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03/02/2007 | El empresario norteamericano Steve Forbes desnuda los mitos del colectivismo frente al libre mercado - ''El mercado libre obliga al individuo a mirar hacia el futuro y a asumir riesgos''

Diario Exterior Staff

El gran debate continúa en el siglo XXI, a pesar de la consabida superioridad del mercado libre como proveedor de prosperidad, porque una serie de concepciones erróneas impiden que el capitalismo democrático sea visto como un sistema moral. Desvirtuar las concepciones erróneas debe ser nuestra prioridad en el debate de los años venideros.

 

El gran debate económico del siglo XX enfrentó a los colectivistas con los defensores del mercado libre. Desde cierta perspectiva los segundos ganaron. Cuando cayó el Muro de Berlín en 1989, el mundo constató que el socialismo soviético había sido un fracaso catastrófico y un asesino de masas. Pero desde otra perspectiva el debate prosigue. El capitalismo democrático aún no ha erradicado el ideal colectivista.

Al inicio del siglo pasado parecía que el mercado libre estaba ganando adeptos en todas partes, pero dos acontecimientos dieron nueva vida al colectivismo:

La Primera Guerra Mundial desangró a los pueblos e hizo germinar las semillas del comunismo, del fascismo, del nazismo, incluso del fundamentalismo árabe que enfrentamos hoy. Como una droga intoxicante, la guerra llevó a grupos de occidentales a pensar que la administración de los asuntos, en manos de un puñado de individuos en el gobierno, sería más efectiva que la gestión desorganizada de los pueblos libres. Muchos creyeron que al incrementar masivamente los poderes del gobierno y los impuestos, los recursos financieros de la sociedad serían asignados en forma planificada y se lograrían aumentos masivos de la producción. La Gran Depresión fue el segundo acontecimiento del siglo XX que fortaleció el colectivismo. Muchos atribuyeron este fenómeno devastador a fallas del mercado libre, cuando las fallas había que buscarlas en las políticas erradas del gobierno. Por ejemplo, la tarifa Smoot Hawley paralizó los flujos de capital hacia dentro y hacía fuera de los Estados Unidos. El colapso de la bolsa de Nueva York, en 1929, se gestó paralelamente con la iniciativa Smoot-Hawley. Cuando el Congreso la conoció, en el otoño de 1929, los mercados se desplomaron. Cuando fue engavetada temporalmente, los mercados se fortalecieron y el índice Dow Jones recuperó 50% de lo perdido.

En la primavera de 1930 la ley fue promulgada y los mercados volvieron a desplomarse. Por supuesto, otros factores contribuyeron a la Gran Depresión, entre ellos el aumento descomunal de los impuestos decretado en 1931 por el gobierno del Presidente Hoover. He aquí otra política errada del gobierno, pero muchos suponían que la interferencia del gobierno libraría a la sociedad del desplome económico. John Maynard Keynes, quien inspiró la planificación económica y la redistribución del ingreso que padecemos hoy, equiparaba la economía a una máquina. Con aumentos y retiros oportunos de cantidades de dinero, la máquina alcanzaría el equilibrio. Las consecuencias de estas ideas nos han empobrecido.

En la misma época, Joseph Schumpeter y otros economistas de renombre reconocieron que la economía es un conjunto de actividades dispersas y que, si bien la idea del equilibrio económico puede servir para estructurar una teoría atractiva, en la práctica es un disparate. Una economía saludable es un conjunto de desequilibrios sucesivos. En todo momento, unas empresas crecen, otras decaen, y todo está en constante cambio. Las fotografías instantáneas no contienen la información necesaria para comprender la evolución económica.

En el mundo real, los mercados operan de manera racional y eficiente. Los reguladores gubernamentales no pueden manejarlos. En los Estados Unidos, después de la Segunda Guerra Mundial, muchos pensábamos que correspondía al gobierno administrar la economía para evitar el colapso pero, al final de la década de 1970, los destrozos causados por la inflación y los impuestos elevados habían cambiado nuestra percepción. La elección de Ronald Reagan, en 1980, rescató a los Estados Unidos de la economía keynesiana. Desde entonces, Europa Occidental se ha estancado. Por ejemplo, su creación de empleos privados ha sido mucho menor que en los Estados Unidos. Allá, la economía languidece. Aquí, la vitalidad económica está a la vista de todos. Sin embargo, el capitalismo democrático continúa a la defensiva. ¿Por qué?

