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30/09/2007 | Birmania - La rebelión de las túnicas azafrán

Fernando Pastrano

A nadie extraña que un pueblo acabe estallando ante una prolongada situación de injusticia. Eso es lo que ha pasado en Myanmar (la histórica Birmania) donde el ejército gobierna desde hace 45 años, lo que la convierte en la dictadura militar en ejercicio más antigua. Lo sorprendente (al menos para Occidente) es que esa rebelión la hayan encabezado unos monjes budistas que se suponen adalides de la no violencia.

 

Birmania, que se independizó de los británicos en 1948, se convirtió en una democracia parlamentaria tras las elecciones de 1951. Duró poco la alegría en aquella casa de pobres, en 1962 el general Ne Win dio un golpe de estado e instauró un régimen filocomunista de partido único (el Hsoshalit Lanzin Pati, Partido del Programa Socialista) que sólo sirvió para sus intereses, no para los del pueblo. Y aunque en 1988 se fue el dictador, le sucedió una junta militar aún peor y no ajena a él. Así hasta hoy.

La mayoría de las referencias dicen que Myanmar cuenta con unos 45 millones de habitantes de los cuales el 90 por ciento son budistas. Dejando al margen -no es ahora momento- si el budismo es una religión o una filosofía, lo cierto es que en Birmania cuajó a partir del siglo V la rama del budismo Theravada, procedente de Ceilán.

Uno de los votos que practican todos los budistas se llama «metta» en lengua pali (la que hablaba el Buda histórico) y «ahimsa» en sánscrito. Ambos términos se han traducido a las lenguas vivas como «no violencia», sin embargo su auténtico sentido es más complejo, una sutil mezcla de lo que podríamos llamar «amor universal» y de «deseo de felicidad para los demás». Algunos autores prefieren llamarlo «compasión». Tampoco es exactamente eso.

San Francisco de Asís, Martin Luther King y la Madre Teresa de Calcuta, en gran medida practicaron el «ahimsa». Gandhi sin duda fue uno de sus más fervientes impulsores, lo que no le impidió plantar cara al Imperio Británico hasta derrotarlo. Los monjes budistas birmanos no traicionan su credo al sentarse pacíficamente ante los soldados porque, como dicen, «la no violencia busca acabar con la injusticia, no con las personas que la imponen» y «la no cooperación con el mal es un deber sagrado».

Muchos y respetados

Son muchos y fuertes. Se calcula que en Myanmar hay unos 400.000, siendo el país con más monjes budistas del mundo. Y su fuerza radica en el gran respeto que se han ganado a pulso.

Pero esa cifra puede que sea aún mayor, pues en Birmania es costumbre que al menos un hijo de cada familia entre en un monasterio «kyaung» durante algún periodo de su vida. Suelen hacerlo cuando, según reza la tradición, ya son «suficientemente grandes para espantar a los cuervos», una forma muy curiosa de decir «cuando tengan uso de razón», lo que viene a ser según el convencionalismo vigente hacia los siete años de edad.

Durante uno o dos meses aprenden y practican los fundamentos del budismo, y si lo estiman conveniente -siempre de forma voluntaria- podrán quedarse en el «kyaung». Otros volverán cuando acaben sus estudios, justo antes de comenzar la vida laboral.

Todos los «pongyi», que es como llaman a estos monjes, son mendicantes. No les está permitido el trabajo remunerado y tanto la comida, como las ropas e incluso las medicinas que necesiten las tienen que conseguir a través de la limosna de los fieles. Viven así en total austeridad, lo que les ha granjeado grandes simpatías y respeto en un país donde la mitad de la población vive por debajo del umbral de la pobreza con sólo un dólar al día, y sobre todo frente a los despilfarros de los líderes de la dictadura.

Conocida es la desmesurada boda de Thandar Shwe, hija del jefe de la junta militar, donde corrió el champán y el caviar, mientras la novia llevaba un aparatoso tocado de piedras preciosas, cuya venta es uno de los negocios más pingües y sucios del general.

Ese respeto les acredita suficientemente para denunciar los abusos del poder. Ya lo hicieron hace sesenta años contra el colonialismo británico; en 1965 y 1974 contra el golpista Ne Win; y más recientemente contra la junta militar, hace ahora diecinueve años. En todos los casos hubo tensiones, disturbios y víctimas -se calcula que en 1988 murieron de 3.000 a 10.000 personas- pero también siempre hubo resultados positivos. Los opresores cedieron si no totalmente, sí al menos en cierta medida. Los monjes budistas, a falta de una clase política cohesionada, juegan un papel sustancial en la sociedad birmana.

Una sola comida fuerte al día

Las posesiones de un «pongyi» («hsilasin» si se trata de una monja) son escasas, lo imprescindible. Un pequeño cofre, generalmente de madera, para guardar la túnica azafrán llamada «kasaya», unas chinelas, un jergón, una almohada (a veces deliberadamente dura) y una manta. No les está permitido guardar dinero y los adultos sólo realizan una comida fuerte al día.

El horario típico en cualquier «kyaung» empieza a las cinco de la mañana cuando tocan diana en una especie de xilófono de madera de sonido apagado. Tras un pequeño desayuno consistente en uno o dos boles de arroz cocido, la mayor parte de los monjes se echa a la calle para recibir la «dhana» (limosna). Para ello llevan sus cuencos negros llamados «oryoki» (literalmente «que contiene solo lo necesario»). En fila india discurren por las calles parándose para que los fieles depositen en esos recipientes alimentos vegetarianos: arroz, verduras...

Vuelven al monasterio hacia las 9. Allí les esperan los ancianos, los que están enfermos y los que no han podido salir por tener otras obligaciones. Con los donativos organizan la comida.

El resto de la jornada lo dedican a las escuelas y hospitales, o al estudio de textos budistas. Cada dos o tres novicios («koyins») disponen de su propio maestro. A las 4 de la tarde tienen tiempo libre y solo los más jóvenes disfrutan de una frugal cena antes de acostarse.

La rebelión de las túnicas azafrán evidentemente ha trastocado esa rutina. Quizá mañana la diana suene más alegre.

ABC (España)

 



 
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