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05/04/2007 | Actores armados y ciudades fragmentadas

Dirk Kruijt y Kees Koonings

En toda América Latina hay dos líneas de falla de la democracia. La democracia reestablecida en los años ochenta coincidió con una década de crisis económica y de programas de ajuste estructural.

 

En el lenguaje de las instituciones de las Naciones Unidas esta década llegó a ser tipificada como "la década perdida para América Latina". En efecto, fueron los años de reestructuración económica y social con grandes consecuencias para las clases medias, la clase obrera urbana, los pobladores de los barrios populares y la población rural.

Como consecuencia, en las décadas de 1980 y 1990 se generalizó la pobreza masiva, la informalización de la economía y de la sociedad, y la exclusión social de considerables contingentes de la población. La pobreza, sobre todo una característica del ámbito rural en la primera parte del siglo XX, comenzó a manifestarse en la segunda mitad en las ciudades, y en especial en las grandes metrópolis.

La exclusión masiva y probablemente transgeneracional en el ambiente urbano empezó a ser sinónimo de conflictos sociales y radicalización política. Relacionada con la cultura de pobreza y la orientación política de los excluidos existe una profunda desconfianza -- expresada en la variedad de publicaciones de Latinobarómetro -- en las instituciones formales de la democracia, desde el Parlamento, los partidos políticos, el sistema legal y las cortes, hasta los sindicatos de los trabajadores.

En otras palabras, una de las principales consecuencias sociales y políticas de la exclusión social es la erosión de la legitimidad de los órdenes civil, político y público. La enorme exclusión urbana tenía también otra consecuencia: los barrios cerrados de los privilegiados (Teresa Caldeira, City of Walls: Crime, Segregation and Citizenship in São Paulo, 2000), donde buscan refugio de sus miedos contra "la sociedad de afuera" y donde las barreras protegen "un estado hostil hacia buena parte de su población, manifestadas en múltiples formas de discriminación" ("Acerca de las problemáticas fronteras de América Latina", en O'Donnell, Hewitt de Alcántara y Escobar, Cruzando fronteras en América Latina, 2003, pp. 14-15).

En segundo lugar, la manifestación de nuevas formas de violencia, esta vez no asociadas con la existencia de regímenes militares de seguridad nacional, como en los años setenta hasta mediados de los ochenta, sino con la presencia y la actuación de nuevos actores armados.

Hay una conexión entre la exclusión social y la ocurrencia de la violencia. En apariencia se nutren mutuamente en territorios urbanos cuando las autoridades del orden y la ley se retiran o sólo están presentes en forma represiva: entrando con unidades especializadas en la lucha urbana, incorporadas en general dentro de las filas de las fuerzas policiacas.

Hacemos hincapié en que muchos problemas por analizar se encuentran básica, aunque no exclusivamente, en el ambiente urbano. No es de asombrarse debido a que tres de cada cuatro de los ciudadanos latinoamericanos vive en ciudades.

Más aún, el ambiente urbano es donde se presenta, primero, la mayor concentración de la pobreza nacional y, segundo, la brecha social más grande y más resentida entre el bienestar de las élites e integrantes de las clases medias, y la precariedad de los pobladores de los barrios populares, de las comunas, de las barriadas, de las villas, de las favelas, donde se encuentra el denominador común de la pobreza, la exclusión social, la desigualdad y la marginalización de manera aglomerada en el sentido económico, social y espacial.

Más aún, también es el ambiente donde se concentran la inseguridad urbana, la violencia y el miedo de los ciudadanos. La asociación entre pobreza y violencia no proviene solamente de un síndrome del miedo de las élites y los integrantes de las clases medias con respecto a la amenaza que constituirían los pobres. Aquéllos identifican los barrios marginales como la cuna de la violencia social, de la criminalidad, de la venganza.

Pero, como lo han demostrado los estudios empíricos de Moser y McIlwaine (2004), también son los pobres los que identifican, y esta vez como las víctimas, la coincidencia de la pobreza y la marginalización con la presencia de actores armados que compitan por la hegemonía sobre el espacio urbano con las autoridades legítimas de la ley y el orden que con frecuencia, por su ausencia o su no actuar, dejan el campo libre a quienes a la fuerza buscan un dominio territorial urbano.

DESBORDE POPULAR Y EROSIÓN DEL ORDEN SOCIAL

La pobreza e informalidad urbana se han hecho sentir en la presencia de enormes contingentes de pobres, principalmente en las grandes aglomeraciones urbanas.