¿Es bueno el capitalismo democrático?

El capitalismo es vulnerable, entre otras razones, porque es percibido como algo inmoral. En la película Wall Street, que pinta una visión común del mundo de los negocios, el actor Michael Douglas declara que la avaricia es cosa buena. La opinión generalizada es que el capitalismo ensalza el egoísmo. Se le tolera porque crea empleos y prosperidad, pero se le equipara al regalo que Fausto recibió del demonio. Desde esta perspectiva, la caridad y el capitalismo son polos opuestos. Una expresión recurrente en el mundo de los negocios yo mismo la he pronunciado de vez en cuando por distracción encierra la idea de "devolver" a la comunidad algo de lo que ha logrado un empresario exitoso. La caridad es algo bueno, por supuesto. En problema con la palabra "devolver" es que lleva implícita la idea de que el éxito en los negocios equivale a haberse apropiado de algo ajeno. Encontramos la misma idea en esta afirmación cínica: "Detrás de cada gran fortuna se esconde un gran delito". Estas visiones del capitalismo democrático no son correctas.

Por el contrario, la filantropía y el capitalismo son dos caras de la misma moneda. En una economía de mercado, el éxito en los negocios es la contrapartida de la satisfacción de necesidades y deseos de otros. Nadie puede tener éxito a menos que suministre bienes o servicios que la gente desea. Ni siquiera pensamos en las redes intrincadas de cooperación que establece el mercado. Tomemos, por ejemplo, al individuo que abre un restaurante. Confía en que los granjeros le proporcionarán la materia prima y otras personas se encargarán de preparar la comida, de empacarla, de servirla o de entregarla a domicilio, gracias a la gasolina proporcionada por alguien más, y podríamos extender la telaraña de transacciones mucho más allá. Son redes maravillosas de cooperación que surgen todos los días a través de la economía. Nadie las diseña. Nadie las supervisa. Ocurren espontáneamente. Schumpeter y otros economistas lo comprendieron.

Por otra parte, el mercado libre obliga a los individuos a mirar hacia el futuro y a asumir riesgos. No son los avaros los que establecen empresas como Microsoft. No debemos tachar de inmorales a los individuos que trabajan para beneficio propio y de sus familias. Nacemos con talentos recibidos de Dios y es propio que desarrollemos plenamente nuestros talentos. He aquí la gran virtud del capitalismo democrático: Garantiza que al desarrollar nuestros talentos contribuimos al bienestar ajeno. Las estadísticas muestran que los Estados Unidos son, a la vez, la nación más comerciante y la más filantrópica de la historia humana. No se trata de una paradoja. Comercio y filantropía van de la mano.

Otra vulnerabilidad del capitalismo democrático es que, si bien genera progreso y eleva el nivel de vida de la sociedad, el progreso suele ser perturbador. Los colectivistas saben explotar la resistencia natural al cambio. En el siglo 19, la revolución industrial fue vilipendiada en innumerables pinturas y escritos que ensalzaban la agricultura pastoral del pasado. Cuando aparecieron los ferrocarriles y más tarde los automóviles, las carretas tiradas por caballos cayeron en desuso. Si hubiera existido entonces el programa de televisión 60 Minutos, seguramente habría fustigado a Henry Ford por haber dejado sin trabajo a los fabricantes de carretas y los herreros. A mediados del siglo pasado, las salas de cine quebraron por el advenimiento de la televisión. Ahora, Internet pone en aprietos a los periódicos y a las empresas tradicionales de publicidad.

Las perturbaciones son inevitables en el mercado libre. El reto político es dejar que ocurran en vez de detener el progreso.

En décadas recientes, los colectivistas han enarbolado la bandera del medio ambiente para promover sus objetivos. Todos deseamos aire puro y agua limpia. Proteger elefantes y tigres también es cosa buena. Pero denuncio a los que buscan controlar la economía invocando la conservación del medio ambiente. Hubo una época en que los socialistas amenazaban con infierno y condenación a quienes no se afiliaran a su nueva religión post cristiana. También a ellos los habría denunciado. Si realmente queremos mejorar el medio ambiente, son contraproducentes las acciones que apuntan a incrementar las regulaciones del gobierno o a destruir las fábricas. La riqueza es amiga y no enemiga del medio ambiente. Cuando aumenta la riqueza de la sociedad, la gente quiere vivir mejor, y un medio ambiente diáfano es parte de vivir mejor. Las nuevas tecnologías ayudan a lograrlo. Consideremos la costa este de los Estados Unidos.

