plataforma de lanzamiento para los
candidatos del partido en el poder. ¿Quién va a repudiar a un gobierno donde
las circunstancias de la vida diaria han mejorado sustancialmente desde su
ascenso al poder? Las luchas políticas en estas circunstancias son ideológicas,
más de forma que de fondo. La democracia funciona mejor con barrigas
satisfechas, bolsillos llenos y un futuro prometedor.
Estas circunstancias de progreso, estabilidad,
crecimiento, seguridad e igualdad ante la ley hace muchos años que no se
presentan en la mayoría de los países de América Latina.
Gran parte de la población de la región vive cerca o
debajo de la línea de la pobreza. Los gobiernos de centro y derecha que
prometieron crecimiento y bonanza para sus ciudadanos se han quedado cortos. La
economía mundial ha sido vapuleada por la pandemia los últimos dos años y,
recientemente, por el conflicto ruso-ucraniano. Si sumamos la corrupción,
ineptitud, ineficiencia e incapacidad de muchos gobiernos regionales, la mesa
está puesta para las falsas esperanzas que han sido proclamadas por los
políticos populistas, tanto de derecha, como Bolsonaro y Trump, como por los de
izquierda, liderados por López Obrador y Fernández.
La estrategia para
que gane un populista es relativamente sencilla: identificar las necesidades y
carencias esenciales del pueblo, así como los resentimientos sociales para
explotar las fallas de las políticas existentes, crear un enemigo común,
causante de todos los males (normalmente el presidente actual y su candidato
oficialista), prometer igualdad entre la población y un gobierno paternalista
que solucionará las penurias de los votantes. Para esto, se valen de soluciones
simplistas (por ejemplo, decir que para extraer petróleo sólo hay que excavar
la tierra y brotará milagrosamente), utilizar verdades a medias y explotar el
descontento popular en contra del régimen a derrotar. Los empresarios exitosos se
convierten en el reflejo de la disparidad social y muchos de ellos son
transformados en los villanos por excelencia junto con los políticos corruptos,
que le han robado al pueblo “bueno y sabio”.
Las condiciones
sociales y económicas rigen las elecciones y los populistas lo saben (como
dicen en Estados Unidos, It’s the economy, stupid!). Sabiendo que prometer no
encarece, se erigen mesías que rescatarán a la población de todos sus males,
regalando dinero a través de programas sociales. Ese es el queso de la ratonera
política de los gobiernos populistas. Recibir ingresos sin necesidad de
trabajar suena muy atractivo para quienes han sido olvidados y dejados de lado
por los gobiernos de derecha.
Los populistas saben que en la democracia se gana con
votos y en Latinoamérica las masas tienen grandes necesidades. Viene a mi
memoria un adagio utilizado en la industria de la ropa: “Confecciona para el
rico y te harás pobre. Confecciona para el pobre y te harás rico”. Los
populistas lo saben, hay que decirle al pueblo lo que quiere escuchar, no
importa que sea imposible de cumplir, sólo hay que tener suficiente queso en la
ratonera.
Eso es lo que diferencia a un político tradicional de un
populista. Su falta de ética y el cinismo de saber que sus propuestas son
insostenibles y, muchas veces, irrealizables. El saber que no van a cumplir con
la mayoría de sus promesas, con el quebranto económico, social y moral del
país, y el enriquecimiento de sus círculos cercanos. Esa es la trampa y mayor
peligro. Latinoamérica ha caído en ella y no puede soltar el queso, aunque la
ratonera se convierta en dictadura.
*** Carlos Kenny
Espinosa Dondé: Consultor en medios, liderazgo, manejo de crisis y catedrático
de la Universidad Anáhuac