¿Puede un ignorado pacto de hace 900 años entre Iglesia y Estado seguir determinando la actualidad? Eso cree el politólogo Bruce Bueno de Mesquita en 'La invención del poder' (Siruela), donde analiza las consecuencias del Concordato de Worms (1122). "Gracias a ese acuerdo, Occidente es hoy próspero".
A partir del siglo XV, Europa vivió una serie de hechos
que la llevarían a ser durante siglos lo que los antiguos romanos, con su
habitual humildad, llamaban a su ciudad: caput mundi. El descubrimiento del
continente americano y de nuevas rutas de comercio transoceánico, la invención
de la imprenta y el consecuente auge de la cultura y la civilización y la
Reforma protestante y su expansión del laicismo formaron el caldo de cultivo
que conformaría lo que hoy conocemos por Occidente, término surgido en el siglo
XVI para referirse a los países de cultura de base cristiana, una serie de
territorios que expandió su visión del mundo por todo el orbe y cuyos últimos
coletazos de dominio quizá sean el derrumbe de la Pax Americana que contábamos
en estas páginas hace unas semanas.
"Las sociedades occidentales, sean europeas o no,
tienen sus defectos y cuentan con un amargo pasado de tiranía y represión.
Pero, con todos estos defectos que todavía perduran, acuden más individuos a
Occidente desde todos los rincones del mundo de los que lo abandonan, y la
razón es que Occidente parece haber encontrado la manera de proporcionar a sus
ciudadanos una buena calidad de vida y unos altos niveles de tolerancia,
innovación, prosperidad, felicidad y libertad", sostiene Bruce Bueno de
Mesquita (Estados Unidos, 1946), politólogo, profesor de la Universidad de
Nueva York e investigador principal en la Hoover Institution de la Universidad
de Stanford, cuyo revolucionario y exhaustivo ensayo La invención del poder
(Siruela) se propone resolver el origen de esta "excepcionalidad
occidental".
Lo novedoso que plantea Bueno de Mesquita en esta
investigación que subtitula Reyes, papas y el nacimiento de Occidente es que
los sucesos que tuvieron lugar en los siglos XV y XVI sin duda reforzaron y
propagaron el desarrollo de la excepcionalidad europea. "Pero esos sucesos
no pueden ser el big bang que distanció al continente europeo del resto del
mundo, puesto que la excepcional trayectoria en el terreno social, económico y
político de Europa ya había sido establecida mucho antes de Colón, Gutenberg y Lutero",
defiende el profesor.
¿Dónde, pues, hay que buscar el origen de lo que somos
hoy en día? Según el politólogo, mucho antes, en concreto, hace casi un
milenio, cuando Europa comenzó una andadura que la llevaría de forma imprevista
a separar el poder laico del religioso. "A comienzos del siglo XII, Europa
comenzó a separar sus caminos del resto del planeta, innovando mientras los
demás se estancaban", sostiene Bueno de Mesquita.
"Los líderes de Europa occidental comenzaron, si
bien a regañadientes, a recompensar los cambios y a quienes los favorecían. A
trancas y barrancas, con tropiezos y también con gigantescos pasos atrás, con
mayor o menor acierto en diferentes partes del continente, Europa rebasó a
buena parte del mundo conocido al lograr separar la religión del gobierno y
promover el secularismo, la prosperidad, la libertad y los
descubrimientos".
Las luchas de poder entre Iglesia y Estado empujaron a
los reyes a incentivar la economía y a dar más derechos políticos
Y, como explica La invención del poder, esto no fue el
resultado de algo heroico o revolucionario, ni altruista, ni premeditado, sino
que llegó por medio de un oscuro y casi olvidado acuerdo medieval firmado entre
dos prominentes hombres que únicamente buscaban dinero y poder.