En Informal Citizens. Poverty, Informality and Social Exclusion in Latin America introdujimos la noción de una nueva clase transgeneracional de habitantes urbanos pobres a partir de los años ochenta en adelante (Kruijt, Sojo y Grynspan, 2002): los "ciudadanos informales".

En un estudio contundente sobre el carácter de la democracia latinoamericana, el PNUD (2004) lanzó la noción de "ciudadanía de baja intensidad". Al comienzo del siglo XXI, América Latina es el continente donde segmentos significativos de la población, en algunos casos constituyendo la mayoría de la población nacional, son a la vez pobres, informales y excluidos.

La informalidad tiene también un rostro étnico: etnicidad es un factor de estratificación. Entre los mecanismos de sobrevivencia predominan lazos de etnicidad y de religión, relaciones de familia (reales o simbólicas) y cercanía en términos de lugar de nacimiento o de pertenencia a los barrios populares.

La economía y la sociedad informal se hallan excluidas del empleo estable, del ingreso regular, de los sindicatos laborales, de la legislación laboral y del acceso a las instituciones sociales que proveen necesidades básicas, como los servicios de vivienda.

Entre 1980 y 2002 el porcentaje de pobres en América Latina subió de 41 a 44%, de pobres urbanos de 30 a 38% y de pobres rurales de 60 a 62% (CEPAL, 2006). Hay que tomar en cuenta, sin embargo, que el porcentaje pico se dio en el año 1990 con 48% para América Latina, 41% para la pobreza urbana y 65% para la pobreza rural.

La relativa reducción de la pobreza se atribuye, sin embargo, no principalmente al mejoramiento de las economías internas sino a los efectos de la migración externa y, por ende, de las remesas familiares en los últimos 15 años. El flujo de remesas a la región representó en 2004 alrededor de 45000 millones de dólares, cifra superior tanto a la inversión extranjera directa como a la asistencia total de los donantes.

Datos de la OIT (2004) demuestran que en la región se ha consolidado el orden social y cultural informalizado. El desempleo ponderado abierto urbano creció entre 1985 y 2003 de 8 a 11%. El empleo generado en el sector informal creció de 43 a 47% entre 1990 y 2003.

Estas cifras explican también el proceso de descomposición de clase y la reestructuración del orden social en toda América Latina. En la formalidad y la informalidad se originaron sectores económicos paralelos, jerarquías sociales paralelas y estructuras institucionales paralelas, lo que provocó un orden económico, social, político y cultural mucho más heterogéneo, que gira en tono a la división de la riqueza y la pobreza, de la integración y la exclusión.

Surgió una institucionalidad formal e informal con lógica, moralidad y sanciones propias: el orden reglamentado de la economía y sociedad informal a diferencia de la anarquía disfrazada en la pobreza, la informalidad y la exclusión social.

La economía y la sociedad informales generan, asimismo, brechas demográficas y una desintegración de la estructura de las familias. América Central, cuyas sociedades se ven atormentadas por la pobreza y por los efectos de sus guerras internas, tal vez representa el ejemplo más tajante de tales rupturas.

Sarah J. Mahler (en "Las migraciones y la problemática transnacional: tendencias recientes y perspectivas para 2020", en Bodemer y Gamarra (comps.), Centroamérica 2020. Un nuevo modelo de desarrollo regional, 2002) presenta un panorama de los procesos migratorios tanto internos como externos de los países centroamericanos: el desplazamiento interno de los refugiados por la violencia de las guerras civiles y la migración extrarregional, de hecho un éxodo hacia México y Estados Unidos.

De los 30 millones de centroamericanos, 1.13 millones viven ahora de forma permanente en Estados Unidos; 40% de ellos proviene de El Salvador. Juan Pablo Pérez Sáinz ("La pobreza urbana en América Central: evidencias e interrogantes de la década de los 90", en Davis, Gacitúa y Sojo (comps.), Desafíos del desarrollo social en Centroamérica, 2004) complementa este esbozo con un análisis más preciso de la dependencia familiar de las remesas, en virtud de la reducción estructural del mercado de trabajo centroamericano, las tasas de desempleo de mujeres y jóvenes, el monto de las familias en quiebra y la desesperación de los familiares que permanecieron en el país mientras los miembros masculinos salieron al exterior por la imposibilidad de adquirir un ingreso en el mercado laboral interno.

Este efecto de la pobreza y la exclusión está provocando un desborde popular, para usar las palabras proféticas del antropólogo peruano Matos Mar. En su ensayo Desborde popular y crisis del estado. El nuevo rostro del Perú en la década de 1980 (1980), predijo la desinstitucionalización de las estructuras sociales tradicionales de la sociedad capitalina y nacional y la emergencia de una sociedad urbana cualitativamente nueva con base en el papel de los pobladores de las barriadas y los migrantes en barrios de invasión.

