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27/06/2007 | Líbano - el fracaso multicultural

Serafín Fanjul

Quienes se extasían ante los supuestos efectos benéficos que la multiplicidad de religiones, etnias y culturas acarrean a los países así favorecidos por la mano del Señor, suelen obviar las incomodísimas -u horribles- realidades que sufren las poblaciones implicadas: no van a permitir que un conjunto de hechos, por testarudos que sean, les estropeen un bonito discurso.

 

Y, sin embargo, los acontecimientos y sus consecuencias sociales y políticas ahí permanecen, obstinados y desagradables, desmintiendo los buenos deseos y las ficciones que políticos o dirigentes religiosos -a veces, hasta de buena fe- repiten como loros: un día se afirma que al-Andalus gozó de una armonía interreligiosa perfecta (tesis ventajista por tratarse del pasado) y otro que el imperio otomano fue modelo de convivencia, aunque los restos de su naufragio, hace más de ochenta años, hayan producido hecatombes como la del Kurdistán, el estallido de Yugoslavia (con especiales horrores en Bosnia o Kosovo) y ... el Líbano. Podríamos estirar la lista de ejemplos lamentables en la India, Paquistán o la misma Europa hasta tiempos relativamente recientes (la Paz de Westfalia, de 1648, sólo detuvo las hostilidades, pero no modificó los comportamientos y prejuicios, proceso que requirió siglos).

En alguna ocasión hemos sugerido -con escándalo del gallinero- que la unificación de nuestra sociedad española iniciada por los Reyes Católicos y culminada por Felipe III, no sólo tuvo consecuencias negativas (que las tuvo, sobre todo en el plano ético), también ahorró a España soportar las tensiones inevitables, fijas, seguras, entre comunidades, como en todas las latitudes. Dicho sea de modo harto esquemático y, por tanto, fácil de atacar.

Pero la cuestión no es si gusta más o menos una u otra vía en el devenir histórico, sino que los sucesos y sus resultados son los que son y nos limitamos a levantar acta de ellos, más allá de la opinión propia. Tras la conquista árabe-islámica del siglo VII, el Líbano, como otras tierras del Oriente Próximo, mantuvo parte de su población cristiana, reforzada por la emigración de los árabes cristianos Tanuj impelidos a salir de Alepo al pretender los Abbasíes (780 d. C.) obligarles a islamizarse. La llegada de los cruzados francos engrosa la presencia cristiana en el país y se consolida tras la toma de Antioquía (1098) y el dominio de la llanura libanesa (1110), pero después de la pérdida de Acre y el fin de las Cruzadas, la persecución de los cristianos maronitas sólo se vio mitigada por el mucho mayor entusiasmo con que los mamelucos egipcios se cebaron en los chiíes que en los mismos cristianos. Ibn Battuta, viajero por el Líbano en el siglo XIV, refleja muy crudas historias, a veces bordeando lo bufo, sobre el enfrentamiento entre chiíes y sunníes, modelo de convivencia, según los actuales apologetas del islam.

A la atomización religiosa y cultural del país se añade la poderosa influencia de los clanes (chiíes de Akkar, Hermel y Líbano Sur; drusos del Chuf y Beirut; maronitas de Zghorta) cuyas lealtades y praxis no siempre obedecen a motivaciones de fe. Pero de modo general -según el censo de 1964- los libaneses se dividían en 29 por ciento de maronitas, 10 por ciento de griegos ortodoxos, 6,3 por ciento de griegos católicos, 6,2 por ciento de armenios, un 20,8 por ciento de sunníes, un 18 por ciento de chiíes y un 6,3 por ciento de drusos. Es decir, 52,7 por ciento de cristianos y un 45,3 por ciento de musulmanes y drusos. Una ensalada nada idílica, porque la pertenencia a uno u otro grupo en ocasiones entrañaba -y entraña- diferencias de orden económico y social, salpimentado todo con matanzas esporádicas de cristianos, como la de 1860, perpetrada por los drusos con la connivencia del poder otomano por entonces vigente y que tuvo como colofón la intervención francesa, la cual salvó un tanto la situación para los cristianos.

