Putin, igual que en su época Pedro el Grande, con quien se compara, solo existe por la guerra. Los europeos parecen no haberse dado cuenta de que, en veinte años, Putin nunca ha dejado de hacer la guerra: en Chechenia, en Georgia, en Siria, en Crimea, en Ucrania y ahora en el Sahel africano.
En 1916 mi padre huyó de Varsovia, cuando Polonia aún
formaba parte del Imperio Ruso, por temor a ser reclutado por la fuerza en el
Ejército del zar. Las redadas de jóvenes en edad de luchar eran entonces el
método habitual para formar ejércitos. Uno de mis tíos, de más edad, fue
movilizado de esta manera por los cosacos en 1904. Partió para luchar contra
los japoneses en Siberia occidental, a pie, como las tropas de Napoleón un
siglo antes. Cuando llegó a su destino cerca de Vladivostok, el conflicto había
terminado y los japoneses habían vencido. En nuestra saga familiar se recuerda
que volvió en tren, en el recién inaugurado Transiberiano. La Rusia de entonces
era una mezcla de costumbres medievales e intentos de modernización, una
búsqueda aleatoria de equilibrio entre el anclaje en Occidente y un pasado de
servidumbre bajo el yugo de los zares y la Iglesia ortodoxa. Este improbable
ejercicio entre los llamados occidentalistas y los eslavófilos nunca ha cesado
y aún persiste. La guerra contra Ucrania lo demuestra; es un manifiesto de
continuidad histórica.
Si van a Moscú, la capital es, sin ninguna duda, una
ciudad occidental, incluso en sus excesos de consumismo, enriquecida por los
ingresos del petróleo. Recuerdo que cuando me reuní allí con Vladímir Putin, al
comienzo de su primer mandato, empleaba un lenguaje occidentalista. Rodeado de
jóvenes tecnócratas, educados a menudo en Estados Unidos, hablaba el idioma de
la alta tecnología y las empresas emergentes. Pero, ayer como hoy, bastaba
alejarse de Moscú, cien kilómetros, por ejemplo, para volver a sumergirse en el
mundo eslavófilo, miserable, sin educación, empapado de vodka, en manos de
popes ortodoxos, de vuelta tras la caída del comunismo. El estalinismo, además,
era una religión eslavófila más que una ideología marxista. ¿Nunca cambiará
nada?
Hoy sabemos que casi todos los soldados rusos enviados a
Ucrania son, como antes, jóvenes atrapados en las lejanas provincias de Asia
Central o del Extremo Norte, minorías étnicas, carne de cañón sacrificada por
Putin, lo que le ahorra reclutar rusos mediante la llamada a filas. La guerra
la hacen buriatos o chechenos, igual que, en la época colonial, los españoles
sacrificaban a los marroquíes y los franceses sacrificaban a los senegaleses.
Rusia es un imperio colonial. Es fácil imaginar el escaso entusiasmo por luchar
de estos mercenarios alistados por una causa que nadie entiende. Pero Putin,
igual que en su época Pedro el Grande, con quien se compara, solo existe por la
guerra. Los europeos parecen no haberse dado cuenta de que, en veinte años,
Putin nunca ha dejado de hacer la guerra: en Chechenia, en Georgia, en Siria,
en Crimea, en Ucrania y ahora en el Sahel africano.
Otra constante histórica, tomada de la panoplia
eslavófila, que encontramos en Putin, es el desprecio por la verdad. Escuché al
presidente Macron, al día siguiente a la invasión de Ucrania, cuando Putin le
había asegurado de viva voz que no iría a la guerra: «¡Entonces, Putin miente
siempre!». Esta ingenuidad del presidente francés demuestra cierta ignorancia
de la historia rusa y la historia de los regímenes totalitarios en general. Los
tiranos, evidentemente, mienten siempre, aunque fingen que respetarán su
palabra y los tratados; su ventaja, provisional, deriva del hecho de que no
respetan nuestras reglas, mientras fingen que las respetarán. Stalin prometió a
Roosevelt y a Churchill que no impondría dictaduras comunistas en Europa del
Este; hizo lo contrario. Del mismo modo que Hitler firmó, en 1938, los acuerdos
de Múnich por los que se comprometía a no anexionar Checoslovaquia, lo que hizo
inmediatamente después. Si Putin ha firmado un acuerdo autorizando la
exportación de cereales de Ucrania desde el puerto de Odesa y al día siguiente
bombardea Odesa, ¿por qué debería sorprendernos? El pacto solo pretendía
distraer la atención de los occidentales.
Para ser totalmente coherente con la tradición
eslavófila, a Putin le faltaba una dimensión esencial: el antisemitismo. Este
descuido acaba de ser reparado por su ministro de Asuntos Exteriores, Serguéi
Lavrov, quien ha señalado que «la agresión de Ucrania contra Rusia» (sic) es un
«complot sionista», que el presidente de Ucrania no es judío por casualidad y
que como Hitler «era de origen judío» (sic), se entiende por qué «los
ucranianos son neonazis» (sic). También se podrían multiplicar las citas de
Putin y su entorno, en particular del patriarca de la Iglesia ortodoxa, que da
a entender que Rusia encarna una civilización superior a cualquier otra,
encargada de salvar el alma del Occidente decadente.
¿Quién se suma a este delirio eslavófilo? No es
mensurable, pero no es demasiado aventurado afirmar que el pueblo ruso,
embrutecido por el alcohol, la pobreza, la propaganda y la falta de educación,
se inclina más hacia los eslavófilos que hacia los occidentales. Tengamos
presente esta continuidad histórica en nuestro apoyo a Ucrania: la guerra no
será larga, será eterna. Y doy gracias a mi padre por huir de Rusia en 1916.