REPARTIR LA AUTORIDAD
"En el nombre de la santa e indivisible Trinidad,
yo, Enrique, por la gracia de Dios Augusto Emperador de Romanos, por el amor de
Dios, de la Santa Iglesia romana y del papa Calixto, y por la salvación de mi
alma, dejo en manos de Dios, de los santos apóstoles de Dios, Pedro y Pablo y
de la Santa Iglesia católica toda investidura por el anillo y el báculo y
prometo que, en todas las iglesias del reino o del Imperio, la elección y la
consagración serán libres".
"Yo, Calixto, siervo de los siervos de Dios, de
acuerdo a vosotros, mi querido hijo Enrique, por la gracia de Dios Augusto
Emperador de Romanos, garantizo que las elecciones de obispos y abades del
reino teutón que pertenecen al reino tendrán lugar en vuestra presencia sin
simonía y sin ninguna violencia; si se produce alguna discordia entre los
partidos según el consejo o la sentencia del metropolitano y de los obispos
provinciales, daréis vuestro asentimiento y vuestra ayuda a la parte más digna.
Que el elegido reciba de vosotros las regalías, fuera de toda coacción por el
cetro, y que cumpla los deberes a que esta obligado".
He aquí dos extractos del Concordato de Worms, un
documento firmado en 1122 en esta ciudad alemana por el emperador del Sacro
Imperio Enrique V y el Papa Calixto II, cuyo original se encuentra hoy en el
Archivo Apostólico Vaticano. Con él, se ponía fin a la Querella de las
Investiduras, la lucha de casi medio siglo entre papado e imperio por ver quién
era la autoridad suprema de la cristiandad europea.
"Desconocido para prácticamente todo el mundo, salvo
los estudiosos del Medievo, de ningún modo el tratado apelaba explícitamente a
la creación de la prosperidad, la libertad y la tolerancia, sino que se
limitaba a decir en puridad tres cosas", explica el profesor. "En
primer lugar: la Iglesia católica se arrogaba el derecho exclusivo de nombrar a
los obispos. En segundo lugar: el Sacro Emperador Romano, junto con algunos
otros reyes, estaba en su derecho de aceptar o de rechazar al candidato. En
tercer lugar: si se rechazaba al obispo recién nombrado, el gobernante secular
de la diócesis católica pertinente tenía que asegurar los ingresos del obispado
hasta que fuera nombrado y tomara posesión de su cargo un obispo
aceptable".
UN DELICADO EQUILIBRIO
¿Cómo un acuerdo sobre quién otorga el dominio a los
obispos pudo tener tanta trascendencia? Ridículo, ¿verdad? No tanto si tenemos
en cuenta el contexto. Por un lado, está el poder y el prestigio, que en esta
época medieval, el siglo XII, se basaba más en la fuerza militar y la
diplomacia que en otra cosa. Los reyes de entonces no eran los monarcas
absolutistas ungidos por Dios de siglos después, sino señores feudales a los
que otros nobles juraban vasallaje siempre que cumplieran ciertas condiciones. Un
primus inter pares cuya corona siempre estaba en entredicho. Y una excomunión
papal, como sucedió más de una vez en esta acerada lucha, libraba a estos
súbditos de sus obligaciones. Eso, sin contar con el miedo al infierno que
imperaba en una sociedad que creía a pies juntillas en los dogmas cristianos,
los pecados y la vida eterna. En la salvación... o la condena.
Pero, además, estaba el dinero, claro. El poder
eclesiástico (obispos, abades de los ricos monasterios y otros dignatarios)
disponían de cuantiosas rentas y de gran influencia social y política que tanto
el Vaticano como los diversos reyes querían controlar. Así, si un obispo era
fiel a su rey, refrendaba sus órdenes y ponía a su disposición soldados y
rentas. Pero si lo era al Papa, el dinero iba a Roma, y el obispo podía
malquistar a la población de su diócesis con su señor laico.