Predijo también el nacimiento tímido de una diversidad de nuevas organizaciones que pretenderían representar a los empresarios informales y los autoempleados, como son las cámaras regionales de los artesanos y los comedores populares en las barriadas de la Lima metropolitana.

Todas esas organizaciones tienen en común la relación ambivalente de depender de instituciones profesionales de desarrollo como las fundaciones religiosas y eclesiásticas, las ONG, donantes extranjeros, bancos privados filantrópicos y de la financiación de gobiernos municipales y nacionales. Veinte años más tarde, en una edición actualizada que también toma en cuenta los procesos de las dos décadas intermedias, Matos Mar (2004) analiza el efectivo colapso de instituciones que tradicionalmente funcionaron como sostén del orden democrático: el decaimiento de los partidos políticos, la erosión del status del poder legislativo y del sistema judicial, el ocaso del prestigio de los magistrados y de las autoridades de la ley y el orden, el declive de las otrora poderosas centrales y confederaciones de sindicatos de los trabajadores y el debilitamiento de otras entidades de la sociedad civil como las cámaras de industria y comercio y los colegios profesionales de médicos, abogados, ingenieros, etc.

Puede ser que las instituciones paralelas, las jerarquías paralelas y los sectores paralelos que emergieron en el cauce de las líneas divisorias de la pobreza, la informalidad y la exclusión social ya constituyan un orden económico, social y político más o menos duradero aunque heterogéneo.

DEL DESBORDE POPULAR AL DESBORDE DE LA VIOLENCIA: VACÍOS DE GOBIERNO

La ciudadanía informal tiene un rostro violento. A finales de los años setenta, John Walton ("Guadalajara: Creating the divided city", en Cornelius y Kemper (comps.), en Metropolitan Problems and Governmental Responses in Latin America, 1976) introdujo el concepto de "ciudades divididas".

Durante los años ochenta las ciudades divididas o fragmentadas fueron analizadas sobre todo en términos de la miseria o la exclusión urbana. Sin embargo, a partir de los años noventa comenzaron a identificarse las profundas divisiones urbanas con la falta de seguridad humana y la falta de la presencia de autoridades protectoras en las partes desatendidas del territorio urbano, donde la pobreza suele coincidir con la violencia.

El caso de Rio de Janeiro, por ejemplo, cuyas paupérrimas favelas son sinónimo de áreas de acceso limitado dentro de las fronteras metropolitanas, adquirió una reputación deprimente en el círculo de autores y analistas de la violencia urbana. La publicación de Ventura (2002 [1994]) sobre la cidade partida abrió el camino para una serie de estudios sobre la violencia urbana brasileña.

El debate sobre el panorama de la violencia urbana en los territorios metropolitanos de América Latina continuó, más recientemente, en estudios comparados de De Olmo et al. (2000), Rotker, Goldman y Balan (2002), Koonings y Kruijt (2004, 2006) y Moser y McIlwaine (2004).

La violencia, no obstante, no sólo está arraigada en la vida diaria de los pobres urbanos, sino que es, o fue, también una característica de las prolongadas guerras civiles en los países de América Central y la región andina.

Actores armados, por una parte procedentes de las instituciones y bandas de ex combatientes -- fuerzas armadas, paramilitares, frentes guerrilleros -- , y por otra pertenecientes a pandillas criminales y bandas juveniles, lograron montar sistemas paralelos de violencia de alcance y postura nacional en países como Colombia, Guatemala y México y, en un sentido acaso más restringido, en Argentina, Brasil, El Salvador y Honduras y Perú.

La proliferación de las miniguerras y de los actores armados (urbanos) involucrados en América Latina se relaciona con el fenómeno de los vacíos locales de gobierno. Estos vacíos se forman a raíz de una prolongada ausencia de las autoridades y representantes legales de la ley y el orden en áreas específicas.

En estos vacíos surge una simbiosis osmótica entre el Estado, más precisamente la policía y el sistema legal, la criminalidad común y elementos criminalizados de ex miembros de las fuerzas armadas, la policía, unidades paramilitares y combatientes guerrilleros. Entonces se adaptan la ley y la justicia local al resultado del orden oscilante entre las fuerzas paralelas de grupos locales de poder y autoridades morales, representantes electos de asociaciones de vecinos, pobladores o vecinos, sacerdotes o pastores evangélicos, a veces empresarios exitosos o propietarios de emisoras locales de radio o TV en alianzas fluctuantes.

