La situación hoy no es menos compleja que hace meses. México está polarizado y el conflicto se traduce en profundos enfrentamientos políticos como el que se ha dado en estos días. Legisladores y simpatizantes panistas y perredistas durmieron la noche del jueves en la tribuna del Congreso de los Diputados de la Federación, tras agredirse violentamente por conquistarla con la aparente intención de controlarla de cara a la asunción presidencial.

Los mexicanos están desilusionados y no sin razón. Lo que fue el intento de construcción de una democracia perfecta, con actores políticos benévolos, instituciones que funcionaban siguiendo las reglas de juego, que habrían el camino hacia un sistema plural y competitivo, chocó contra la realidad. La propia práctica política así como también la ausencia de aplicación de algunas de las leyes más importantes en relación al proceso electoral se llevó por delante las intenciones (e ilusiones) de los demócratas mexicanos. Esto puso en evidencia que el comportamiento político no puede ser encorsetado por reglas e instituciones. El cambio de reglas electorales no fue suficiente. Los cambios debían haber sido acompañados por modificaciones en los valores, en la manera de hacer y entender la política. Hubo una visión muy romántica de la democracia y de la capacidad de las instituciones para moldear los comportamientos políticos.

Pero esta no ha sido la única desilusión. También lo fue respecto a la posibilidad de potenciar a la izquierda como gobierno, luego de décadas de trabajo para transformarla en una opción de poder y frente a la sensación de un sector de la sociedad que ve que AMLO se ha licuado su capital político al no asumir su papel de principal líder de la oposición mientras que otro sector de la sociedad (tan importante como el primero) lamenta que Calderón no haya sido el principal impulsor de un recuento voto por voto que hubiera podido ahuyentar dudas respecto al resultado, lo que le hubiera dado más legitimidad (y fuerza) al momento de asumir el cargo.

Si bien nadie defiende hoy la tesis del fraude, la mayoría reconoce las serias irregularidades en el proceso electoral y el modo en que diversos actores (empresarios, medios de comunicación, el propio presidente Fox) intervinieron sobre él. Al mismo tiempo resaltan el modo en que los competidores maximizaron sus intereses durante la campaña, comportándose incluso de manera semileal (aun cuando a largo plazo esos mismos comportamientos no les beneficien) o el silencio de las autoridades por no penalizar determinados comportamientos que se encuentran reglamentados por la ley. Aún cuando sea discutible la naturaleza de esas leyes que restringen la competencia intrapartidista, lo cierto es que hay dudas respecto a la legalidad del proceso.

Como me dijo mi buen amigo, el voto es importante pero el proceso de construcción de esa decisión electoral lo es mucho más. “Si sólo importara el voto, si sólo nos preocupara los resultados electorales, no hubiéramos hecho todo lo posible para salir del régimen priísta”. Es por eso que preocupa el comportamiento de la clase política y la acción (e inacción) de las autoridades electorales. Los mexicanos están desilusionados. Sienten que el esfuerzo de décadas se ha tirado por la borda y que va a ser muy complejo y laborioso restituir la confianza en las instituciones. Como me decía un profesor en Argentina: el problema de desilusionarse es que alguna vez uno se ilusionó. Me niego a creer que no valga la pena ilusionarse con la posibilidad de una democracia de calidad en México. Pero quizás es momento de volver a empezar, revisar lo que se ha hecho y ser un poco menos romántico respecto a lo que se puede esperar de la democracia.
 
Este artículo es una síntesis del publicado en http://www.infolatam.com/