"Es decir, los nuevos obispos se debían al Papa en
lo religioso y al soberano laico en lo civil. Un poco como aquella frase de
Jesús: dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Así, el
Concordato de Worms incentivó a la Iglesia a intentar limitar el crecimiento
económico y a los gobernantes seculares, justo lo contrario, a promover el
crecimiento económico como camino para mejorar su influencia política sobre la
de la Iglesia".
Este delicado equilibrio era complejo, como demuestra la
propia historia. Mientras que las autoridades temporales estaban interesadas en
aumentar la riqueza de sus territorios para aumentar su poder de negociación
sobre la Iglesia y eventualmente romper con Roma, el Papa tenía interés en
mantener a raya el desarrollo económico. "Se llegó a un punto en el que
había tanta riqueza que los reyes ya no estaban interesados en cambiarla por
poder político", sostiene el autor.
Cuando las personas pueden tener ideas contrarias a la
autoridad política o religiosa, la sociedad sale siempre ganando
Bueno de Mesquita sazona su ensayo con elocuentes
ejemplos, como el llamado Cisma de Occidente, la mayor crisis de la Iglesia
europea, que desembocó en el Papado de Aviñón (casi 70 años en los que los
papas estuvieron bajo control del rico y poderoso rey de Francia en esta
ciudad) o la más conocida Reforma protestante, que resultó en una ruptura total
con Roma de buena parte de los países del Norte del continente y en sangrientas
guerras finalizadas con la Paz de Westfalia, que daría lugar al concepto de soberanía
nacional y sería el marco de convivencia internacional hasta el siglo XIX.
A partir de aquí, Bruce Bueno de Mesquita pone al
servicio de su tesis toda su experiencia diplomática, sus conocimientos como
especialista en gestión política y asesor de la Casa Blanca, para explicar cómo
todos estos eventos condujeron a la prosperidad posterior y actual de
Occidente.
UN MODELO DE PRESENTE
"Para lograr el crecimiento económico necesario para
obtener el control político, los gobernantes seculares tuvieron que persuadir a
sus súbditos para que mejoraran la productividad. Una forma clave de hacerlo y,
al mismo tiempo, evitar la rebelión probable si se aumentaran los impuestos,
fue otorgar a cada vez mayores capas de la población una mayor participación en
cómo se utiliza la riqueza generada por su trabajo, y la forma de hacerlo
resultó ser la concesión de derechos y la creación de parlamentos y otros
órganos representativos", explica.
Es decir, paulatinamente se produjo un crecimiento del
comercio, la innovación y el reparto de riqueza, el auge de los parlamentos y
la consecución de derechos civiles y políticos. La riqueza hizo posible que los
reyes se separaran de la Iglesia, pero era un arma de doble filo porque también
empoderaba a los sectores de la población recientemente enriquecidos, como
demostrarían las revoluciones de los siglos XVIII y XIX. "Sin embargo, a
pesar de los conflictos, la tendencia siempre fue avanzar hacia lo que aquellas
partes de Europa que firmaron el Concordato son hoy: muchos de los países del
mundo con ingresos per cápita más altos, menos corrupción y un gobierno más
responsable".
Pero más allá de esta lectura del pasado con ecos en el
presente, ¿qué nos dice hoy el revolucionario argumento del politólogo?
"Tanto la lógica como la evidencia apuntan firmemente a los efectos
beneficiosos de la competencia entre poderes y la separación entre los
intereses estatales y religiosos", sostiene. "Países donde el Estado
es religión y sin competencia política interna, como Rusia o China, u otros
donde lo religioso es dominante, como ocurre en Oriente Próximo, aún están a
tiempo de aprender de los beneficiosos incentivos desarrollados en los
concordatos. Mi tesis demuestra que, aunque sea por intereses económicos del
poder, cuando las personas son libres de tener y actuar según ideas, ya sean
políticas, económicas o religiosas, que difieren de las que tienen las
autoridades estatales o alguna otra fuente de poder, como las autoridades
religiosas, toda la sociedad sale ganando. El modelo puede trascender a
Occidente".