Durante el siglo XX los grandes criminales políticos del mundo fueron hombres, pero también eso estaba destinado a cambiar. Durante el siglo XX, los grandes criminales políticos del mundo fueron principalmente hombres: Adolf Hitler, Josef Stalin, Mao Zedong, Pol Pot, Henry Kissinger, George W. Bush. También eso estaba destinado a cambiar: ahora las mujeres llevan la delantera en cuanto a la ferocidad despiadada con que promueven sus ambiciones de poder. No hemos completado todavía el primer cuarto de siglo, y ya tres nombres rutilantes engalanan el salón contemporáneo de la infamia femenina.
El diccionario de la Real Academia ofrece dos acepciones
para la palabra infamia: la primera, "que carece de honra, crédito y
estimación''; la segunda, "muy malo y vil en su especie''. La segunda
acepción las describe tan perfectamente que parece moldeada sobre ellas; en
cambio, por extraño que parezca, la primera acepción apenas si las ha rozado y,
gracias al telón pudoroso que la gran prensa ha tendido sobre sus personas, el
público masivo no tiene una opinión formada respecto de su reputación.
Sin embargo, las atrocidades que tienen a estas tres
infames como autoras o instigadoras han sido tan desmesuradas, tan
inescrupulosas, tan audaces y tan agraviantes para la condición humana que
hasta varios varones infames se sintieron obligados a repudiarlas públicamente.
Las vidas de las tres aparecen llamativamente entrelazadas. Cada una de ellas
acudió en algún momento en auxilio de otra. "Hay un lugar en el infierno
para las mujeres que no se apoyan recíprocamente", dijo alguna vez
Madeleine Albright, la secretaria de Estado del presidente Bill Clinton. Con
ella, justamente, comienza esta historia.
MENTIRAS EN KOSOVO
Entre marzo y junio de 1999, fuerzas combinadas de la
OTAN bombardearon Yugoslavia hasta obligar a su líder serbio Slobodan Milosevic
a ceder de hecho la provincia de Kosovo al control de un grupo terrorista
albanés conocido por la sigla de KLA. La operación fue concebida desde el
Departamento de Estado norteamericano, en ese entonces a cargo de Madeleine
Albright, y conducida por la OTAN. Respaldada por una intensa y mentirosa
campaña de prensa, Albright acusó a los serbios de promover en Kosovo una
limpieza étnica contra la minoría albanesa. La realidad era exactamente al
revés. Inmigrantes albaneses mayormente musulmanes se habían ido asentando a lo
largo del tiempo en ese territorio históricamente serbio hasta convertirse en
una mayoría hostil a la población original, cristiana ortodoxa, que comenzó a
emigrar.
Ibrahim Rugova, un líder albanés inclinado hacia la
negociación pacífica, buscó y en muchos casos obtuvo libertades políticas
encaminadas a lograr la autonomía de Kosovo en el contexto de la República
Federal Yugolava. Pero pronto fue desafiado por un grupo de estudiantes
extremistas, unidos bajo el nombre de Ejército Kosovar de Liberación (KLA), que
no aceptaban otra cosa que la independencia total y absoluta, y respaldaban sus
reclamos con acciones violentas contra la población y las instituciones
serbias. A pesar de que funcionarios de su propio Departamento de Estado habían
descripto al KLA como un grupo terrorista, Albright vio en ellos el instrumento
ideal para adelantar sus propias ambiciones políticas, que iban mucho más allá
de los Balcanes.
GENOCIDIO
Aunque buscó y logró justificar su campaña contra
Yugoslavia como una defensa de los derechos humanos, de las minorías étnicas y
de las libertades civiles, esas cosas nunca habían tenido un lugar privilegiado
en la agenda de Albright. En 1994, como representante de su país ante la ONU,
se abstuvo de reconocer el genocidio en Ruanda (unos 600.000 miembros de la
minoría tutsi asesinados a manos de los hutus, unas 300.000 mujeres violadas),
hasta que las pruebas fueron abrumadoras. En 1996, declaró en un reportaje que
la muerte de miles de niños en Irak, presumiblemente como consecuencia de unas
sanciones estadounidenses, había sido "un precio justo a pagar'', y en
1998 sostuvo que "si tenemos que usar de la fuerza es porque somos los
Estados Unidos, la nación indispensable''.