Allí, en los últimos ochenta años, la población se ha duplicado y en algunas áreas se ha triplicado. Hay más desarrollo inmobiliario, más centros comerciales, más urbanización, pero también hay más árboles. La tecnología, que nos permite producir mayores cantidades de alimentos en menores extensiones de tierra, contribuye a la preservación del medio ambiente.

Otros mitos colectivistas

Quiero ahora referirme a otros tres mitos que promueven el colectivismo. El primero define la demanda como el motor del crecimiento económico. Los economistas colectivistas se refieren con frecuencia a la "demanda agregada" que, según ellos, impulsa el crecimiento. Seguidores de Keynes, ven a la economía como una máquina. Sin embargo, la economía es el conjunto de decenas de millones de individuos, millones de comercios, millones de tecnologías. Nadie sabe cómo se combinan las voluntades diariamente. Nadie puede predecir cuáles decisiones llevarán al éxito ni cuáles llevarán al fracaso. ¿Acaso alguien pudo concebir eBay hace diez años? Hoy, sin embargo, casi medio millón de individuos se ganan la vida a través de eBay. Cuando apareció Google, había otras diez máquinas de búsqueda en operación. ¿Quién habría pensado que el mercado necesitaba una más? Pero Google encontró la forma de sobrepasar a las que les habían antecedido. La clave es la innovación. Se trate de ferrocarriles, automóviles, computadoras, Internet o iPods, el camino de la innovación es arriesgado y tortuoso, pero sólo recorriéndolo se puede saber cuáles cosas hallarán respuesta en el mercado y cuáles no.

Otro mito colectivista se relaciona con el comercio internacional. Si yo fuera el dictador del universo —no podría serlo porque creo en la primera enmienda de la Constitución— eliminaría todas las cifras del comercio internacional, empezando por las que cuantifican el comercio de mercancías. Referidas a la balanza comercial, esas cifras nos hacen creer que el superávit es como una ganancia y el déficit como una pérdida. Pero el comercio internacional no se desarrolla entre países, sino entre empresas o individuos radicados en países diferentes, y es absurdo diferenciarlo del comercio que se da entre empresas o individuos en el interior de un país. Por ejemplo, la revista Forbes compra papel. Durante sus 88 años de existencia ha mantenido un déficit comercial con sus proveedores de papel. Si nos fijamos solamente en ese déficit, podríamos concluir que a la revista le va muy mal, pero si nos fijamos en ambas partes de la transacción, comprendemos que el déficit es una ilusión. El proveedor nos vende papel para obtener un beneficio, y nosotros le compramos papel para obtener un beneficio. Por lo tanto, se trata de una transacción mutuamente beneficiosa, aunque para una de las partes represente un déficit. Consideremos ahora un libro escrito en Nueva York e impreso en Taiwán para el mercado de los Estados Unidos. Las cifras del comercio internacional sugieren un déficit de $2.00 por ejemplar en nuestra balanza comercial con Taiwán, pero cuando el libro regresa a los Estados Unidos, se vende al público por $24.95. El valor agregado se queda en los Estados Unidos. El autor, la casa editora, el distribuidor, las librerías.. todos ganan. Algo parecido ocurre con los hipos. Sus componentes se fabrican en el extranjero, pero la mayor parte del valor agregado se queda aquí, en los Estados Unidos. En términos generales, las cifras del comercio internacional muestran que nuestro país ha tenido un déficit comercial en 350 de los últimos 400 años, y nos ha ido muy bien, gracias.

Por último, me referiré a otro mito: El déficit fiscal. Milton Friedman dijo hace tiempo que si tuviera que escoger entre un presupuesto federal deficitario de un trillón de dólares, y uno balanceado de dos trillones de dólares, escogería el primero. El déficit fiscal no es malo en sí mismo. Es, tan solo, el reflejo de algo que sí es malo: La incapacidad de Washington para moderar sus gastos. Fuera de contexto, ese déficit suele usarse como pretexto para elevar los impuestos.

