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19/03/2007 | Inflación y costo político

Alejandro Sala

Temeroso del impacto electoral que podrían tener los aumentos de precios, el Gobierno intenta disfrazar la inflación y cree, ingenuamente, que los ciudadanos pueden ser engañados con índices manipulados en forma grosera.

 

El gobierno encabezado por el presidente Néstor Kirchner parece tener vocación suicida. La desaprensión con la que maneja el espinoso tema de la inflación da lugar a esa percepción. La inflación no sólo licua el valor de la moneda, sino también el capital político del Gobierno, que permite que eso suceda. La creencia del Gobierno de que, por manipular los índices, la población no percibe la inflación, pone de manifiesto el grado de irrealidad en el que los dirigentes kirchneristas están inmersos.

La percepción inflacionaria del pueblo no se mide en los índices, sino en el consumo de cada uno. Todos somos consumidores de distintos productos y servicios y, por lo tanto, todos sabemos, más allá de lo que los índices señalan, si hay o no inflación. Y, además de ser consumidores, todos somos, también, votantes. Quizá los kirchneristas piensen que los consumidores no votamos. Mal que les pese, lo hacemos.

La inflación tiene un altísimo costo electoral. Es cierto que su eliminación puede tener un cierto costo político porque obliga a tomar medidas reñidas con la demagogia. Pero su existencia tiene un costo político muchísimo mayor. Una figura que generó en su momento tanta adhesión como Raúl Alfonsín ha quedado tácitamente impedido de presentarse como candidato a cualquier elección por ser el responsable político de la hiperinflación.

El gobierno kirchnerista, encerrado en una visión completamente autocomplaciente, parece no tener en cuenta ese antecedente, como así también el opuesto, que es el largo período de preponderancia política de Carlos Menem, precisamente por haber eliminado la inflación.

Esta disyuntiva entre pagar el costo político de eliminar la inflación y pagar el costo político de no eliminarla le da actualidad a una anécdota sucedida durante la gestión de Alfonsín. En cierta oportunidad, durante una ronda de diálogo con dirigentes opositores, Alfonsín se reunió con el ingeniero Álvaro Alsogaray, quien le dijo: “Doctor, si usted tiene que pagar un costo político por eliminar la inflación y un costo político por mantenerla, ¿por qué entonces no aplica una política que sea positiva para el país?”.

Alfonsín no siguió el consejo de Alsogaray y debió “huir” del gobierno. Quizá Kirchner no llegue a ese extremo, aunque está claro que, con su actitud indolente en relación a la inflación, está erosionando su base de sustentación electoral. Porque el mantenimiento del valor de la moneda, si bien tiene un costo político superficial, encierra también un beneficio para el gobierno que lo sostiene. El beneficio consiste en que la población percibirá la mejoría en la situación general del país y eso se traducirá en votos. Si alguien tiene dudas de esto, pregúntele a Menem.

Actualmente, está de moda fustigar todo lo sucedido en los años 90 y, por lo tanto, Menem, su época y su política están demonizados. Sin dudas que en la época de Menem hubo mucho de criticable. El problema radica en que, en esa estigmatización irreflexiva de todo lo que tenga algo que ver con la década del 90, se arrasa aun con aquellos aspectos de aquella política que contuvieron valores rescatables.

La Argentina tiene una deuda intelectual con la década del 90. Es imperioso establecer con exactitud qué se hizo de bueno y qué de malo en esos años. A partir de esa clarificación, será posible profundizar lo que haya sido acertado y rectificar lo que haya sido erróneo.

El kirchnerismo equivoca el camino, en perjuicio del país, pero también en perjuicio de sus propios intereses políticos. En lugar de adoptar una política equilibrada, tratando de reparar los errores del menemismo y preservar sus aciertos, busca invertir completamente el rumbo, arrasando con todo lo que tenga cualquier relación con la década del 90.

Esto tiene un costo político porque, en el sentimiento colectivo de los argentinos, la década del 90 contuvo ingredientes rescatables, particularmente la estabilidad monetaria y la mejoría de la eficiencia de algunos servicios públicos como consecuencia de las privatizaciones (la telefonía, por ejemplo; los ferrocarriles, en cambio, siguieron siendo un desastre).

Kirchner se benefició políticamente de un sentimiento antimenemista superficial que se manifestaba con mucha intensidad hace cuatro años, cuando el “pingüino” se encumbró al gobierno. Ahora, ese sentimiento de rechazo es menos intenso porque el paso del tiempo siempre tiene efectos moderadores y porque la propia política de efectos inflacionarios provocada por el Gobierno hace revalorizar la estabilidad monetaria lograda durante la gestión de Menem, sin perjuicio de otros graves errores que el pueblo tampoco olvida.

El kirchnerismo desdeña a la inflación como un factor significativo en los resultados electorales porque, enamorado de las fotos que le muestran las encuestas, imagina que el aumento del costo de vida no afecta su imagen y su intención de voto. Grave error. La inflación tiene un altísimo, impagable costo electoral. En términos políticos, la inflación es mucho más cara que la estabilidad, aunque la estabilidad genere algunos costos de corto plazo.

Sin embargo, Kirchner y quienes lo rodean se creen más allá de estos hechos irrefutables. Éste es quizá el núcleo del problema: que se consideran autorizados para no afrontar la realidad. Se olvidan de que, cuando uno no encara la realidad, la realidad lo afronta a uno. Dentro de algunos meses, esto será más evidente.

Economía Para Todos (Argentina)

 


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