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El Universal (Mexico)

 

19/08/2007 | Turquía, democracia e islam

Jean Meyer

El primer ministro turco, Recep Erdogan, y su partido islamista moderado AKP (Partido de la Justicia y Desarrollo) triunfaron a fines de julio en las legislativas. Cuarenta y dos millones de electores le dieron casi 50% de los votos, lo que le permite formar un gobierno homogéneo y gobernar Turquía durante otros cinco años.

 

El principal partido de oposición, el Republicano del Pueblo, partido laico que había sido capaz de lanzar a la calle millones de turcos asustados por el islam político, no recibió más de 20% y le sigue Acción Nacionalista, la extrema derecha, con 15%.

Erdogan se comprometió a defender la candidatura de su país a la Unión Europea y a respetar los valores republicanos que, desde Kemal Ataturk, incluyen la laicidad, es decir la no confusión entre política y religión, como en México. Por cierto, en el año de 1924, el general Plutarco Elías Calles alias El Turco, llegaba a la Presidencia y Mustafa Kemal, quien no era todavía “el Padre de los turcos”, proclamaba la abolición del califato, institución cara a Bin Laden, que daba al sultán otomano la autoridad religiosa sobre los musulmanes; ambos dirigentes iban a lanzar una poderosa ofensiva, uno contra la Iglesia católica, el otro contra los religiosos musulmanes.

Si uno es optimista, los laicos turcos no deberían temerle a Erdogan; su victoria aplastante no significaría el regreso de un islam político con una agenda islamista escondida que llevaría a la destrucción de la laicidad y de la democracia. Optimistas, lo son los cristianos, minoría dividida entre muchas iglesias que han sufrido duramente a lo largo del siglo XX; ellos habían anunciado que votarían por Erdogan porque recibían mejor trato a manos de ese musulmán moderado —algunos dicen “demócrata musulmán”, como decimos demócrata cristiano— que de los laicos, para no hablar de los nacionalistas para los cuales ser turco implica ser musulmán, como en Rusia, ser ruso implica ser ortodoxo.

El AKP tiene a su haber el crecimiento económico y la elevación del nivel de vida: en los cuatro últimos años la riqueza por habitante en Turquía aumentó 20%, después de años de mala gestión e inflación bajo los gobiernos laicos. Nos gustaría crecer como Turquía 6% al año durante cinco años y poder hablar de los “tigres del Altiplano”, como se habla ahora en la literatura económica mundial de los “tigres de Anatolia”. Esos empresarios son musulmanes convencidos que simbolizan un nuevo capitalismo en tierra de islam y demuestran que su religión no es incompatible con el capitalismo. Apoyan un AKP que ha inventado una estrategia económica francamente liberal y pro europea. En ese sentido se puede decir que el islam no frena siempre el desarrollo.

El éxito económico puede explicar que el Partido de la Justicia y del Desarrollo controle 70% de todas las alcaldías; la motivación religiosa de los electores no es evidente, mientras que lo es su agradecimiento por un partido que habla de y trata las cuestiones que importan a la gente: los estudios de sus hijos, la moneda, el costo de los servicios públicos: “Mi madre vio que el precio del aceite de girasol y la factura de luz no han aumentado y ella piensa que por primera vez un gobierno hace algo para la gente humilde”. Por eso el partido tiene ahora un electorado que va mucho más allá de su núcleo duro, doctrinario, religioso. El mismo Erdogan ha cambiado, ha sido cambiado por cinco años de ejercicio del poder; musulmán convencido, ha dejado de ser radical y ha aprendido mucho de la República. No se trata de claudicación, de oportunismo político tampoco. El optimista dirá que acompaña al país en su evolución, en su modernización que culminaría con la entrada de Turquía a la Unión Europea…

En los años 90 los analistas europeos denunciaban a los islamistas turcos como a los islamistas de Argelia —en el caso de Argelia se felicitaron del golpe de Estado militar que canceló la victoria electoral de los islamistas y lanzó al país al infierno del terrorismo y de la guerra sucia—. Ahora, curiosamente, adoran a Recep Erdogan y lo presentan como el liberal ideal, el demócrata cristiano, perdón, musulmán, que logrará la apertura de las puertas europeas. Ciertamente, en su primer periodo, él no ha restablecido el velo obligatorio para las mujeres, ni separado los sexos, ni instaurado la “sharia”, a saber la ley coránica; ciertamente, ha sido más demócrata que sus predecesores laicos y ha resistido, más que ellos, a las presiones de unos generales que se consideran como el verdadero poder, aunque sea detrás del trono. Sin embargo, Erdogan y su partido no han renegado de sus orígenes y del programa islamista inicial; se han moderado mucho pero, tarde o temprano, harán caso a la presión social que mantiene o restablece la separación de los sexos. En ciertos barrios de la gran Estambul-Constantinopla, para no hablar de las pequeñas ciudades de provincias y de los pueblos, es una evolución que se está dando, no porque la impulse el gobierno, sino porque ya no hay una dictadura, sea la de Ataturk, sea la de los generales, para impedir la dicha separación.

Uno de los argumentos a favor de la entrada de Turquía en la Unión Europea es precisamente que sería la única manera de parar esa evolución, más social que política, la única manera de anclar Turquía en la democracia moderna. Ahora que Recep Erdogan reitera su voluntad de “proseguir en el camino europeo”, los que se oponen a esa entrada deberán buscar otros argumentos que la satanización del islam político. Para los demócratas sinceros, no deja de impresionar el hecho que el AKP haya ganado el voto de la mayoría de los kurdos y de las minorías cristianas; por cierto, kurdos, cristianos y los alevis, esos “herejes” musulmanes cuyo número es a la vez un misterio y un secreto de Estado, todos ruegan a Dios que Europa acepte a Turquía en su seno. Para ellos sería la garantía de las libertades religiosas, culturales y políticas que otorga una verdadera democracia.

jean.meyer@cide.edu

Profesor investigador del CIDE



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