Tras la retirada turca del término de la Primera Guerra Mundial, los Aliados, en los tratados de S_vres y San Remo (1920) acuerdan con Turquía desgajar Siria y su costa libanesa del imperio vencido y dan paso a un mandato francés garante de una forma de independencia reducida, tal como Clemenceau había prometido a Monseñor Hayek, patriarca maronita, y frente a las pretensiones anexionistas del jerife Faisal desde Damasco. De esta época data la primera Constitución (1926), en que se recoge la representación proporcional de las comunidades en el Parlamento, en los empleos públicos y en la composición ministerial. Las elecciones de 1943 trajeron la «República Libanesa» el llamado Pacto Nacional entre cristianos y musulmanes, viniendo a constituir así un punto de arranque más firme para la independencia efectiva del país.

La defenestración de los primeros presidentes (Bishara el-Juri y Camille Chamoun), así como el asesinato del primer ministro Riad Solh, entre inestabilidad y crisis continuas, nos acercan ya al conflicto del 58, cuando algunos políticos denunciaban el confesionalismo, cuyos inconvenientes había demostrado el régimen vigente y pedían la unificación del estatuto personal. Era evidente que el confesionalismo favorecía a los musulmanes porque su comunidad disfrutaba de peor preparación técnica y profesional que la cristiana y el sistema de cuotas atribuidas por adscripción religiosa obraba en su favor.

Al respecto recordamos que el régimen de cuotas en función del sexo impuesto por el PSOE, o el también confesional (en todos los estamentos y cuerpos de funcionarios del Estado) que pretenden los musulmanes recién sobrevenidos en España, es quintaesencia de arbitrariedad y promoción de incompetentes. Obviaremos aducir ejemplos de la España actual. Pero en el Líbano de aquel tiempo, la unificación del estatuto personal (es decir, igualdad total ante la ley y el Estado) significaba una laicización y neutralidad objetiva de las instituciones difícil de compaginar con los principios del islam, siempre dispuesto a pedir, e imponer si puede, el sistema de cuotas de poder en función de la confesión religiosa.

La hostilidad de los musulmanes ante la idea de igualdad empezó a manifestarse violentamente con la aparición de un panfleto de gran virulencia (Moslem Lebanon today) obra de Mustafa Jaldi en que acusaba a los maronitas de buscar la expulsión de los musulmanes del Líbano desde hacía treinta años, texto contestado por el cristiano Georges Shaker en Révolution et Contrainte, considerado injurioso para el islam. Ambos autores fueron desautorizados por sus comunidades respectivas pero la tensión siguió creciendo.

El resto es ya historia reciente y, por tanto, bien sabida: Fuad Shehab en el 58 pretendió lograr un equilibrio aglutinando a Rashid Karame y Pierre Gemayel, jefes de las facciones enfrentadas; la prosperidad de la llamada «Suiza de Oriente Próximo» acabó estallando en una horrenda guerra civil (1975-1980) aprovechada por la OLP palestina para afianzarse en el país -lo que provocó la invasión israelí en 1982, con su salida definitiva en 2000- mientras grupos terroristas como el chií Hizb Allah (El Partido de Dios), de obediencia iraní, se desarrollaban y armaban poniendo en jaque continuo al débil y contradictorio gobierno libanés. Incapaz el ejército nacional de desarmar a los terroristas en cumplimiento de la resolución 1559 del Consejo de Seguridad de la ONU, para garantizar la seguridad en la frontera Sur, Israel desencadena el ataque de 2006 para forzar al Estado libanés a cumplir sus compromisos.

Aunque la Constitución fue revisada en 1990, no debe ser fácil vivir en un país donde el Presidente es, por ley, cristiano; el Primer Ministro, sunní; y el Presidente del Senado, chií. Muchos factores no podemos analizar aquí: la larga ocupación siria, el intervencionismo permanente de este vecino (hasta con asesinatos selectivos de sus enemigos), la emigración endémica (en especial de cristianos), la demografía galopante de los musulmanes, la presión violenta de facciones terroristas que ganan terreno entre la población musulmana, como en otros lugares, por sus labores asistenciales frente a la inoperancia de las instituciones oficiales.

No es un panorama grato y, sin embargo, es el que hay y al cual deben responder los libaneses con acuerdos nacionales (y su cumplimiento), en vez de culpar a las siempre malignas fuerzas del Satán exterior. Un panorama que difícilmente alguien con patriotismo, o al menos sensatez, puede querer para España al favorecer el multiculturalismo, el fraccionamiento del Estado y la pérdida del sentido de unidad de los ciudadanos. Esos ciudadanos de quienes tanto hablan en abstracto.

Catedrático de la UAM

ABC (España)

 


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