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28/11/2006 | El significado del viaje a Turquía de Benedicto XVI

José María Beneyto

EL viaje de Benedicto XVI a Turquía es un acontecimiento no solamente espiritual o religioso, sino de una profunda connotación histórica.

 

¿Por qué llevar a cabo este viaje, aparentemente tan poco aconsejable desde la perspectiva de la incomodidad y del riesgo personal, o desde una interpretación meramente «política» o en términos de popularidad?

La razón oficial de la visita de Benedicto XVI a Turquía durante cinco días, del 28 de noviembre hasta el 1 de diciembre, su quinto viaje apostólico, es el encuentro con el Patriarca ortodoxo de Constantinopla, Bartolomé I. El momento central será la firma de una declaración común con la máxima autoridad de la Iglesia Ortodoxa, que exprese la voluntad de reconciliar a las dos principales confesiones cristianas, separadas formalmente desde el año 1054, y que se espera suponga un avance significativo en las relaciones entre católicos y ortodoxos. Muestra de la excelente relación personal existente y de los avances teológicos alcanzados es el hecho que tanto el Papa romano como el Patriarca griego participarán en la liturgia respectiva que presida cada uno de ellos.

El viaje se enmarca por tanto dentro de uno de los objetivos principales del sucesor de Juan Pablo II, el ecumenismo cristiano, el acercamiento entre católicos, ortodoxos y protestantes sobre la base de una fe común y de la superación de las circunstancias históricas que llevaron a la desunión.

Hay un segundo motivo explícito. Se trata de realizar un testimonio con la presencia personal en favor de la libertad religiosa de las minorías cristianas que viven en Turquía, bajo condiciones habitualmente difíciles. La población cristiana de la actual Turquía, que se estima asciende a ciento cincuenta mil fieles, todavía era significativa a principios del siglo XX (alrededor del 30 por ciento del total de habitantes), antes de que el genocidio armenio y el intercambio de población de origen griego y turco sancionado por el Tratado de Lausana de 1923, redujera a una exigua minoría a los católicos (hoy tan solo, treinta y dos mil) y a los ortodoxos de procedencia armenia, griega y siria. Una pequeña minoría, necesitada de todo el apoyo que pueda recibir del Vaticano, esparcidos en un territorio que fue el lugar de máxima expansión del cristianismo primitivo, de celebración de los primeros Concilios, y de testimonio de los primeros santos y mártires.

Desde esta perspectiva, por tanto, se trata de un viaje de dimensión fundamentalmente espiritual y religiosa, de reencuentro con las raíces históricas de la fe cristiana, dimensión a la que obedece la visita a la antigua ciudad de Antioquía, a Éfeso y Esmirna, y a la Catedral (después mezquita, hoy museo) de Santa Sofía.

Pero es obvio que el viaje tiene además, desde el discurso pronunciado en Ratisbona hace dos meses y medio, y en el contexto de la emergencia del radicalismo islámico y de los últimos ejemplos de aumento de la tensión político-cultural entre el islam y Occidente, una significación añadida. Cuando Juan Pablo II realizó su célebre visita al Patriarca Atanágoras en 1979, en ninguno de sus discursos pronunció la palabra «islam». En el actual momento histórico, la cuestión de la naturaleza político-religiosa del islam, su capacidad de aceptación plena de las libertades democráticas fundamentales —en particular, la igualdad hombre-mujer y la libertad religiosa—, la posibilidad de un diálogo interreligioso e intercultural que supere el conflicto, e incluso las negociaciones para el ingreso de Turquía en la Unión Europea, con sus consecuencias modernizadoras y las reacciones opuestas que se generan entre determinados sectores de la población turca, constituyen un contexto ineludible.

Hay que volver a analizar con calma el discurso universitario de Ratisbona, para comprender mejor la lógica subyacente al viaje.

En él, Benedicto XVI establecía un paralelismo interno entre el desarrollo histórico que llevó al encuentro entre la racionalidad griega y la fe bíblica en los primeros siglos del cristianismo (en los territorios del Asia Menor profundamente helenizados que ahora visitará), que hizo posible el enraizamiento de la fe cristiana en un determinado molde cultural e histórico. La alianza de la fe bíblica y la razón griega, la unión entre Atenas y Jerusalén, dio origen a Europa y a la cultura europea de los últimos veinte siglos, y por extensión, a lo que hoy denominamos «Occidente». Y sigue siendo su fundamento.

Según el pensamiento de Benedicto XVI, durante la época helenística, la fe bíblica salió desde sí misma al encuentro de lo mejor del pensamiento griego, hasta llegar a un contacto recíproco. Y esta unión recíproca tuvo lugar a pesar del conflicto con los soberanos helenísticos, que querían obtener por la fuerza la adecuación al estilo de vida griego y el culto a los ídolos orientales.

Para Benedicto XVI, ese es un momento trascendental para el naciente cristianismo y un paso decisivo no sólo para la historia de la Revelación y de las religiones, sino también para la historia universal. Se trata del encuentro entre fe y razón, entre una ilustración «auténtica» —una ilustración cuya racionalidad no se halla reducida— y la religión. Así, partiendo del núcleo mismo de la fe cristiana y del núcleo del pensamiento griego, se puede decir, según Benedicto XVI, que no actuar de acuerdo con el logos, con la razón, «es contrario a la naturaleza de Dios».

Ese logos es un logos lleno de amor por los hombres —ahí radica la especificidad cristiana, el carácter personal y caritativo de la relación— y es por ello una razón que no abdica de abrirse a los otros ámbitos de la experiencia humana, esos ámbitos —cabría añadir— de las experiencias personales y existenciales, del eros, del arte, de lo sagrado y de la realidad de la fe, que fueron marginados por la reducción moderna del logos a la racionalidad científico-técnica. Para Benedicto XVI, la vigencia de este logos es la gran esperanza para el siglo XXI y el punto de encuentro con nuevas realidades culturales e históricas, como el islam.

En efecto. Partiendo del presupuesto de la universalización de la religión y de los derechos humanos, para el teólogo Ratzinger, la relación entre las tres «Leyes» o los tres «órdenes de vida» correspondientes al Antiguo y el Nuevo Testamento y al Corán es posible, siempre y cuando se esté dispuesto a aceptar la religión intrínsecamente unida a la razón, una perspectiva compartida asimismo por las mejores tradiciones del islam. Es decir, siempre y cuando se admita que el mismo Dios al que cristianos y mulsulmanes elevan sus plegarias no es un Dios arbitrario, un Dios exclusivamente trascendente, ajeno y diverso al mundo, sino un Dios que está vinculado con la verdad y el bien, y no con la violencia.

El encuentro y la declaración común con el Patriarca Bartolomé I y otras autoridades religiosas ortodoxas, la reunión con el Gran Rabino de Turquía, así como el encuentro con los líderes políticos y la población turca, suponen por todo ello una gran manifestación de la voluntad de Benedicto XVI de defender, desde la tolerancia, el diálogo y el respeto mutuo, los derechos humanos y la propia identidad, en la convicción de que el logos bíblico es patrimonio de toda la humanidad.

ABC (España)

 


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