Es interesante puntualizar que, en este contexto de violencia inherente y de miniguerras por el control sobre pequeños territorios (urbanos) cuyos teatros tienen un alto grado de volatibilidad, las fuerzas armadas no desempeñan un papel preponderante. En los países del Cono Sur y en cierto modo también en los países andinos y centroamericanos, como ya décadas antes en México, los militares se retiraron de la arena pública para reformular sus objetivos institucionales en la dirección de fuerzas armadas profesionales.

Las instituciones armadas dejaron prudentemente la confrontación pública con actores violentos no estatales a las fuerzas especiales de policía, entrenadas en el combate de contraagresión urbana. No obstante, mientras que las manifestaciones de esa nueva violencia gradualmente asumen rasgos permanentes, la anomalía de esta situación comienza a indicar el fenómeno del Estado ausente (por lo menos parcialmente) en materia de seguridad y la justicia.

Otro rasgo es la proliferación de la vigilancia privada: policía privada, guardianes privados nocturnos en los barrios de clase media e incluso en los distritos populares, serenazgos particulares, escuadrones especiales de protección, fuerzas inconfundibles de protección del sistema bancario y financiero, fuerzas de justicia privada, comandos paramilitares, escuadrones de la muerte.

Originalmente asociadas con guerras civiles prolongadas en países como Colombia y Guatemala, estas asociaciones privadas de orden y protección se expandieron en toda América Latina y en algunos estados del Caribe, como Jamaica.

En tercer lugar, podemos mencionar los nuevos actores armados en las favelas, villas, barriadas o comunas de miseria donde la autoridad local de facto es el traficante o el drug lord, quien da órdenes para los ajusticiamientos pero también funciona como proveedor financiero de las ONG en su territorio.

Durante una entrevista con Deusimar da Costa (28 de agosto de 2003), presidenta de la Federaçao Municipal das Asociações de Favelas do Rio de Janeiro, resaltó con mucha franqueza que la coexistencia pacífica con los traficantes locales era un asunto común y corriente. "Ellos también son vecinos", dijo la señora, "y su presencia no nos molesta.

Ellos tienen el poder de intervenir y, a pesar de todo, son vecinos. Mantenemos, podría decirse, una vida simbiótica. No estamos inclinados a llamar a la policía en cada momento". No se trata de pequeños bolsones o territorios olvidados dentro de las aglomeraciones urbanas, sino de jurisdicciones de facto de considerable tamaño y proporción, tal vez conformando 25% del contorno urbano en metrópolis como Rio de Janeiro y São Paulo, Buenos Aires, Bogotá y Medellín, México y Guadalajara, y otras ciudades importantes.

Los traficantes, en su mayoría jóvenes o adultos jóvenes, son los nuevos dueños urbanos de la violencia. Actúan en sus barrios también como los nuevos representantes de la ley paralela, no por justicia sino por ajusticiamiento.

A veces cobran también impuestos paralelos y demuestran cierta benevolencia hacia el desarrollo local paralelo, ofreciendo financiar a las ONG locales en las favelas y villas marginadas. En algunos casos también negocian explícitamente con los líderes religiosos locales, quienes aprendieron a convivir en relaciones de coexistencia pragmática.

El mismo fenómeno se presenta en el Gran Buenos Aires. Los traficantes en las villas argentinas, las favelas brasileñas, los tugurios colombianos y las zonas guatemaltecas han reproducido escenarios de guerra o guerrilla nacional en los territorios urbanos infestados.

Algunos miles de niños y adolescentes funcionan como soldados de la droga en las guerras urbanas en Rio de Janeiro. Alba Zaluar ("Perverse Integration: Drug Trafficking and Youth in the Favelas of Rio de Janeiro", Journal of International Affairs, 2000) tipificó, con mucha razón, la relación entre bandas juveniles y el comercio de drogas en las favelas de esa ciudad como una integración perversa de la economía clandestina y la violencia urbana. En este contexto también hay que analizar el nuevo papel de las bandas juveniles criminales (maras) en América Central.

En El Salvador, Honduras, Guatemala y, en menor grado, en Nicaragua las maras son oficialmente consideradas como la principal amenaza de la seguridad nacional. Miles de jóvenes de entre 12 y 30 años de edad pertenecen a una de las maras o pandillas juveniles, cuya presencia nacional es macabra por ser responsables de 20% (Guatemala) y 45% (El Salvador y Honduras) de los homicidios por año en 2003 (Peter Peetz, "Zentralamerikas Jugendbanden. 'Maras' in Honduras, El Salvador und Guatemala", Brennpunkt Lateinamerika. Politk-Wirtschaft-Gesellschaft, 2004).

