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02/04/2007 | Pobreza y desigualdad

Manuel Suárez-Mier

Uno de mis alumnos en el curso que dicto este semestre Competencia en un Mundo Interdependiente para estudiantes avanzados, me sorprendió sobremanera al afirmar que era preferible que todos los pobladores de un país fueran igualitariamente pobres a que hubiera diferencias de riqueza.

 

Cuando le pregunté si eso significaba que él preferiría vivir en la China de Mao, en la que ostensiblemente todos sus habitantes eran miserables —por supuesto, excluyendo al los dirigentes del Partido Comunista— que en la vibrante China de hoy, con grandes diferencias en la distribución de la riqueza, afirmó que sí.

Nunca me he engañado sobre el sesgo hacia lo “políticamente correcto” de los estudiantes de American University, dónde está lleno de maestros que cubren todas las tonalidades del rosa en el espectro ideológico, con algunos llegando al rojo solferino.

Pero debo confesar que la posición tan irracional de mi alumno realmente fue mucho más allá de lo “políticamente correcto”, porque me parece que es obvio que la máxima prioridad en la estrategia de desarrollo de un país debiera ser atacar la pobreza extrema.

A este respecto no suele haber desacuerdos, que surgen del debate de cómo atacar el problema. Yo pienso que la mejor estrategia consiste en crear condiciones apropiadas para que haya un rápido crecimiento que genere riqueza, mientras que los “pobretológos” profesionales enfatizan las dádivas.

Este debate me llevó a revisar algunos textos clásicos sobre el tema, incluyendo un ensayo de Martin Ravaillon del Banco Mundial, en el que analiza si hay conflicto entre pobreza y desigualdad en los procesos de desarrollo, y qué hacer al respecto.

Ravaillon afirma en el trabajo aludido (A Poverty-Inequality Tradeoff?) que la experiencia de los países atrasados en la década pasada “no revela indicio alguno de una correlación negativa entre la pobreza, medida en términos absolutos, y la desigualdad en términos relativos”.

“Así, una menor desigualdad suele acompañarse de la caída en la incidencia de pobreza. Y una desigualdad creciente es más susceptible de ponerle freno a la reducción de la pobreza que de alentarla. Afirma, sin embargo, que sí surge una correlación negativa entre desigualdad absoluta y mayor pobreza”.

La implicación de la observación anterior sería que, como desea mi alumno, si se quiere reducir la brecha absoluta entre ricos y pobres tendríamos que estar dispuestos a ver caer el nivel de vida de los más pobres en términos absolutos.

Una cosa es expresar preocupación porque un proceso de desarrollo, como el de Chile, que en las últimas tres décadas ha reducido la pobreza del 40% de la población a cerca del 15% hoy día, haya también ampliado la brecha absoluta entre ricos y pobres, y otra bien distinta es proponer dar marcha atrás a una transformación exitosa como la chilena, sólo porque genera mayor desigualdad.

Es decir, hay que cuidarse no sólo de los pobrétologos profesionales sino también de los igualócratas compulsivos.

Manuel Suárez-Mier es Profesor de Economía de American University en Washington, DC.

El Cato (Estados Unidos)

 



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