El presidente Clinton, que estaba a punto de finalizar su
segundo mandato sin haber arrastrado a su país a una nueva guerra, se involucró
sin embargo en el ataque a Yugoslavia atrapado en un juego de pinzas cuyos
brazos se unían en algún punto: el rastro de semen en el vestidito azul de
Monica Lewinsky y la cargosa insistencia de Albright. Los observadores
coincidían en que sin esa presiones Clinton nunca habría decidido autorizar los
bombardeos. Tan grande era el interés de la secretaria de Estado, y tan intensa
su campaña para conseguir la aprobación del ejecutivo, que en los mentideros
cercanos al Capitolio la guerra de Kosovo pasó a ser conocida como la guerra de
Madeleine.
Respecto de sus objetivos humanitarios, el ejercicio fue
un fracaso: miles de muertos de todos los bandos, decenas de miles de
desplazados, y el nacimiento de un país cuya soberanía no tiene reconocimiento
unánime (tampoco el de la Argentina). Buena parte de la dirigencia del KLA,
entre ellos su líder Hashim Thaçi, terminó acusada e investigada por
violaciones a los derechos humanos y delitos comunes como el tráfico de órganos
y el contrabando de heroína. El Kosovo creado por Albright es hoy,
paradójicamente, un modelo de limpieza étnica: 92 por ciento de albaneses, 96
por ciento de musulmanes, y los monasterios ortodoxos que los serbios habían
erigido allí en la Edad Media destruidos o vandalizados.
Pero, como lo demostraban sus antecedentes, las
preocupaciones de Albright nada tenían que ver con los albaneses ni con los
derechos humanos. Sus ambiciones tenían miras más altas: poner en marcha un
sistema de organización mundial diferente del que había regido desde los años
de la guerra fría, uno que reflejara lo que ella y quienes pensaban como ella
veían como el triunfo indiscutido de los Estados Unidos luego del colapso de la
Unión Soviética, un mundo unipolar diseñado desde la "nación
indispensable'' y sus aliados de la OTAN, e impuesto al resto del planeta, a
las naciones dispensables como Yugoslavia. Era el fin de la historia que
proclamaba (por esos años) Francis Fukuyama.
Antes de Kosovo, el sistema internacional, el lugar donde
los dos bloques que se repartían el mundo dirimían sus conflictos, residía en
las Naciones Unidas, y en especial en su Consejo de Seguridad. Sólo un mandato
de las Naciones Unidas autorizaba la intervención militar en un tercer país. Al
decidir exclusivamente en el seno de la OTAN y al margen de la ONU el ataque a
Yugoslavia, Albright identificó a la alianza atlántica con la "comunidad
internacional'' y le asignó de hecho la potestad de atacar a cualquiera, en
cualquier momento, y por las razones que fueran. El poder de veto que Rusia y
China tenían en el Consejo de Seguridad quedó de pronto pedaleando en el aire.
Las consecuencias de ese episodio se proyectarían sobre
lo que va del siglo, y en especial sobre la guerra en Ucrania, también como
modus operandi. Los terroristas del KLA fueron entrenados desde su misma
aparición en 1996 por los Estados Unidos y Alemania para hostigar a Yugoslavia,
provocar la reacción de Milosevic y denunciar luego violencia étnica. A la
prensa, en su nuevo modelo de negocios, le correspondió el papel de
constructora del relato, con la difusión de cifras falsas, datos fabricados y
fotos engañosas, para presentar ante la opinión pública un conflicto concebido
con propósitos ideológicos y geopolíticos como si se tratara de una defensa de
las libertades y los derechos humanos. Lo mismo que ocurrió con las
revoluciones de colores en la Europa del este, luego con
***Santiago González: Periodista. Editor de la página web
www.gauchomalo.com.ar
https://www.laprensa.com.ar/527527-Tres-mujeres-infames-I-Parte.note.aspx