La economía marera centroamericana depende del control territorial y acceso al transporte y comercio local de drogas. La escala de operaciones en términos de la violencia percibida es tan grande que los parlamentos salvadoreño y hondureño aprobaron leyes especiales antimaras que permiten comandos especiales compuestos por miembros de las fuerzas policiales y civil-militares.

En 2004 los presidentes de Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Honduras firmaron un acuerdo para concertar esfuerzos a fin de combatir la violencia criminal juvenil en estos países. En abril de 2005 los jefes de estado mayor de las instituciones armadas de estos tres países solicitaron al jefe del Comando Sur estadounidense, general Bantz Craddock, asistencia técnica y financiera para crear una fuerza especial combinada del ejército y la policía para combatir el tráfico de droga y a las maras.

El hecho hace alusión a la confrontación en Colombia, durante la década de los noventa, entre los cárteles de la droga, el gobierno nacional y las fuerzas especiales estadounidenses.

CONCLUSIÓN

La exclusión social y los fenómenos asociados, como la pobreza, la discriminación y la informalidad, conforman un contexto fértil para que puedan brotar los gérmenes de la violencia y el terror en los segmentos pobres, marginados, separadas de las metrópolis y las grandes conglomeraciones urbanas.

Cuando la exclusión social, como en el caso de América Latina, se profundiza o se consolida en ciudades divididas, de manera espacial, de manera social, de manera cultural; cuando la ausencia de los actores legítimos de la ley y del orden se manifiesta en forma crónica, se abre el camino para los actores armados privados e informales que ocuparán el lugar de la policía y la justicia, transformando los barrios pobres y marginados en ámbitos de desintegración, dominación por parte de criminales, terror y miedo.

Hay una tendencia para la consolidación de este fenómeno, considerando que la juventud de estos barrios, favelas, barriadas o comunas de miseria se va acostumbrando desde su niñez a la "normalidad" de la violencia, al ser "catequizada" por la violencia domestica habitual, por la violencia omnipresente en la calle y por la actuación represiva incesante de la policía que, cuando está presente, está presente con pistola o ametralladora en mano.

Entonces, políticas públicas que pretenden combatir la exclusión social y "pacificar" la relación cívico-policial aparentan ser si no una solución, por lo menos un freno a este proceso de deterioro. Combatir la exclusión social, fortalecer el tejido social local, equilibrar bien las tareas represivas y preventivas de la policía nacional y local, fortalecer los gobiernos municipales y locales y, sobre todo, ganar y mantener la confianza de las organizaciones populares locales parecen ser los ingredientes del cóctel de buen gobierno en asuntos de seguridad cívica.

Uno de los ejes centrales es la confianza mutua entre las fuerzas del orden y la población local, y la participación voluntaria en comités de seguridad local.

El mencionado informe del PNUD (2004) señala que en la actualidad la mayoría de la población latinoamericana preferiría un gobierno de previsto tinte autoritario que lograra encontrar una solución para la pobreza masiva.

Eso contribuye a la formulación de la pregunta sobre el carácter de la estabilidad del orden político que implica la existencia generalizada de una ciudadanía de segunda clase. La pobreza dentro de un contexto de violencia parece ser el mecanismo estándar de integración de los marginados urbanos.

Segmentos considerables de la población de América Latina sobreviven en la economía y sociedad informal donde diariamente se comparte la pobreza y la violencia. Muchos de los actores armados de esta nueva violencia son reclutados entre las filas de los informales y los excluidos. Este fenómeno de la exclusión-con-violencia compartida por las masas de los pobres urbanos contribuye a la destrucción de los fundamentos morales del orden democrático y los perímetros de la ciudadanía. La violencia crónica, incluso dentro de los límites de los enclaves territoriales restringidos, contribuye a la erosión de la legitimidad del orden político.

Es paradójico que varios gobiernos latinoamericanos, como los líderes populares y las autoridades religiosas en su contexto local, hayan aceptado una coexistencia pacífica de facto con los actores no estatales de la violencia, mientras que ellos en privado constituyen una amenaza para las autoridades políticas de nivel nacional.

La pregunta clave es, por supuesto, cuánto tiempo más puede garantizarse la estabilidad del orden económico, social y político en América Latina en este precario equilibrio entre niveles "aceptables" de exclusión y niveles "aceptables" de violencia.

Foreign Affairs (Estados Unidos)

 



 
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