Los principios de la prosperidad

Permítanme ahora referirme a cinco principios básicos del crecimiento económico. En primer lugar está el Estado de derecho. Sin la igualdad de todos los individuos ante la ley, los empresarios no pueden poner en jaque a los negocios ya existentes. Debemos erradicar los contubernios entre los empresarios establecidos y el gobierno, porque esos contubernios suelen resultar en regulaciones que impiden el ingreso de empresarios nuevos a los mercados.

El segundo principio esencial es la garantía de los derechos de propiedad. En los Estados Unidos, damos por sentado que si alguien compra un terreno, todos los demás reconocerán que ese terreno le pertenece. Hace algunos años, Hernando de Soto determinó que 88 por ciento de los negocios y las viviendas de Egipto son ilegales. ¿Por qué? En los Estados Unidos, se puede establecer un negocio legal en pocos días. En Egipto, esta tarea tomaría unos dos años. Los egipcios deben lidiar con numerosas burocracias y desembolsar numerosos sobornos. Por lo tanto, la ilegalidad tiene ventajas. Pero operar un negocio al margen de la ley limita la posibilidad de crecimiento. La mayoría de las empresas informales nunca traspasan el círculo de la empresa familiar, porque si crecen demasiado, pueden llamar la atención del recaudador de impuestos. El grupo de Hernando de Soto también determinó que 92 por ciento de las viviendas egipcias son ilegales. En algunas zonas, las familias que ocupan las residencias pueden tener contratos, pero a pocas millas de distancia esos contratos son inválidos. En Egipto y en muchos países, no existe un sistema uniforme para establecer y proteger los derechos de propiedad. El resultado es que dos terceras partes de la población del mundo son dueñas de propiedades que valen nueve trillones de dólares y que son capital muerto.

¿Qué entendemos por capital muerto? Recordemos que aquí, en los Estados Unidos, la fuente más importante de capital para negocios nuevos no es Wall Street, ni el banco de la esquina, ni el capitalista de riesgo. Es el mercado de hipotecas. Las familias hipotecan sus viviendas o suscriben una segunda hipoteca cuando desean empezar un negocio. Esto no es posible en países como Egipto. El Japón comprendió este principio y a ello se debe el auge económico que alcanzó después de la Segunda Guerra Mundial. El General MacArthur abolió el sistema feudal de propiedad, en el cual los campesinos solamente tenían un sistema informal de traspaso de tierras, y estableció un sistema formal de derechos de propiedad. Inmediatamente la economía japonesa arrancó. Los que damos por sentadas las garantías a los derechos de propiedad no reconocemos plenamente su importancia.

Los impuestos bajos constituyen el tercer principio de la prosperidad. Los impuestos no son solamente un mecanismo para generar ingresos fiscales. Son también un precio. El impuesto sobre la renta es el precio que pagamos por haber trabajado, el impuesto sobre las utilidades es el precio del éxito en los negocios, el impuesto sobre las ganancias de capital es el precio cobrado a los que asumen riesgos. Bajo esta perspectiva, la importancia de los impuestos bajos se capta fácilmente. Cuando baja el precio de algo bueno —como el trabajo, el éxito o la aceptación del riesgo—la gente tiende a demandar más. Si elevamos el precio, habrá menos gente interesada en esas cosas buenas. En 2003 los impuestos bajaron en los Estados Unidos y la economía empezó a crecer nuevamente. Una y otra vez hemos comprobado que reducir los impuestos no provoca reducción de los ingresos fiscales. Al incrementar los incentivos, la gente trabaja más y al gobierno le va mejor. El año pasado los ingresos del gobierno federal aumentaron 15 por ciento -$100 mil millones por encima de lo que se esperaba. El problema de Washington no es el ingreso. Es el gasto.

El cuarto principio es un sistema simple para establecer un negocio legal. Sacar a las burocracias del proceso inyecta nueva vitalidad a la economía. Y el último principio es la liberación del comercio internacional. Todos nos beneficiamos con la expansión de los mercados y las nuevas oportunidades de intercambio.

Para terminar, deseo insistir en lo que dije al principio. El gran debate continúa en el siglo XXI, a pesar de la consabida superioridad del mercado libre como proveedor de prosperidad, porque una serie de concepciones erróneas impiden que el capitalismo democrático sea visto como un sistema moral. Desvirtuar las concepciones erróneas debe ser nuestra prioridad en el debate de los años venideros.

Diario Exterior (España)

 



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