Bolivia está viviendo una crisis de Estado. Se diferencia de otras crisis sociales por su complejidad y su carácter estructural.
No estamos padeciendo los rigores de una crisis de gobierno más, como equivocadamente suelen suponer los actores políticos involucrados circunstancialmente. Éstos mismos creyeron, en el pasado inmediato, que al cambiar un “mal” gobierno por un “buen” gobierno, todo retornaría a su lugar y que los problemas de gobernabilidad que sufrimos desaparecerían como resultado de la aplicación de nuevas, mejores y más eficientes políticas públicas. No fue así y nos encontramos en el mismo lugar que hace un año… hemos dado vueltas en redondo.
Sucedió esto porque las élites políticas, sociales y económicas no alcanzan a comprender el carácter y las implicaciones de la crisis por la que nuestro país atraviesa. Mantienen su cortedad de vista y, confundidos por el follaje inmediato, no alcanzan a distinguir la majestad del bosque que se abre más allá de sus narices.
No es la primera vez que Bolivia transita por una situación de la naturaleza descrita. Por lo menos en tres anteriores oportunidades el Estado Nacional hizo crisis para resurgir renovado y portador de nuevos paradigmas y hegemonías. Primero, luego de la cruenta lucha por la independencia en la que transitamos del Estado Colonial a la República. Segundo, después de la traumática Guerra del Pacífico, a partir de la cual avanzamos al Estado Liberal. Tercero, a continuación de la Guerra del Chaco, desde donde llegamos al Estado Nacionalista Revolucionario.
Nos hallamos pues en las postrimerías de la transición del Estado Nacionalista Revolucionario a… nadie sabe qué. La situación de perplejidad, angustia y desencanto que vive Bolivia es el resultado de un tiempo en que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Realmente es muy difícil saber, en estos días confusos, si al caminar vamos pisando cenizas o semillas.
Todos intuimos, sin embargo, que “algo grande” está por suceder, algo que nos deja con una mezcla de ansiedad, temor y esperanza. Tal vez persuadidos por esa aprehensión generamos un espacio de deliberación pacífico y democrático que nos permita contar con un escenario institucionalizado para que se produzca el parto del nuevo Estado, sin vulnerar los principios fundamentales de una sociedad moderna y civilizada y sin renunciar a los sacrificados y costosos avances logrados en materia de desarrollo democrático y cultura política de los últimos años.
Alguna bendita pulsión nos indicó que no teníamos por qué resignarnos a que la violencia sea la insustituible partera de la historia. Acicalados por el ejemplo de Sudáfrica, diseñamos una Asamblea Constituyente como escenario ideal para la resolución de nuestras querellas. Una Asamblea en la que reconstruyamos el contrato social fracturado, en la que nadie se sienta derrotado, en la que el odio y el espíritu de revancha se tornen en concertación, fraternidad y unidad.
Todo ello ahora está en veremos… otra vez los jinetes del Apocalipsis, dos por la derecha y otros dos por la izquierda, nos amenazan con sus guadañas. ¿Podremos resistir esta vez su embate?