Más allá del convulsionado clima político boliviano que se creía robaría protagonismo a la reunión presidencial y que acabó siendo sólo como música de fondo, fue el hastío por reuniones de este nivel —sin precisiones objetivas— lo que amenazó desde un principio el éxito de la Cumbre de Cochabamba. El propio recientemente electo presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, reconocería la "recaída de las reuniones" que no llegan a concretar la hasta ahora idealizada integración de naciones latinoamericanas. Es difícil, dijo. Las divergencias entre las naciones no son fáciles de resolver, advirtió.

La retórica se impuso, una vez más. Y fue el presidente uruguayo, Tabaré Vásquez, quien diera el primer golpe en el clavo de la reflexión. Y allí comenzó la autocrítica sobre el camino transcurrido hasta el momento. Viendo que la integración en sí misma no es nada sino más bien una herramienta por la cual se busca un objetivo. Y por ello no dudo en decir "nos integramos buscando mejorar la calidad de vida de nuestra gente" y reconociendo que los líderes de la región estuvieron —y están— en un marasmo de discursos y pocas intenciones.

A la autocrítica se sumaría —con clásico estilo— el mandatario venezolano, Hugo Chávez, que no puede abandonar su carácter y no sin antes solidarizarse con el difícil momento político de su par boliviano, también se dispuso a sacudir la mesa en cuyo rededor sólo estaban sentados ocho presidentes latinoamericanos.

Digamos la verdad, no hay proyecto (latinoamericano), fue la sentencia. "No sabemos hacia dónde vamos". No tiene forma, ni estructura la comunidad latinoamericana. Ni siquiera un nombre. Así, Chávez concluiría por encontrar la punta del ovillo de una reunión que terminó, una vez más, en reconocer que los pasos que se han dado no representan nada para el proceso de integración, en el contexto de cambios que vive la región.

Y en este punto habrá que reconocer que el Jefe de Estado de Uruguay no se equivocó al señalar que los culpables no están en el imperio de turno, sino en los líderes de la región cuya incapacidad, omisión y complicidad no pueden alcanzar las decisiones ni la voluntad política suficiente para darle "un nombre y un apellido" a la comunidad de naciones latinoamericanas.

A esa angustia colectiva flotando en la II Cumbre Sudamericana de Cochabamba habrá que reconocerle la franqueza de las intervenciones presidenciales de sus participantes.

Ante tales evidencias urge imponer un nuevo modelo de integración, cuya metodología sea distinta, abandonando el discurso unilateral como sostuvo la presidenta de Chile, Michelle Bachelet. Y es cierto, la angustia debe ser constructiva no sólo para evidenciar la sensación de urgencia sino para definir, de una vez por todas, los objetivos de la comunidad latinoamericana que debe concretar los esfuerzos en hechos reales.